Homilía en la fiesta del Beato Josemaría. Roma, 26-VI-1997; parroquia del Beato Josemaría.
El 26 de junio de 1997, fiesta litúrgica del Beato Josemaría Escrivá, el Obispo Prelado del Opus Dei ha presidido una solemne concelebración en la parroquia del Beato Josemaría, en Roma, durante la cual ha pronunciado la siguiente homilía.
1. El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención por muchos[1].
Queridísimos hermanos y hermanas, con este radicalismo define Nuestro Señor el sentido de su misión sobre la tierra y las modalidades de su desarrollo: salvar al hombre, rescatarlo del pecado al precio de su propia vida. Éste es el significado más alto que la palabra "servir" recibe en labios de Cristo. Hay pocos pasajes de la Escritura más apropiados para comenzar nuestra meditación en la Misa que hoy, día de su festividad, celebramos en honor del Beato Josemaría, Fundador del Opus Dei y titular de esta parroquia.
Hemos llegado a la mitad del primer año de preparación inmediata al Jubileo del 2000, año dedicado —por indicación expresa del Santo Padre— a la «reflexión sobre Cristo»[2]. Quiere la Iglesia subrayar el carácter soteriológico de la celebración bimilenaria de la Encarnación del Hijo de Dios, y nos invita a profundizar en el misterio de la Redención, no sólo con la doctrina, sino principalmente con la adhesión de la vida. Cristo, en efecto, es el Redentor, el Salvador del hombre, el Hijo de Dios que se ha encarnado para devolver al hombre el don de la intimidad divina. Disponer nuestra alma a la celebración jubilar significa, sobre todo, acercarse a Cristo para reencontrar en Él la verdad de nuestra vida y el apagamiento de nuestros anhelos de felicidad, ya que —como escribe el Santo Padre— Jesús «es la clave, el centro y el fin del hombre y de toda la historia humana»[3]. Quien comienza a recorrer este camino, ha de aceptar desde el principio una premisa ineludible: la necesidad de tener una conciencia vivísima de nuestra necesidad de salvación; y su correlativa consecuencia: convertirse.
En este recorrido, el Papa aconseja que busquemos en la «herencia espiritual de los santos» la guía segura que orienta nuestros pasos[4]. Recordando las palabras con las que el Santo Padre ha afirmado que el Beato Josemaría ha de ser contado en el número de «los grandes testigos del cristianismo»[5], deseo traer hoy a vuestra consideración, y a la mía, algunos trazos indicadores de la esencia cristológica de nuestra fe, siguiendo algunas palabras del Fundador del Opus Dei.
El 14 de octubre de 1993 se desarrollaba la audiencia conclusiva del Simposio teológico sobre la enseñanzas del Beato Josemaría, y Juan Pablo II dijo, entre otras cosas: «La profunda conciencia que la Iglesia actual tiene de estar al servicio de una redención que atañe a todas las dimensiones de la existencia humana, fue preparada, bajo la guía del Espíritu Santo, por un progreso intelectual y espiritual gradual. El mensaje del Beato Josemaría (...) constituye uno de los impulsos carismáticos más significativos en esa dirección, partiendo precisamente de una singular toma de conciencia de la fuerza universal de irradiación que posee la gracia del Redentor»[6]. La Encarnación del Verbo levanta a Dios toda la realidad creada, comenzando por el hombre: por tanto, todos estamos llamados a la santidad; el designio de salvación se extiende a la creación entera mediante nuestra libre cooperación[7]; la vida de Cristo en la tierra, con sus treinta años de trabajo profesional ordinario, nos muestra que cualquier actividad creada puede ser santificada y convertirse en instrumento de santificación. Como dice el Papa: no hay ninguna dimensión de la existencia humana que —si se vive en Cristo y con Cristo— no sea redimida, transformada.
La meditación del misterio de Cristo nos descubre un horizonte práctico ilimitado, y al mismo tiempo muy concreto, de empeño en las ocupaciones cotidianas. Nos hace entender que el cristiano coherente está llamado a colaborar activamente en el misterio de la Redención, a actuar para la santificación del mundo.
2. En una frase de Camino, leemos: «Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: "Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo". —Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?»[8].
Buscar a Cristo, conocer su Humanidad Santísima: es el punto de partida y el primer objetivo de la meditación y de la plegaria cristianas. Dios ha asumido nuestra carne, ha empleado palabras humanas, ha amado con corazón de hombre. Está firmemente impreso en mi memoria el recuerdo de cómo el Beato Josemaría se conmovía al considerar la cercanía de Cristo a cada uno de nosotros. El Señor nos ha mostrado que rezar no es difícil. No hay que preparar esquemas para hablar con Dios, no hay necesidad de inventar un lenguaje complicado, ni de buscar temas apropiados. En sus conversaciones con los hombres, Cristo habla de barcas y de redes. del trabajo de los campos y de las ocupaciones del ama de casa. De Él aprendemos —como decía el Beato Josemaría— que Dios se interesa por nuestras pequeñas preocupaciones diarias, que todo lo que es nuestro es de Cristo y, por tanto, de Dios. Aprendemos que «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[9].
Buscar a Cristo en la oración. Y la oración —no lo olvidemos nunca— nace en primer lugar de la fe: sólo rezamos verdaderamente si nos ponemos en presencia de Dios. Cristo es Dios con nosotros, siempre[10]: «Enciende tu fe. —No es Cristo una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: "Jesus Christus heri et hodie: ipse et in sæcula!" —dice San Pablo— ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!»[11].
He tenido la gracia de ser testigo del ímpetu de enamorado con que el Beato Josemaría lograba cada día, mediante la lectura meditada del Evangelio, un contacto nuevo, más íntimo y vivo, con Jesucristo. Fundado en su propia experiencia, aseguraba que poco a poco, en la vida cristiana, «nace una sed de Dios, una ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro... Considero que el mejor modo de expresarlo es volver a repetir, con la Escritura: como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te anhela mi alma, ¡oh Dios mío! (Ps 41, 2)»[12].
Una vez en la presencia de Dios, delante de Jesús, que nos ve y que nos oye, aprenderemos a contarle nuestras preocupaciones —grandes y pequeñas—, las metas que querríamos alcanzar, los sufrimientos con los que tropezamos: «Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!"»[13]. De este modo, dialogando con Él, lograremos contemplar todos los sucesos de nuestra vida con sus ojos; y, por tanto, le buscaremos con obras, dándole todo lo que nos pida. El diálogo con Dios, en efecto, se desarrolla siempre siguiendo la lógica del don, como podemos intuir al considerar las palabras con las que el Beato Josemaría se dirigía al Señor en su oración, con ocasión del 50º aniversario de su ordenación sacerdotal: «Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente»[14].
3. «Busca a Cristo, encuentra a Cristo», nos aconseja el Fundador del Opus Dei. ¿Dónde encontramos a Jesús? Ante todo, y de modo objetivo, real, en los sacramentos. Cada uno de ellos constituye un encuentro personal entre nosotros y Jesús, nos injerta en Él, nos transmite su vida; no sólo nos configura con Cristo, sino que, si correspondemos fielmente a la gracia, nos identifica con Él. El cristiano se convierte en alter Christus, otro Cristo, y, como le gustaba precisar al Beato Josemaría, en ipse Christus, el mismo Cristo. En virtud de la gracia, el hombre es elevado a una dignidad incomparable. Como San Pablo, podemos afirmar: con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí[15].
Las fuentes de la gracia que une a Cristo son, repito, los sacramentos; sobre todo la Eucaristía, a cuya recepción nos prepara especialmente el sacramento de la Penitencia. Confesarse frecuentemente y hacer que nuestros conocidos se acerquen a este sacramento con el corazón lleno de esperanza es una auténtica necesidad para el cristiano, que sabe que en el perdón, precedido por el dolor de haber ofendido a Dios, se aprende a amar. A través de la mediación del sacerdote, que actúa como instrumento del Señor, cada uno de nosotros escucha en la confesión sacramental a Jesús mismo, que, inclinado sobre él, le asegura, como al paralítico del Evangelio: ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados[16].
Después, en la Comunión, nos alimentamos con su Cuerpo y su Sangre. La fe crece en nosotros: incluso en el silencio de los sentidos, tenemos la seguridad de su presencia en nuestra alma: más que si lo viésemos con nuestros ojos, más que si lo tocásemos con nuestras manos, más que si lo escuchásemos con nuestros oídos.
«Busca a Cristo, encuentra a Cristo, ama a Cristo». El amor es el muelle que nos impulsa a buscarlo. Y, cuando lo encontramos, enciende en nosotros el deseo de una unión aún más intensa. El itinerario de la vida espiritual no tiene fin, no conoce pausas: es siempre sereno, aunque no se conceda reposo; no envejece ni sufre el desgaste del acostumbramiento; florece siempre de alegría, y, cuando trae consigo el dolor, nos revela que el sufrimiento es otro modo de amar.
Jesucristo nos enseña que amar a Dios es amar su Voluntad. El amor de Dios ha de manifestarse en obras. «Cuentan de un alma —leemos en Camino— que, al decir al Señor en la oración "Jesús, te amo", oyó esta respuesta del cielo: "Obras son amores y no buenas razones"»[17] Y en Forja: «"Obras son amores y no buenas razones". ¡Obras, obras! —Propósito: seguiré diciéndote muchas veces que te amo —¡cuántas te lo he repetido hoy!—; pero, con tu gracia, será sobre todo mi conducta, serán las pequeñeces de cada día —con elocuencia muda— las que clamen delante de Ti, mostrándote mi Amor»[18].
Estas obras han de llevar el sello del amor de Cristo, que es un amor redentor. De su Corazón sacaremos un celo auténtico por la salvación de las almas, que nos impulsará a difundir por todas partes en la ciudad de Roma —en estrecha sintonía con el Santo Padre, con el Cardenal Vicario y los Obispos auxiliares— la invitación jubilar a acercarse a la misericordia divina. De este modo, en Cristo, el amor a Dios y el amor a los hombres se alimentarán recíprocamente, hasta fundirse en perfecta unidad.
Jesús es la vía del encuentro con Dios y con los hermanos. Que el Beato Josemaría nos ayude a conocerla mejor y a recorrerla. Confiamos hoy a su intercesión la llamada del Papa para la nueva evangelización. Y a María Santísima, Madre de Cristo y Madre de los cristianos, le pedimos que nos guíe en el camino de ese «fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos», que es «el objetivo prioritario del Jubileo»[19] Amén.
[1] Antífona de la Comunión (Mt 20, 28).
[2] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 40.
[3] Ibid., n. 59.
[4] Cfr. ibid., n. 42.
[5] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia conclusiva del Simposio teológico sobre las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, 14-X-1993, en AA.VV., Santidad y mundo, Pamplona 1996, pp. 17-19.
[6] Ibid.
[7] Cfr. Rm 8, 20-21.
[8] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 382.
[9] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía Amar el mundo apasionadamente, 8-X-1967, en "Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer", n. 114.
[10] Cfr. Mt 1, 23.
[11] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 584.
[12] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 310.
[13] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 91.
[14] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Meditación Consumados en la unidad, 27-III-1975, en S. BERNAL, "Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei", p. 359.
[15] Gal 2, 19-20.
[16] Mt 9, 2.
[17] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 933.
[18] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 498.
[19] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio millennio adveniente, 10-II-1994, n. 42.
Romana, n. 24, enero-junio 1997, p. 89-93.