Homilía en la Misa de clausura de la Asamblea General del Sínodo de los Obispos (29-X-2023)
Es ciertamente un pretexto lo que usa un doctor de la Ley para presentarse a Jesús, y sólo para ponerlo a prueba. Sin embargo, su pregunta es importante, una pregunta siempre actual, que a veces se abre camino en nuestro corazón y en la vida de la Iglesia: «¿Cuál es el mandamiento más grande?» (Mt 22,36). También nosotros, sumergidos en el río vivo de la Tradición, nos preguntamos: ¿Qué es lo más importante? ¿Cuál es la fuerza motriz? ¿Qué es lo más valioso, hasta el punto de ser el principio rector de todo? Y la respuesta de Jesús es clara: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37-39).
Hermanos cardenales, hermanos obispos y sacerdotes, religiosas y religiosos, hermanas y hermanos, al finalizar este tramo de camino que hemos recorrido, es importante contemplar el “principio y fundamento” del que todo comienza y vuelve a comenzar: amar. Amar a Dios con toda la vida y amar al prójimo como a nosotros mismos. No nuestras estrategias, no los cálculos humanos, no las modas del mundo, sino amar a Dios y al prójimo; ese es el centro de todo. Pero, ¿cómo traducir ese impulso de amor? Les propongo dos verbos, dos movimientos del corazón sobre los que quisiera reflexionar: adorar y servir. Se ama a Dios con la adoración y con el servicio.
El primer verbo es adorar. Amar es adorar. La adoración es la primera respuesta que podemos ofrecer al amor gratuito, al amor sorprendente de Dios. El asombro de la adoración es esencial en la Iglesia, sobre todo en este tiempo en el que hemos perdido el hábito de la adoración. Adorar, de hecho, significa reconocer en la fe que sólo Dios es el Señor y que de la ternura de su amor dependen nuestras vidas, el camino de la Iglesia, los destinos de la historia. Él es el sentido de la vida.
Adorándolo a Él redescubrimos que somos libres. Por eso el amor al Señor en la Escritura con frecuencia está asociado a la lucha contra toda idolatría. Quien adora a Dios rechaza a los ídolos porque Dios libera, mientras que los ídolos esclavizan, nos engañan y nunca realizan aquello que prometen, porque son «obra de las manos de los hombres» (Sal 115,4). La Escritura es severa contra la idolatría porque los ídolos son obra del hombre, y son manipulados por él; en cambio, Dios es siempre el Viviente, que está aquí y más allá, «que no es en absoluto como yo lo pienso, que no depende de cuánto espero de él, que puede, por consiguiente, alterar mis expectativas, precisamente porque está vivo. La confirmación de que no siempre tenemos la idea justa de Dios es que a veces nos decepcionamos: me esperaba esto, me imaginaba que Dios se comportaría así, pero me he equivocado. De esta manera volvemos a recorrer el sendero de la idolatría, pretendiendo que el Señor actúe según la imagen que nos hemos hecho de él» (C. M. Martini, El jardín interior. Un camino para creyentes y no creyentes, Sal Terrae 2015, 71). Y esto es un riesgo que podemos correr siempre: pensar que podemos “controlar a Dios”, encerrando su amor en nuestros esquemas; en cambio, su obrar es siempre impredecible, va más allá, y por eso este obrar de Dios requiere asombro y adoración. El asombro es muy importante.
Debemos luchar siempre contra las idolatrías; las mundanas, que a menudo proceden de la vanagloria personal, como el ansia de éxito, la autoafirmación a toda costa, la avidez del dinero —el diablo entra por los bolsillos, no lo olvidemos—, la seducción del carrerismo; pero también las idolatrías disfrazadas de espiritualidad: mi espiritualidad, mis ideas religiosas, mis habilidades pastorales. Estemos vigilantes, no vaya a ser que nos pongamos nosotros mismos en el centro, en lugar de poner a Dios. Y ahora volvamos a la adoración. Que sea central para nosotros como pastores; dediquémosle cada día tiempo a la intimidad con Jesús buen Pastor ante el sagrario. Adorar. Que la Iglesia sea adoradora; que se adore al Señor en cada diócesis, en cada parroquia, en cada comunidad. Porque sólo así nos dirigiremos a Jesús y no a nosotros mismos; porque sólo a través del silencio adorador la Palabra de Dios habitará en nuestras palabras; porque sólo ante Él seremos purificados, transformados y renovados por el fuego de su Espíritu. Hermanos y hermanas, ¡adoremos al Señor Jesús!
El segundo verbo es servir. Amar es servir. En el gran mandamiento, Cristo une a Dios y al prójimo para que no estén nunca separados. No existe una experiencia religiosa que permanezca sorda al clamor del mundo, una verdadera experiencia religiosa. No hay amor de Dios sin compromiso por el cuidado del prójimo, de otro modo se corre el riesgo del fariseísmo. Quizás tengamos realmente muchas ideas hermosas para reformar la Iglesia, pero recordemos: adorar a Dios y amar a los hermanos con su mismo amor, esta es la mayor e incesante reforma. Ser Iglesia adoradora e Iglesia del servicio, que lava los pies a la humanidad herida, que acompaña el camino de los frágiles, los débiles y los descartados, que sale con ternura al encuentro de los más pobres. Dios lo ha ordenado —lo hemos escuchado— en la primera Lectura.
Hermanos y hermanas, pienso en los que son víctimas de las atrocidades de la guerra; en los sufrimientos de los migrantes; en el dolor escondido de quienes se encuentran solos y en condiciones de pobreza; en quienes están aplastados por el peso de la vida; en quienes no tienen más lágrimas, en quienes no tienen voz. Y pienso en cuántas veces, detrás de hermosas palabras y persuasivas promesas, se fomentan formas de explotación o no se hace nada para impedirlas. Es un pecado grave explotar a los más débiles, un pecado grave que corroe la fraternidad y devasta la sociedad. Nosotros, discípulos de Jesús, queremos llevar al mundo otro fermento, el del Evangelio. Dios en el centro y junto a Él aquellos que Él prefiere, los pobres y los débiles.
Es esta, hermanos y hermanas, la Iglesia que estamos llamados a soñar: una Iglesia servidora de todos, servidora de los últimos. Una Iglesia que no exige nunca un expediente de “buena conducta”, sino que acoge, sirve, ama, perdona. Una Iglesia con las puertas abiertas que sea puerto de misericordia. «El hombre misericordioso —dijo san Juan Crisóstomo— es un puerto para quien está en necesidad: el puerto acoge y libera del peligro a todos los náufragos; sean ellos malvados, buenos, o sean como sean […], el puerto los protege dentro de su bahía. Por tanto, también tú, cuando veas en tierra a un hombre que ha sufrido el naufragio de la pobreza, no juzgues, no pidas cuentas de su conducta, sino libéralo de la desgracia» (Discursos sobre el pobre Lázaro, II, 5).
Hermanos y hermanas, se concluye la Asamblea sinodal. En esta “conversación del Espíritu” hemos podido experimentar la tierna presencia del Señor y descubrir la belleza de la fraternidad. Nos hemos escuchado mutuamente y, sobre todo, en la rica variedad de nuestras historias y nuestras sensibilidades, nos hemos puesto a la escucha del Espíritu Santo. Hoy no vemos el fruto completo de este proceso, pero con amplitud de miras podemos contemplar el horizonte que se abre ante nosotros. El Señor nos guiará y nos ayudará a ser una Iglesia más sinodal y más misionera, que adora a Dios y sirve a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo, saliendo a llevar la reconfortante alegría del Evangelio a todos.
Hermanos y hermanas, por todo esto que han hecho en el Sínodo y que siguen haciendo les digo gracias. Gracias por el camino que hemos hecho juntos, por la escucha y por el diálogo. Y al agradecerles quisiera expresarles un deseo para todos nosotros: que podamos crecer en la adoración a Dios y en el servicio al prójimo. Adorar y servir. Que el Señor nos acompañe. Y adelante, ¡con alegría!
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Romana, n. 77, julio-diciembre 2023, p. 162-165.