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En la vigilia de Navidad, Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz (Roma), 24 de diciembre de 2023

Una vez más procuramos meternos en el caminar de la Virgen y san José hacia Belén. Se ven obligados a viajar en un momento imprevisto, incómodo. Y al llegar, el único lugar que encuentran es, desde un punto de vista humano, inadecuado. Pero en realidad el lugar lo hacen ellos. Y así, el portal de Belén se convierte para nosotros en espacio de contemplación, de admiración y de cariño. Leemos en el Evangelio que, mientras estaban allí, «le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no tenían sitio en la posada» (Lc 2,6-7). En la vida de la Sagrada Familia se hacen presentes a la vez la alegría y el sufrimiento. Y nosotros, Señor, en nuestra oración, queremos contemplarte así: entregándote a través del sufrimiento, desde el principio.

Metámonos ahora en el portal con la imaginación. Como nos decía nuestro Padre: «Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio» (Es Cristo que pasa, n. 13). Vamos a mirarle ahora con la imaginación y con la mente, y vamos a pedirle que sepamos ser más contemplativos.

Navidad es un momento para sentir la seguridad de que Dios está con nosotros. A pesar de nuestra poquedad, de nuestras limitaciones y de nuestros errores, el Príncipe de la Paz, el Dios fuerte, ha nacido para nosotros. Los pastores, mientras velaban sobre sus rebaños, han recibido este anuncio. Y nosotros, Señor, también queremos velar sobre los que nos rodean. Es tradicional considerar la Navidad como una ocasión para tratar mejor a las personas, para ser más amables y estar más pendientes de los demás. Esto debemos hacerlo siempre, pero ciertamente hoy es un momento para que te pidamos, Señor, que sepamos velar como los pastores.

Isaías, en la versión Vulgata de la Biblia, se refiere proféticamente a la encarnación diciendo que Dios «ha cumplido su Palabra y la ha abreviado» (Is 10,23). En Cristo encarnado, en el portal, se hace presente la misma Palabra anunciada por los profetas. La Palabra eterna se ha hecho un niño. Y el Señor pronuncia y cumple esta Palabra al redimirnos, al entregarse por nosotros para librarnos de toda iniquidad. Y así podemos contemplar al niño recién nacido ya como redentor, porque toda su vida es redentora.

Como comentaba Benedicto XVI en una ocasión, el Logos «se hace un niño y se pone en la condición de dependencia total propia de un ser humano recién nacido» (Homilía, 24-XII-2008). El Creador, que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Esta es una realidad que nunca nos cansaremos de considerar.

El Evangelio de hoy termina así: «De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor”» (Lc2,13-14). Que recibamos este anuncio de paz como un deseo, como una exhortación, para que seamos también nosotros los pacíficos de los que habla la bienaventuranza; aquellos que serán llamados hijos de Dios, los que producen la paz, los que transmiten la paz. Queremos transmitir una paz que es el mismo Cristo, como dice san Pablo: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Tú, Señor, no solo eres el Príncipe de la Paz, sino que eres la paz misma. Y tenerte a ti es tener la paz.

El Evangelio continúa contando cómo los pastores van a toda prisa a ver al Señor. Y nosotros también queremos correr así. No con prisas humanas, pero sí con el deseo profundo de ver al Señor, de contemplarle, de saber descubrirle en las circunstancias de nuestra vida ordinaria: «Vultum tuum, Domine, requiram» (Sal26, 8). Buscaré tu rostro, Señor. Quiero verte con una fe mayor. Nuestro Padre solía recordar que llega un momento en la oración en que no se discurre, se mira. Nosotros queremos mirarte, Jesús, y también sabernos mirados. ¡Qué bonito es! Y qué necesario. Queremos sabernos mirados por Dios a todas horas. Y queremos llevar la gran luz de Belén a este mundo en tinieblas.

Los pastores llegan al lugar donde está el Señor recién nacido y lo encuentran con María y con José. Es bueno que el tiempo de Navidad nos impulse a tratar más a la Virgen y a san José, para que ellos nos enseñen a querer al Señor, a contemplarle con admiración y agradecimiento. Sabiendo, como dice nuestro Padre, que estamos ante un gran misterio, pero que es el misterio del amor de Dios inmenso, infinito por nosotros. La Virgen y san José nos podrán ayudar a contemplarle y aprender así tantas lecciones que el Señor da desde la cuna.

Romana, n. 77, julio-diciembre 2023, p. 185-186.

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