envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Meditación: Con ocasión del comienzo de curso, Colegio Romano de la Santa Cruz, Roma (8 de octubre de 2022)

El comienzo del año académico es siempre una nueva oportunidad para acudir al Espíritu Santo. Podemos pedirle que renueve en nuestras almas el agradecimiento por la formación que recibimos y, a la vez, que nos aumente el deseo de aprender. Llevamos años de formación en la Obra. Por eso, es bueno aprovechar el comienzo de curso para redescubrir e identificarnos más con nuestro espíritu.

La formación se dirige por igual a la inteligencia, al corazón y a la voluntad: a toda nuestra vida. Que lo que vamos aprendiendo nos lleve a conocer, amar y sentir como muy nuestro el espíritu y la vida de la Obra.

Pedimos que el Espíritu Santo venga sobre nosotros como en Pentecostés. Que sea también para nosotros como un fuego purificador y un viento impetuoso. Así lo fue para los Apóstoles. Ellos, que estaban asustados, se transformaron completamente por el Espíritu Santo y se lanzaron a transmitir la verdad de Dios. Nosotros también pedimos ahora al Señor una nueva venida del Paráclito en nuestras almas, para que impulse y guíe todo nuestro día.

Fuente de seguridad

«Cuando venga el Paráclito —había anunciado el Señor— que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15,26). El Espíritu Santo da testimonio de que Cristo es el Hijo de Dios; y también da testimonio en nuestras almas de que nosotros, por la gracia, somos hijos de Dios en Cristo. Filiación que es fundamento de nuestro espíritu. Esa es nuestra fuerza y nuestra seguridad: sabernos amados por un Padre que todo lo sabe y todo lo puede. Al experimentar nuestras limitaciones y dificultades, pidamos al Espíritu Santo que imprima más profundamente en nuestras almas la gozosa seguridad de que somos hijos de Dios.

Recordamos bien cómo nuestro Padre experimentó de un modo especialmente vivo este sentido de la filiación divina en 1931. Años después, escribía en una de sus cartas: «Sentí la acción del Señor, que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater!». Sabemos también que estaba pasando muchas dificultades. Y allí entendió más intensamente que la seguridad no residía en sus fuerzas, sino en ser hijo de Dios. Este descubrimiento, que el Espíritu Santo le hizo ver en un tranvía, nos ayuda a nosotros a vivir como hijos de Dios, en la vida ordinaria, siempre y en todo lugar.

La filiación divina es la fuente de nuestra seguridad, de la verdadera alegría. Cuando se asome a nuestra vida la tristeza, será el momento de actualizar la fe en el amor de Dios por nosotros para recuperar la alegría.

La verdad de nuestra vida

«También vosotros daréis testimonio —dice el Señor— porque desde el principio estáis conmigo» (Jn 15,27). Estas palabras nos traen a la memoria la inmensa labor apostólica que tenemos por delante. No solo en los encargos concretos, sino siempre. Toda nuestra vida tiene una dimensión apostólica; por la comunión de los santos, podemos apoyar e impulsar el apostolado de la Obra en todo el mundo. Este testimonio lo daremos, como dice el Señor, porque desde el principio estamos con él. Y estamos verdaderamente con Jesucristo por la acción del Espíritu Santo. Estar con el Señor es la raíz de toda nuestra eficacia. Él nos ha llamado, como a los Apóstoles, para que, estando con él, vayamos por todo el mundo anunciando el Evangelio.

El estudio y la formación nos ayudan a conocer mejor a Dios y a tenerlo más metido en nuestros corazones. Para conocer y, sobre todo, para amar. Aunque sea una verdad inmensa e infinita, que nunca podremos llegar a alcanzar del todo, siempre podemos ir progresando. Por eso, podemos decir al Señor: danos una fe más grande en que eres amor, y que ese amor está en nosotros. Que nos convenzamos más de esta verdad y que pongamos nuestra seguridad en el amor de Dios por nosotros.

El Paráclito, espíritu de verdad, nos guía para conocer más a Dios, y también para conocernos mejor a nosotros mismos. El conocimiento propio es base de la humildad. No se trata solo de saber nuestros límites y nuestra miseria, sino también nuestra grandeza. Valemos muchísimo: toda la sangre de Cristo. Por eso, cuando experimentemos nuestra miseria, pensemos también en todo lo que valemos. Así, la experiencia de nuestros muchos límites no nos apoca, no nos quita fuerza, no nos entristece, pues irá unida a la seguridad de nuestra grandeza fundamentada en el amor de Dios por nosotros. Esa es la verdad más alta de nuestra vida.

Amor a la Iglesia y a la Obra

Pedimos también al Espíritu Santo que nos aumente el amor a la Iglesia, pueblo inmenso, constituido por muchos pueblos. La Iglesia es Cuerpo de Cristo y sacramento universal de salvación, pero se nos presenta también como un conjunto de hombres débiles: nosotros mismos. Que, al descubrir las limitaciones, resuenen en nuestros corazones esas palabras de nuestro Padre: «La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia» (Es Cristo que pasa, n. 131).

Pensar en la Iglesia nos lleva también a considerar la figura del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, que tiene en ella la misión de ser principio visible de unidad y de comunión. Las dificultades que tiene que afrontar nos llevan a rezar mucho por él: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam, como hemos aprendido de san Josemaría.

Queremos comenzar este nuevo curso académico con espíritu joven; con afán de profundizar también en el espíritu de la Obra, en la vida y en los escritos de nuestro Padre. Que tengamos una especial responsabilidad de formarnos, no para ser superhombres —pues no lo somos ni lo seremos—, sino para ser elementos de unidad. Unidad especialmente con el origen. Conforme van pasando los años, nos vamos alejando, desde un punto de vista temporal, del origen de la Obra, de nuestro Padre. Pero, en realidad, no nos alejamos, pues nos sigue acompañando desde el cielo. Y, por nuestra parte, tenemos la responsabilidad de estar muy unidos al origen. Así seremos más capaces de servir a la Iglesia haciendo el Opus Dei.

Abramos más y más nuestras almas a la gracia del Señor, para que nos ayude a cuidar la Obra, como la cuidó nuestro Padre y nuestros primeros hermanos. Y lo haremos con nuestra vida, luchando por encarnar el espíritu de Casa, en lo grande y en lo pequeño. La Obra son las almas, la nuestra y la de nuestros hermanos. Por eso, cuidar la Obra es sobre todo cuidar a los demás, vivir la fraternidad, defender la unidad entre todos, sabiéndonos responsables de la labor en todo el mundo.

En aquel día de Pentecostés, la Virgen había reunido a los Apóstoles. Ella, Madre de la Iglesia y Reina del Opus Dei, nos conseguirá del Señor una nueva efusión del Espíritu Santo, que nos haga más ipse Christus, y así más apóstoles.

Romana, n. 75, Julio-Diciembre 2022, p. 199-201.

Enviar a un amigo