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Discurso al simposio “Por una teología fundamental del sacerdocio”, Aula Pablo VI (17-II-2022)

Queridos hermanos, buenos días:

Agradezco la oportunidad de poder compartir con ustedes esta reflexión que nace de lo que el Señor me fue mostrando a lo largo de estos más de 50 años de sacerdocio. No quiero excluir de este recuerdo agradecido a aquellos sacerdotes que, con su vida y testimonio, desde mi niñez me mostraron lo que configura el rostro del Buen Pastor. He meditado sobre qué compartir de la vida del sacerdote hoy y llegué a la conclusión de que la mejor palabra nace del testimonio que recibí de tantos sacerdotes a lo largo de los años. Lo que ofrezco es fruto del ejercicio de pensar en ellos, discernir y contemplar cuáles eran las notas que los distinguían y les brindaban una fuerza, alegría y esperanza singular en su misión pastoral.

A su vez, tengo que decir lo mismo, de aquellos hermanos sacerdotes que tuve que acompañar porque habían perdido el fuego del primer amor y su ministerio se había vuelto estéril, rutinario y casi sin sentido. El sacerdote durante su vida pasa por distintos estados y momentos; personalmente he pasado por distintos estados y momentos y rumiando las mociones del espíritu constaté que en algunas situaciones, inclusive en momentos de pruebas, dificultades y desolación, cuando vivía y compartía la vida de determinada manera, permanecía la paz. Soy consciente de que mucho se podría hablar y teorizar sobre el sacerdocio, hoy quiero compartirles esta “pequeña cosecha” para que el sacerdote de hoy, sea cual sea el momento que esté viviendo pueda vivir la paz y la fecundidad que el Espíritu quiere regalar. No sé si estas reflexiones son el “canto del cisne” de mi vida sacerdotal, pero sí puedo asegurar que vienen de mi experiencia. No es ninguna teoría, aquí hablo de lo que me ha tocado vivir.

El tiempo que vivimos es un tiempo que nos pide no solo detectar el cambio, sino acogerlo con la consciencia de que nos encontramos ante un cambio de época, esto lo he repetido ya varias veces. Si teníamos dudas sobre esto, el Covid lo hizo más que evidente ya que su irrupción es mucho más que una cuestión sanitaria, mucho más que un resfriado.

El cambio siempre nos presenta diferentes modos de afrontarlo; el problema es que muchas acciones y actitudes pueden ser útiles y buenas, pero no todas tienen sabor a Evangelio. El centro de la cuestión está en esto, en discernir si el cambio y las acciones tienen o no sabor a Evangelio. Por ejemplo, buscar formas codificadas, ancladas en el pasado y que nos “garantizan” una forma de protección contra los riesgos, “refugiándonos” en un mundo o en una sociedad que no existe más (si es que alguna vez existió), como si ese determinado orden sería capaz de poner fin a los conflictos que la historia nos presenta. Es la crisis de ir hacia atrás, para refugiarnos.

Otra actitud puede ser la de un optimismo exacerbado —“todo estará bien”—; ir demasiado lejos sin discernimiento y sin las decisiones necesarias. Este optimismo termina por ignorar los heridos de esta transformación y no logra asumir las tensiones, complejidades y ambigüedades propias del tiempo presente y “consagra” la última novedad como lo verdaderamente real, despreciando así la sabiduría de los años. (Son dos tipos de huidas, son las actitudes del asalariado que ve venir al lobo y huye: huye hacia el pasado o huye hacia el futuro). Ninguna de estas actitudes lleva a soluciones maduras. En lo concreto del hoy, es allí donde debemos detenernos, en lo concreto del hoy.

En cambio, me gusta esa actitud que nace de hacerse cargo con confianza de la realidad anclada en la sabia Tradición viva y viviente de la Iglesia, que puede permitirse remar mar adentro sin miedo. Siento que en este momento histórico, Jesús nos invita, una vez más, a “remar mar adentro” (cf. Lc 5,4) con la confianza de que Él es el Señor de la historia y que, de su mano, podremos discernir el horizonte a transitar. Nuestra salvación no es una salvación aséptica, salvación de laboratorio, no, o de espiritualismos desencarnados —la tentación del gnosticismo, sigue presente, es moderna, es actual—; discernir la voluntad de Dios es aprender a interpretar la realidad con los ojos del Señor, sin necesidad de evadirnos de lo que acontece a nuestros pueblos y sin la ansiedad que lleva a querer encontrar una salida rápida y tranquilizadora de la mano de una ideología de turno o una respuesta prefabricada, ambas incapaces de asumir los momentos más difíciles e inclusive oscuros de nuestra historia. Por estos dos caminos terminaríamos por negar «nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 96).

En este contexto, la vida sacerdotal también se ve afectada por este desafío, y un síntoma de ello es la crisis vocacional que en distintos lugares aflige a nuestras comunidades. Sin embargo, es cierto que esto se ha debido frecuentemente a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, por lo que no inspiran entusiasmo ni atracción, como por ejemplo las comunidades funcionales, bien organizadas, pero carentes de entusiasmo, donde todo está bien, pero falta el fuego del espíritu. Donde hay vida, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Incluso en parroquias donde los sacerdotes no están muy comprometidos ni son alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que suscita el deseo de consagrarse completamente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esta comunidad activa reza insistentemente por las vocaciones y tiene el valor de proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración. Cuando caemos en el funcionalismo, en la organización pastoral —y sólo en eso— ahí no existe en absoluto ninguna atracción vocacional; en cambio, cuando encontramos un sacerdote o una comunidad con fervor cristiano, bautismal, entonces hay atracción de nuevas vocaciones.

La vida de un sacerdote es ante todo la historia de salvación de un bautizado. El cardenal Ouellet ha hecho la distinción entre sacerdocio ministerial y bautismal. Nosotros a veces olvidamos el Bautismo, y el sacerdocio se convierte en una función, se cae en el funcionalismo, y esto es peligroso. No debemos nunca olvidar que toda vocación específica, incluida la del Orden sagrado, es cumplimiento del Bautismo. Constituye siempre una gran tentación vivir un sacerdocio sin el Bautismo, —y hay sacerdotes “sin Bautismo”—, es decir, sin acordarnos que nuestra primera llamada es a la santidad. Ser santos significa conformarse a Jesús y dejar que nuestra vida palpite con sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,15). Sólo cuando buscamos amar como Jesús amó, hacemos también visible a Dios y realizamos así nuestra vocación a la santidad. Con cuánta razón san Juan Pablo II nos recordaba que «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado» (Exhort. ap. post sinodal Pastores dabo vobis, 25 marzo 1992, 26). Y ve tú a decirle a algún obispo, algún sacerdote que necesitan ser evangelizados; no lo entienden. Y esto sucede, este es el drama de hoy.

Toda vocación específica se debe someter a este tipo de discernimiento. Nuestra vocación es en primer lugar una respuesta a Aquel que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Y esta es la fuente de esperanza ya que, aun en medio de la crisis, el Señor no deja de amar y, por tanto, de llamar. Y de esto cada uno de nosotros es testigo: un día el Señor nos encontró allí donde estábamos y como estábamos, en ambientes contradictorios o con situaciones familiares complejas. A mí me gusta releer Ezequiel 16 y a veces me siento identificado, porque también a mí Dios me encontró aquí, me encontró así y, sin embargo, me llevó adelante. Y habernos encontrado así no lo detuvo para querer escribir, por medio de cada uno de nosotros, la historia de salvación. Desde el comienzo fue así pensemos en Pedro y en Pablo, en Mateo, por nombrar algunos. Su elección no nace de una opción ideal sino de un compromiso concreto con cada uno de ellos. Cada uno, mirando su propia humanidad, su propia historia, su propio carácter, no se debe preguntar si una opción vocacional es conveniente o no, sino si en conciencia esa vocación abre en él ese potencial de amor que hemos recibido en el día de nuestros Bautismo.

Durante estos períodos de cambio son muchas las preguntas a afrontar y también las tentaciones que vendrán. Por eso, en mi intervención, quisiera referirme simplemente en lo que me parece decisivo para la vida de una sacerdote hoy, teniendo en cuenta lo que dice Pablo: «en Él —es decir en Cristo— todo el edificio bien cohesionado va creciendo hasta formar un templo consagrado al Señor» (Ef 2,21). Crecer bien ordenado quiere decir crecer en armonía, y hacer crecer en armonía sólo puede hacerlo el Espíritu Santo, como san Basilio lo definía tan hermosamente: “Ipse harmonia est”, número 38 del Tratado [“Sobre el Espíritu Santo”]. Pienso que cada construcción, para mantenerse en pie, necesita unos cimientos sólidos; por eso quiero compartir las actitudes que dan solidez a la persona del sacerdote, deseo compartirlas —ustedes ya lo escucharon, pero lo repito una vez más—, las cuatro columnas constitutivas de nuestra vida sacerdotal y que llamaremos las “cuatro cercanías”, porque siguen el estilo de Dios, que fundamentalmente es un estilo de cercanía. Él mismo da al pueblo esta definición de Sí: “¿Díganme, qué nación tiene sus dioses tan cercanos como tú me tienes a mí?” (cf. Dt 4,7). El estilo de Dios es cercanía, es una cercanía especial, compasiva y tierna. Las tres palabras que definen la vida de un sacerdote, y también la de un cristiano, porque están tomadas precisamente del estilo de Dios, son cercanía, compasión y ternura.

Ya en el pasado he hecho referencia de esto, pero hoy quisiera detenerme de forma más extensa ya que el sacerdote más que recetas o teorías necesita herramientas concretas con las que confrontar su ministerio, su misión y su cotidianeidad. San Pablo exhortaba a Timoteo a mantener vivo el don de Dios que recibió por la imposición de sus manos, que no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad (cf. 2 Tm 1,6-7). Creo que estas cuatro columnas, estas cuatro “cercanías” de las que hablaré ahora pueden ayudar de manera práctica, concreta y esperanzadora a reavivar el don y la fecundidad que un día se nos prometió, a mantener vivo ese don.

Antes que nada, la cercanía a Dios. Cuatro cercanías, de las que la primera es la cercanía a Dios.

Cercanía a Dios

Es decir, cercanía al Señor de las cercanías. «Yo soy la vid, ustedes son las ramas —a esto es a lo que se refiere Juan cuando en su Evangelio habla de “permanecer”—. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no pueden hacer nada. El que no permanece en mí será echado fuera, al igual que la rama que se seca, que luego se recoge, se arroja al fuego y se quema. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá» (Jn 15,5-7).

Un sacerdote es invitado ante todo a cultivar esta cercanía, esta intimidad con Dios, y de esta relación podrá obtener todas las fuerzas necesarias para su ministerio. La relación con Dios es, por decirlo así, el injerto que nos mantiene dentro de un vínculo de fecundidad. Sin una relación significativa con el Señor nuestro ministerio está destinado a ser estéril. La cercanía con Jesús, el contacto con su Palabra, nos permite confrontar nuestra vida con la suya y aprender a no escandalizarnos de nada de lo que nos suceda, a defendernos de los “escándalos”. Al igual que el Maestro se pasará por momentos de alegría y de boda, de milagros y de curaciones, de multiplicación de los panes y de descanso. Existirán momentos en que se podrá ser alabado, pero también llegarán las horas de ingratitud, de rechazo, de duda y de soledad hasta tener que decir: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).

La cercanía con Jesús nos invita a no temer a ninguna de estas horas no porque seamos fuertes, sino porque lo miramos a Él, nos aferramos a él y le decimos: «¡Señor, no me dejes caer en la tentación! Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que tú estás conmigo para probar mi fe y mi amor» (C. M. Martini, La fuerza de la debilidad. Reflexiones sobre Job, Salterrae 2014, 84). Esta cercanía con Dios a veces tiene un estilo de lucha, luchar con el Señor principalmente en esos momentos donde su ausencia se hace más notoria en la vida sacerdotal o en la vida de las personas a ellos encomendada. Luchar y buscar su bendición hasta el amanecer (cf. Gn 32,25-27), que será fuente de vida para muchos. A veces es una lucha. Me decía un sacerdote que trabaja aquí en la curia —que tiene un trabajo difícil, el de poner orden en un lugar, joven—, me decía que volvía cansado, muy cansado, pero que descansaba antes de ir a la cama delante de la Virgen con el rosario en la mano. Necesitaba esa cercanía, un curial, un empleado del Vaticano. Se critica mucho a la gente de la curia, es cierto a veces, pero también puedo decir y dar testimonio de que aquí, dentro de la curia, hay santos; y es cierto.

Muchas crisis sacerdotales tienen precisamente origen en una escasa vida de oración, en una falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa. Esto también quisiera distinguirlo en la formación, una cosa es la vida espiritual y otra cosa es la práctica religiosa. “¿Cómo va tu vida espiritual?” —“Bien, bien. Hago la meditación por la mañana, rezo el rosario, rezo la ‘suegra’ —la suegra es el breviario—, rezo el breviario y todo lo demás”. No, esto es práctica religiosa. Pero ¿cómo va tu vida espiritual? Recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para sostenerme, para sostenerme en los momentos oscuros. Sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta con Dios a través de la escucha de la Palabra, de la celebración de la Eucaristía, del silencio de la adoración, de la consagración a la Virgen, del acompañamiento sapiente de un guía, del sacramento de la Reconciliación, sin estas “cercanías” concretas, en definitiva, un sacerdote es, por así decirlo, sólo un obrero cansado que no goza de los beneficios de los amigos del Señor. A mí me gustaba, en la otra diócesis, preguntar a los sacerdotes, “A ver dime —me contaban sobre sus trabajos— dime, ¿cómo te vas a dormir?”. Y no entendían. “Sí, sí, por la noche, ¿cómo te vas a dormir?” —“Llego cansado, como algo y me voy a la cama, y delante de la cama la televisión” —“¡Ah, bravo! Y no visitas el Señor, ¿al menos para darle las buenas noches?”. Este es el problema. La falta de cercanía. Era normal el cansancio del trabajo e ir a descansar y ver la televisión —cosas lícitas— pero sin el Señor, sin esta cercanía. Había rezado el rosario, había rezado al breviario, pero sin intimidad con el Señor. No sentía la necesidad de decir al Señor, “¡Hola, hasta mañana, muchas gracias!”. Son pequeños gestos que revelan la actitud de un alma sacerdotal.

Muy a menudo, por ejemplo, en la vida sacerdotal se vive la oración sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse como una regla externa, sino sólo como una elección fundamental de nuestro corazón. Un sacerdote que reza no es más que un cristiano que ha comprendido en profundidad el don que ha recibido en el Bautismo. Un sacerdote que reza es un hijo que recuerda continuamente que es hijo y que tiene un Padre que lo ama. Un sacerdote que reza es un hijo que se hace “cercano” al Señor.

Pero todo esto es difícil si no estamos acostumbrados a tener espacios de silencio en nuestro día. Si no se sabe substituir el verbo “hacer” de Marta para aprender el “estar” de María. Es difícil aceptar dejar el activismo que es agotador —tantas veces el activismo puede ser una fuga—, porque cuando uno deja de estar ocupado, la paz no llega inmediatamente al corazón, sino la desolación; y para no entrar en desolación, estamos dispuestos a no parar nunca. El trabajo es a veces una distracción para no entrar en desolación. Pero la desolación es un poco también el punto de encuentro con Dios. Es precisamente la aceptación de la desolación que viene del silencio, del ayuno de activismo y de palabras, del valor de examinarnos con sinceridad, exactamente allí, donde todo adquiere una luz y una paz que no se apoyan en nuestras fuerzas y capacidades. Es aprender a dejar que el Señor siga realizando su obra en cada uno y pode todo aquello que es infecundo, estéril y que distorsiona el llamado. Perseverar en la oración no sólo significa permanecer fieles a una práctica, sino no escapar cuando precisamente la oración nos lleva al desierto. El camino del desierto es el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos maneras para evadir este encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón”, dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2,16). Esto es algo que el sacerdote debe preguntarse, si es capaz de dejarse llevar al desierto. Los guías espirituales, los que acompañan a los sacerdotes, deben comprender, ayudarles y hacerles esta pregunta ¿eres capaz de dejarte conducir al desierto? ¿O te vas directamente al oasis de la televisión o a alguna otra cosa?

La cercanía con Dios permite al sacerdote tomar contacto con el dolor que hay en nuestro corazón y que, si se acepta, nos desarma hasta hacer posible el encuentro. La oración que como fuego anima la vida del sacerdote es el grito de un corazón quebrantado y humillado, que —nos dice la Palabra— el Señor no desprecia (cf. Sal 50,19). «Cuando uno grita, el Señor lo escucha / y lo libra de sus angustias; / el Señor está cerca de los atribulados, / salva a los abatidos» (Sal 34, 18-19).

Un sacerdote tiene que tener un corazón suficientemente “ensanchado” para dar cabida al dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como el centinela, anunciar la aurora de la Gracia de Dios que se manifiesta en ese mismo dolor. Abrazar, aceptar y presentar la propia miseria en cercanía al Señor será la mejor escuela para poder hacer lugar gradualmente a toda la miseria y el dolor que encontrará diariamente en su ministerio hasta que él mismo se vuelva como el corazón de Cristo. Esto preparara al sacerdote también para otras de las cercanías: con el Pueblo de Dios. En la cercanía con Dios el sacerdote fortalece la cercanía con su Pueblo y viceversa. En la cercanía con su pueblo también vive la cercanía con su Señor. Y esta cercanía a Dios —me llama la atención— es la primera tarea de los obispos, porque cuando los Apóstoles “inventan” a los diáconos, Pedro explica la función y dice así: “Y nosotros —los obispos— podremos dedicarnos la oración y al anuncio de la Palabra” (cf. Hch 6,4). Es decir, que la primera tarea del obispo es rezar y esto debe hacerlo también el sacerdote, rezar.

«Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), decía Juan Bautista. La intimidad con Dios hace posible todo esto, porque en la oración se experimenta ser grandes a sus ojos, y ya no es un problema para los sacerdotes cercanos al Señor hacerse pequeños a los ojos del mundo. Y ahí, en esa cercanía, ya no da miedo conformarse a Jesús crucificado, como se nos pide en el rito de la ordenación sacerdotal, que es muy lindo, pero que olvidamos seguido.

Pasamos a considerar la segunda cercanía, que será más corta que la primera.

Cercanía al obispo

Esta segunda cercanía durante mucho tiempo sólo se leía en forma unilateral. Como Iglesia con demasiada frecuencia, e incluso hoy, hemos dado a la obediencia una interpretación lejana al sentir del Evangelio. La obediencia no es un atributo disciplinar sino la característica más fuerte de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer, en este caso al obispo, significa aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta sólo puede entenderse a través del discernimiento. La obediencia, por tanto, es escuchar la voluntad de Dios, que se discierne precisamente en un vínculo. Esta actitud de escucha permite madurar la idea de que cada uno no es el principio y fundamento de la vida, sino que necesariamente debe confrontarse con otros. Esta lógica de las cercanías —en este caso con el obispo, pero que también rige para las otras— posibilita romper toda tentación de encierro, de autojustificación y de llevar una vida “de solteros”, o de “solterones”. Cuando los sacerdotes se cierran, terminan como “solterones”, con todas las manías de los “solterones”, y eso no está bien. Esta cercanía invita, por el contrario, a apelar a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida.

El obispo no es un supervisor de escuela, no es un vigilante, sino un padre, y debería ofrecer esta cercanía. El obispo debe tratar de comportarse así porque de lo contrario aleja a los sacerdotes, o sólo acerca a los ambiciosos. El obispo, sea quien sea, permanece para cada presbítero y para cada Iglesia particular como un vínculo que ayuda a discernir la voluntad de Dios. Pero no debemos olvidar que el obispo mismo sólo puede ser instrumento de este discernimiento si también él se pone a la escucha de la realidad de sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado. Escribí en la Evangelii gaudium: «Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida» (n. 171).

No es casualidad que el mal, para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busque socavar los vínculos que nos constituyen. Defender los vínculos del sacerdote con la Iglesia particular, con el instituto a que se pertenece y con su propio obispo hace que la vida sacerdotal sea digna de crédito. Defender los vínculos. La obediencia es la opción fundamental por acoger a quien ha sido puesto ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que puede ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión pero que no se rompe. Esto pide necesariamente que los sacerdotes recen por los obispos y se animen a expresar su parecer con respeto, valor y sinceridad. Pide también de los obispos, humildad, capacidad de escucha, de autocrítica y de dejarse ayudar. Si defenderemos este vínculo avanzaremos con seguridad en nuestro camino.

Y creo que con lo dicho, en cuanto a la cercanía a los obispos, sea suficiente.

Cercanía entre los sacerdotes

Es la tercera cercanía. Cercanía a Dios, cercanía a los obispos y cercanía a los sacerdotes. Es precisamente a partir de la comunión con el obispo que se abre la tercera cercanía, que es la de la fraternidad. Jesús se manifiesta allí donde hay hermanos dispuestos a amarse: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos» (Mt 18,20). También la fraternidad como la obediencia no puede ser una imposición moral externa a nosotros. La fraternidad es escoger deliberadamente, ser santos con los demás y no en soledad, santo junto con los demás. Un proverbio africano que ustedes conocen bien dice: “Si quieres ir rápido tienes que ir solo, mientras que si quieres ir lejos tienes que ir con otros”. A veces parece que la Iglesia es lenta —y es verdad—, pero me gusta pensar que es la lentitud de quien ha decidido caminar en fraternidad. También acompañando a los últimos, pero siempre en fraternidad.

Las características de la fraternidad son las del amor. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (cap. 13), nos ha dejado un “mapa” claro del amor y, en cierto sentido, nos ha indicado a qué debe aspirar la fraternidad. En primer lugar, a aprender la paciencia, que es la capacidad de sentirnos responsables de los demás, de cargar sus pesos, de sufrir, en cierto modo, con ellos. Lo contrario a la paciencia es la indiferencia, la distancia que creamos con los demás para no sentirnos involucrados en su vida. En muchos presbíteros tiene lugar el drama de la soledad, de sentirse solos. Se tiene la sensación de sentirse no dignos de paciencia y de consideración. Más aún, sienten que del otro no pueden esperar el bien, la benignidad, sino sólo el juicio. El otro es incapaz de alegrarse del bien que se nos presenta en la vida, y yo tampoco soy capaz de alegrarme cuando veo el bien en la vida de los demás. Esta incapacidad de alegrarse del bien ajeno es la envidia —quiero subrayar esto— que tanto atormenta nuestros ambientes y que es una fatiga en la pedagogía del amor, no simplemente un pecado que se debe confesar. El pecado es lo último, es la actitud la que es envidiosa. La envidia está muy presente en las comunidades sacerdotales. Y la Palabra de Dios nos dice que es una actitud destructiva, por envidia del diablo entró el pecado en el mundo (cf. Sb 2,24). Es la puerta, la puerta para la destrucción. Y sobre esto debemos hablar claro, en nuestros presbiterios está presente la envidia. No todos son envidiosos, no, pero la tentación de la envidia está al alcance de la mano. Tengamos cuidado. Porque de la envidia viene la murmuración.

Para sentirnos parte de la comunidad, del “ser de los nuestros”, no hace falta ponernos máscaras que muestran sólo una imagen triunfante de nosotros. No tenemos necesidad de presumir, ni mucho menos de pavonearnos o, peor aún, de asumir actitudes violentas, faltando el respeto a quien está junto a nosotros, que son formas clericales de bullying. Porque un sacerdote, si de algo tiene que presumir es de la misericordia del Señor; porque el sacerdote mismo conoce su pecado, su miseria y sus límites, pero hizo experiencia que donde abundó el pecado sobreabundó el amor (cf. Rm 5,20); y esa es su mejor buena noticia. Un sacerdote que tiene presente esto no es envidioso, no puede ser envidioso.

El amor fraterno no busca el propio interés, no deja espacio a la ira, al resentimiento, como si el hermano que está a mi lado me hubiera defraudado de alguna manera. Y cuando encuentro la miseria del otro, estoy dispuesto a olvidar para siempre el mal recibido, a no convertirlo en el único criterio de juicio, hasta el punto de gozar quizás de la injusticia cuando se refiere precisamente a quien me ha hecho sufrir. El amor verdadero se complace en la verdad y considerar un pecado grave ir contra ella y contra la dignidad de los hermanos con calumnias, maledicencias y murmuración. El origen de todo es la envidia. Se llega a esto, incluso a las calumnias, para conseguir un determinado puesto. Y esto es muy triste. Cuando desde aquí se piden informaciones para hacer obispo a alguien, muchas veces recibimos informaciones infectas de envidia. Y esta es una enfermedad de nuestros presbíteros. Muchos de ustedes son formadores en los seminarios, tengan en cuenta esto.

Pero, en este sentido no se puede permitir que se crea que el amor fraterno es una utopía, menos aún un “lugar común” para suscitar bellos sentimientos o palabras de circunstancias o un discurso tranquilizador, ¡no! Todos sabemos lo difícil que puede ser vivir en comunidad o en el presbiterio —un santo decía, la vida comunitaria es mi penitencia—, qué difícil es compartir el día a día con aquellos que hemos querido reconocer como hermanos. El amor fraterno, si no queremos endulzarlo, acomodarlo, disminuirlo es “la gran profecía” que en esta sociedad del descarte estamos llamados a vivir. Me gusta pensar al amor fraterno como una palestra del espíritu donde día a día nos confrontamos con nosotros mismos y tenemos el termómetro de nuestra vida espiritual. Hoy la profecía de la fraternidad sigue viva y necesita anunciadores; necesita personas que conscientes de sus límites y de las dificultades que se presentan se dejen tocar, cuestionar y movilizar por las palabras del Señor: «Todos conocerán que son mis discípulos si se aman unos a otros» (Jn 13,35).

El amor fraterno para los presbíteros no queda encerrado en un pequeño grupo, sino que se declina como caridad pastoral (cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23), que impulsa a vivirlo concretamente en la misión. Podemos decir que amamos si aprendemos a declinar esa caridad pastoral en la manera que la describe san Pablo. Y sólo quien busca amar está a salvo. Quien vive con el síndrome de Caín, con la convicción de que no puede amar porque siente siempre no haber sido amado, valorizado, tenido en la justa consideración, al final vive siempre como un vagabundo, sin sentirse nunca a casa, y por eso mismo está más expuesto al mal, a hacerse daño y hacer daño a los demás. Por eso el amor entre los presbíteros tiene la función de custodiar, de custodiarse mutuamente.

Me atrevería a decir que ahí donde funciona la fraternidad sacerdotal, la cercanía entre sacerdotes, hay lazos de auténtica amistad, también es posible vivir con más serenidad la elección del celibato. El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere relaciones sanas, vínculos de auténtica estima y de genuina bondad que encuentran su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de la hermosura misma del sacerdocio.

Ahora pasamos a la cuarta cercanía, la última, la cercanía al Pueblo de Dios, al santo Pueblo fiel de Dios. Nos hará bien leer la Lumen gentium, números 8 y 12.

Cercanía al pueblo

Muchas veces he señalado como la relación con el Pueblo Santo de Dios no es para cada uno de nosotros un deber sino una gracia. «El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 272). Es por eso que el lugar de todo sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo. He señalado en la Evangelii gaudium que «para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Jesús quiere servirse de los sacerdotes para estar más cerca del santo Pueblo fiel de Dios. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia» (n. 268). La identidad sacerdotal no se puede comprender sin la pertenencia al santo Pueblo fiel de Dios.

Estoy convencido que, para comprender de nuevo la identidad del sacerdocio, hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real de la gente, junto a ella, sin ninguna vía de escape. «A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (ibíd, 270). Y el pueblo no es una categoría lógica, no, sino es una categoría mítica, para entenderlo hay que acercarse a él como se acerca uno a una categoría mítica.

Cercanía al Pueblo de Dios. Una cercanía que, enriquecida con las “otras cercanías”, las otras tres, invita y en cierta medida exige desarrollar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de ternura porque capaz de caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos padres y madres por llevar adelante sus familias, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y de la indiferencia que a su paso intenta silenciar toda esperanza. Cercanía que permite ungir las heridas y proclamar un año de gracia en el Señor (cf. Is 61,2). Es clave recordar que el Pueblo de Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús y no tanto “clérigos de estado” —recordemos aquella época en Francia, en la que vivía el cura de Ars, el cura, pero estaba también “monsieur l’abbé”, el “reverendo sacerdote”, clérigos de Estado—. También hoy, el pueblo nos pide pastores del pueblo y no clérigos de Estado o “profesionales de lo sagrado”; pastores que sepan de compasión, de oportunidad; hombres con coraje capaces de detenerse ante el caído y tender su mano; hombres contemplativos que en la cercanía con su pueblo puedan anunciar en las llagas del mundo la fuerza operante de la Resurrección.

Una de las características cruciales de nuestra sociedad de “redes” es que abunda el sentimiento de orfandad, este es un fenómeno actual. Conectados a todo y a todos falta la experiencia de “pertenencia” que es mucho más que una conexión. Con la “cercanía” del pastor se puede convocar a la comunidad y ayudar a crecer el sentimiento de pertenencia; pertenecemos al Santo Pueblo fiel de Dios que está llamado a ser signo de la irrupción del Reino de Dios en el hoy de la historia. Si el pastor anda disperso, si el pastor se aleja, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo.

Esta pertenencia, a su vez, proporcionará el “antídoto” contra una deformación de la vocación que nace precisamente de olvidarse que la vida sacerdotal se debe a los otros —al Señor y a las personas por él encomendadas—. Este olvido está en las raíces del clericalismo —de lo que ha hablado el Cardenal Ouellet— y sus consecuencias. El clericalismo es una perversión, y también uno de sus signos, la rigidez, es otra perversión. El clericalismo es una perversión porque se constituye con “lejanías”. Es curioso, no se constituye sobre cercanías, todo lo contrario. Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña elite que entorno al cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental (cf. Gaudium et spes, 44), la del laico. Hay muchos laicos clericalizados, muchos, “Yo pertenezco a esa asociación, estamos ahí en la parroquia, somos…”. Los “elegidos”, laicos clericalizados, es una fuerte tentación. Recordemos que «la misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser sacerdotal si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).

Me gustaría relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios a la cercanía con Dios, ya que la oración del Pastor, se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Cuando reza, el pastor lleva las marcas de las heridas y las alegrías de su gente a la que presenta desde el silencio al Señor para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor los bendiga.

Siguiendo la enseñanza de San Ignacio «porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, más el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios Espirituales, Anotaciones, 2), a los Obispos y sacerdotes hará bien preguntarse “cómo están mis cercanías”, cómo estoy viviendo estas cuatro dimensiones que configuran mi ser sacerdotal de manera transversal y que me permiten “gestionar” las tensiones y “desequilibrios” que a diario tenemos que manejar. Estas cuatro cercanías son una buena escuela para “jugar en la cancha grande” a la que el sacerdote es convocado sin miedos, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión. Un corazón sacerdotal sabe de cercanías porque el primero que quiso ser cercano fue el Señor. Que Él visite a sus sacerdotes en la oración, en el obispo, en los hermanos presbíteros y en su pueblo. Que Él altere las rutinas e incomode un poco, despierte la inquietud —como en el tiempo del primer amor— ponga en movimiento todas las capacidades para que nuestros pueblos tengan vida y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Las cercanías del Señor no son una carga más sino son un regalo que Él hace para mantener viva y fecunda la vocación. La cercanía a Dios, la cercanía al obispo, la cercanía entre nosotros sacerdotes y la cercanía al santo Pueblo fiel de Dios.

Frente a la tentación de encerrarnos en discursos y discusiones interminables sobre la teología del sacerdocio o sobre teorías de lo que debería ser, el Señor mira con ternura y compasión y ofrece a los sacerdotes las coordenadas desde donde discernir y mantener vivo el ardor por la misión: cercanía, que es tierna y compasiva, cercanía a Dios, al obispo, a los hermanos presbíteros y al pueblo que le fue confiado. Cercanía con el estilo de Dios que es cercano, compasivo y tierno.

Gracias a todos ustedes por la cercanía y la paciencia, ¡muchas gracias! Buen trabajo. Yo voy ahora a la biblioteca porque tengo muchos encuentros esta mañana. Recen por mí y yo rezaré por ustedes. ¡Buen trabajo!

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Romana, n. 74, Enero-Junio 2022, p. 15-27.

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