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Carta del 28 de octubre, sobre las características de la dedicación a la Obra de los fieles según las distintas circunstancias personales

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Con el centenario del nacimiento de la Obra en el horizonte, y pensando en el vasto panorama apostólico que el Señor nos pone ante los ojos, querría que meditásemos, pausadamente y con profundidad, en la enseñanza de san Josemaría sobre cómo se concreta para cada una y cada uno la universal vocación cristiana a la santidad. Desde el principio, nuestro Padre comprendió que la universalidad de la llamada comportaba la posibilidad de la plenitud del amor a Dios y a los demás también en medio del mundo; en nuestro mundo real, con sus luces y sombras.

I. El don de la vocación

Una gracia soberana

Dios elige y llama a todos: «Nos ha elegido en sí mismo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor» (Ef 1,4). La conciencia y responsabilidad ante este don, mantenidas con juventud de alma, nos llevarán a colaborar en la santificación del mundo. En comunión con todos en la Iglesia, procuremos responder con generosidad a la determinación de esa vocación cristiana para cada uno de nosotros en el Opus Dei.

Veamos la grandeza de esta llamada, que llena nuestro caminar en este mundo con un sentido de eternidad, a pesar de nuestras limitaciones y errores, y de las dificultades que encontramos en el camino: «a pesar de los pesares», como solía decir nuestro Padre.

San Josemaría hablaba de «la gracia soberana de la vocación». No se trata de algo de un momento, sino de una gracia permanente: «Es una visión nueva de la vida (…) como si se encendiera una luz dentro de nosotros»; y es, a la vez, «un impulso misterioso», una «fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador»[1]. En pocas palabras, se trata de una gracia que abraza nuestra vida entera y que se manifiesta como luz y como fuerza. Luz, que nos hace ver el camino, lo que Dios quiere de nosotros; y fuerza, para ser capaces de responder a la llamada, decir que sí y seguir adelante en ese camino.

En una de sus cartas, nuestro Padre escribe que «en la vocación intervienen solamente la gracia de Dios –como causa propia– y la generosidad del interesado, movido por esta gracia»[2]. El Señor siempre quiere que nuestra libertad –con la gracia, que no nos quita la libertad, sino que la perfecciona– tenga un papel decisivo en la respuesta y, por tanto, en la configuración misma de la vocación. Una libertad que cuenta, para el previo discernimiento, también con la luz de los consejos de quienes pueden y deben darlos.

Un mismo espíritu

Todos en la Obra –cada uno en sus circunstancias personales– tenemos una misma vocación: llamada a ser y hacer el Opus Dei, con un mismo espíritu, con una misma misión apostólica, con unos mismos medios.

Todos tenemos el mismo espíritu, que nos mueve a santificar la vida ordinaria y, de un modo especial, el trabajo. «No hay en la tierra una labor humana noble que no se pueda divinizar, que no se pueda santificar. No hay ningún trabajo que no debamos santificar y hacer santificante y santificador»[3]. Este espíritu nos lleva a buscar la unión con Dios en lo que afrontamos en cada momento de nuestra vida. Por eso, la santificación del trabajo es quicio alrededor del cual gira, en correspondencia a la gracia, nuestra búsqueda de la santidad, de la identificación con Jesucristo.

Esto lleva consigo una visión positiva de las realidades terrenas, que son las que Dios nos ha dado. Amamos este mundo, sin ignorar lo que en él se opone al bien (cfr. 1 Jn 2,15). Sus inquietudes son también las nuestras y, si sus alegrías normalmente nos facilitan amarlo, sus tristezas nos deben conducir a amarlo todavía más. Qué consuelo y qué sentido de responsabilidad suscitan estas palabras de san Pablo: «Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23).

Y si la santificación del trabajo es quicio de nuestra santidad, el sentido de la filiación divina es fundamento. Filiación que es, por la gracia santificante, nuestra introducción en la vida divina de la Santísima Trinidad, como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. «Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable, llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo»[4].

Al ser fundamento, la filiación divina da forma a nuestra vida entera: nos lleva a rezar con confianza de hijos de Dios, a movernos por la vida con soltura de hijos de Dios, a razonar y decidir con libertad de hijos de Dios, a enfrentar el dolor y el sufrimiento con serenidad de hijos de Dios, a apreciar las cosas bellas como lo hace un hijo de Dios. En definitiva, la filiación divina «está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[5]. Y se expande necesariamente en fraternidad. «El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16). Este testimonio es en nosotros el amor filial a Dios[6], que lleva consigo el amor fraterno. «Otros beben de otras fuentes. Para nosotros, ese manantial de dignidad humana y de fraternidad está en el Evangelio de Jesucristo»[7].

Centro y raíz de nuestra vida espiritual, en fin, es el Sacrificio Eucarístico. Es raíz objetivamente, porque «la obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la Cruz, por medio del cual “Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1 Co 5,7)»[8].

Pero que subjetivamente la vida esté realmente centrada en la Eucaristía depende también de la personal correspondencia a la gracia: «Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar»[9].

Del centro eucarístico de la vida cristiana surge también el desarrollo y la eficacia de la misión apostólica: «Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!»[10].

Una misma misión apostólica

Tenemos la misma misión apostólica: estamos igualmente llamados a santificarnos y a colaborar con la misión de la Iglesia en la transformación cristiana del mundo; en nuestro caso, viviendo el espíritu del Opus Dei. La misión propia de la Obra solo puede ser comprendida adecuadamente dentro de la gran misión de la Iglesia, en la que «todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida»[11].

Solo en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, recibimos la fuerza para servir con fecundidad al mundo de nuestro tiempo. Por eso, aun con todos nuestros límites, compartimos los afanes, las preocupaciones y los sufrimientos de la Iglesia en cada época y en cada lugar. Cada una y cada uno podemos hacer nuestra aquella actitud de san Pablo: «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?» (2 Co 11,29).

La misión apostólica no se limita a unas determinadas actividades, porque desde el amor a Jesucristo todo lo podemos transformar en servicio cristiano a los demás. Cada uno realiza enteramente la misión de la Obra con su propia vida: en su familia, en su lugar de trabajo, en la sociedad en la que vive, entre sus amigos y conocidos. Por eso se entiende la insistencia de san Josemaría para que en la Obra se dé siempre «una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas»[12]. Y de ahí también que el apostolado principal en la Obra sea el de amistad y confidencia, realizado personalmente por cada una y cada uno.

A la luz de todo esto, se comprende mejor en qué sentido «todas las tareas apostólicas y los instrumentos para ponerlas en marcha, son onus et honor, carga y honor de todos: numerarios, agregados y supernumerarios, y también de los cooperadores»[13]. La misión apostólica la realizamos, por la comunión de los santos, todos juntos en todas partes. Por eso, refiriéndose a todos en la Iglesia, san Josemaría recuerda que «si ponemos los medios, seremos la sal, la luz y la levadura del mundo: seremos el consuelo de Dios»[14].

Unos mismos medios

Para llevar a cabo nuestra misión, Cristo es el camino. Y para seguirle como discípulos y apóstoles, todos en el Opus Dei tenemos los mismos medios: las mismas normas y costumbres de vida cristiana, y los mismos medios de formación espiritual y doctrinal. Según las circunstancias personales, se viven de un modo o de otro, pero el conjunto es siempre sustancialmente el mismo.

Conviene no perder de vista que se trata de medios –y no de fines– que conducen, por la gracia de Dios, a crecer en la vida contemplativa en medio de los afanes humanos, alimentados por la sobreabundancia de la vida en Cristo que nos dan los sacramentos, y muy especialmente la Sagrada Eucaristía.

Las prácticas de piedad son parte de un diálogo de amor que abarca toda nuestra vida y que nos llevan a un encuentro personal con Jesucristo. Son momentos en los que Dios nos espera para compartir su vida con la nuestra. El esfuerzo por cumplirlas nos libera, pues «la santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos (…). La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural»[15].

De este modo, confiando en la misericordia de Dios, procuraremos vivir buscando siempre la perfección de la caridad, según el espíritu que Dios nos ha dado. Ser santos no es hacer cada vez más cosas o cumplir ciertos estándares que nos hayamos impuesto como tarea. El camino a la santidad, como nos explica san Pablo, consiste en corresponder a la acción del Espíritu Santo, hasta que Cristo esté formado en nosotros (cfr. Ga 4,19).

Unidad y diversidad

Nuestro Padre veía la labor de la Obra como «un solo tejido», compuesto por los distintos modos de vivir la misma vocación. Por eso insistía en que en la Obra no hay clases, ni miembros de primera o de segunda: ni por las distintas modalidades en que se vive la vocación, ni por el tipo de trabajo profesional que se desempeña. Como en cualquier realidad de carácter sobrenatural, lo esencial –que no se puede juzgar en esta tierra– es la correspondencia al amor de Dios.

San Josemaría expresaba esta unidad de vocación diciendo que la nuestra es «una sola vocación divina, un solo fenómeno espiritual, que se adapta con flexibilidad a las condiciones personales de cada individuo y a su propio estado. La identidad de vocación comporta una igualdad de dedicación, dentro de los límites naturales que imponen esas diversas condiciones»[16].

Como es natural, la unidad y diversidad en la Obra incluyen la relativa a hombres y mujeres: es unidad de espíritu, de misión apostólica y de medios, junto a la separación de actividades propias de unas y otros. Además, entre hombres y mujeres, en los asuntos comunes a toda la Obra, hay unidad de dirección a nivel central y regional. Los órganos de gobierno de hombres y de mujeres tienen idéntica iniciativa y responsabilidad. En determinados casos importantes establecidos por el Derecho, tienen la misma capacidad de aceptar o rechazar las propuestas del Prelado o, en las Regiones, las del Vicario regional.

Con toda nuestra vida

Podría parecer que algunos tienen mayor dedicación a la misión de la Obra que los demás. No es así. Todos viven con igual dedicación, porque ser y hacer el Opus Dei no consiste solo, ni principalmente, en colaborar en determinadas tareas o en las labores corporativas de apostolado. La vocación y la correspondiente misión abarcan toda nuestra vida, no solo una parte; toda la vida es ocasión y medio de encuentro con Jesucristo y de apostolado.

A propósito de esto mismo, escribía san Josemaría que nuestra llamada supone un «encuentro vocacional pleno, porque –cualquiera que sea el estado civil de la persona– es plena su dedicación al trabajo y al fiel cumplimiento de sus propios deberes de estado, según el espíritu del Opus Dei. Por esto, dedicarse a Dios en el Opus Dei no implica una selección de actividades, no supone dedicar más o menos tiempo de nuestra vida para emplearlo en obras buenas, abandonando otras. El Opus Dei se injerta en toda nuestra vida»[17]. Encuentro vocacional pleno, omnicomprensivo de la propia vida, con plenitud de dedicación, pues en todo hay una llamada de Dios a amarle y a servir a los demás, con un amor que es libertad interior. Por eso, como comentaba don Álvaro, «exige la Obra una gran elasticidad: un mínimo de reglamento, porque es necesario; pero mínimo, para que la letra no mate el espíritu: Littera enim occidit, spiritus autem vivificat (2 Co 3,6)»[18].

Con estas páginas querría invitaros también a renovar el agradecimiento al Señor por el don de la vocación. Un agradecimiento gozoso, no solo por la belleza de la Obra, al considerarla tal como la quiere Dios en su conjunto, sino también al contemplar, cada una y cada uno, cómo esa belleza se hace plenamente presente en el modo personal en que cada fiel de la Prelatura vive esa misma vocación: como numerarios –en el caso de las mujeres, también como numerarias auxiliares–, como agregados, como supernumerarios o como socios de la Sociedad sacerdotal de la Santa Cruz.

En este contexto, querría insistir en lo que os escribía hace unos meses: la experiencia de la debilidad personal propia y ajena, en comparación con la estupenda propuesta que la fe cristiana y el espíritu de la Obra nos presentan, no nos debe producir desánimo. Ante el desencanto que pueda producirnos la desproporción entre el ideal y la pobre realidad de nuestra vida, tengamos la seguridad de que podemos recomenzar cada día con la fuerza de la gracia del Espíritu Santo[19].

II. La vocación a la Obra como numeraria y numerario

«En el corazón de la Obra, los numerarios –llamados a una especial misión de servicio– saben ponerse a los pies de todos sus hermanos, para hacerles amable el camino de la santidad; para atenderles en todas sus necesidades del alma y del cuerpo; para ayudarles en sus dificultades y hacer posible, con su entregado sacrificio, el apostolado fecundo de todos»[20]. De este modo los numerarios dan vida a sus hermanos: su labor, «al mantener activo y despierto el espíritu en todos, trae como consecuencia una realidad extraordinaria de fraternidad y de unidad»[21].

En las numerarias y numerarios, la vocación al Opus Dei está determinada por el don del celibato apostólico y la plena disponibilidad para las tareas de formación y las labores apostólicas. Esta disponibilidad, entendida y realizada como una especial misión de servicio a los demás, se ve facilitada en principio por el hecho de que los numerarios viven en un centro de la Obra. Sin embargo, pueden presentarse muchas circunstancias que hagan conveniente que no sea así. Eso no afecta ni a su identidad ni a su misión, pues siempre se sabrán al servicio de todos los demás, residan donde residan.

Un corazón disponible

La disponibilidad de los numerarios para servir a los demás consiste en una auténtica disponibilidad del corazón: la libertad efectiva de vivir solo para Dios y, por él, para los demás, unida a la voluntad de ocuparse de las tareas que en la Obra se necesiten.

Para unos, la disponibilidad se concretará en colaborar en tareas de formación y labores apostólicas, mientras se dedican a un trabajo profesional correspondiente a sus talentos, estudios y preferencias, para llevar allí la alegría del Evangelio. Para otros, se tratará de dedicarse como trabajo profesional a la administración de los centros de la Obra, o a tareas de formación, de gobierno, de dirección o de colaboración en actividades apostólicas.

Por otra parte, la disponibilidad no se limita a una actitud pasiva de hacer lo que me pidan, sino que se manifiesta en su plenitud cuando pensamos qué talentos hemos recibido de Dios para ponerlos a disposición de la misión apostólica; nos adelantamos, nos ofrecemos, con iniciativa. Por eso, la disponibilidad no es inmovilidad sino, al contrario, el deseo habitual de moverse al paso de Dios.

Es preciso entender y vivir la plena disponibilidad como libertad, en el sentido de no tener más atadura que el amor (es decir, no estar atados necesariamente a un trabajo, a un lugar de residencia, etc., sin dejar por eso de estar bien arraigados donde estemos). Lo que nos hace libres no son las circunstancias externas, sino el amor que llevamos en el corazón.

Como concreción de esa particular tarea de servicio, nuestro Padre ha previsto que la labor de gobierno en el Opus Dei recaiga en las numerarias y los numerarios. La dedicación a esos trabajos es necesaria, pues sostiene la vida del conjunto. Sin embargo, sería equivocado pensar que están más disponibles o que hacen más el Opus Dei quienes tienen esa dedicación a las tareas de gobierno o de formación. En este sentido, don Javier escribía en una de sus cartas: «No hay más remedio que algunas hijas y algunos hijos míos recorten su actividad profesional –o incluso la dejen de lado completamente, al menos por algún tiempo–, para dedicarse a ayudar a sus hermanos en la vida espiritual y dirigir la labor apostólica»[22].

Nuestro Padre expresa en muchos lugares esa plena disposición interior; por ejemplo: «Todos con vocación divina, los numerarios han de darse directamente e inmediatamente al Señor en holocausto, entregando todo lo suyo, su corazón entero, sus actividades sin limitación, su hacienda, su honra»[23]. Se trata precisamente de entregar libremente, para hacer la Obra, todas las actividades, sean las que sean, sin limitaciones. Como es obvio, hay a veces circunstancias que condicionan objetivamente la posibilidad de asumir algunos encargos o tareas en un determinado momento. Por eso, insisto en que lo importante es la disposición interior de plena disponibilidad a servir a los demás, por amor a Jesucristo.

Un grupo clavado en la Cruz

Recordemos también estas otras palabras de san Josemaría: «Nuestro Señor no quiere una personalidad efímera para su Obra: nos pide una personalidad inmortal, porque quiere que en ella –en la Obra– haya un grupo clavado en la Cruz: la Santa Cruz nos hará perdurables, siempre con el mismo espíritu del Evangelio, que traerá el apostolado de acción como fruto sabroso de la oración y del sacrificio»[24]. Nuestro Padre no indica quiénes forman este grupo clavado en la Cruz, pero don Álvaro, en la nota que comenta este párrafo, señala que ya se ven aquí anunciados o aludidos los diversos modos de vivir la vocación en la Obra. Por el contexto podemos pensar que, en este caso, se refiere sobre todo a los numerarios y numerarias.

En algunos otros lugares, san Josemaría se refiere también a los sacerdotes como especialmente clavados en la Cruz. Y es que, en realidad, clavados en la Cruz tenemos que estar todos, también los agregados y los supernumerarios, porque allí es donde encontramos al Señor, como dice nuestro Padre en palabras que expresan una profunda experiencia personal suya: «Tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo y, por eso, ser hijos de Dios»[25].

Aunque a las numerarias y numerarios tal vez pueda resultaros humanamente costoso dejar por un tiempo una previa profesión, para dedicaros profesionalmente a otro tipo de actividades (la administración de los centros de la Obra, el gobierno, la formación, la dirección o la colaboración en actividades apostólicas), se trata de un fecundo encuentro con la Cruz, lugar de la más profunda identificación con Cristo y fuente, muchas veces insospechada, de una gran alegría sobrenatural.

Cuando pedimos la admisión en la Obra conocemos y adoptamos libremente –¡por amor!– esta actitud de disponibilidad, que nos lleva a sumarnos a un proyecto divino. Al mismo tiempo, como todo en la vida espiritual, la efectiva maduración de la entrega va creciendo con el tiempo. Este crecimiento se da a través de la formación, de la vida interior y con diversas experiencias de disponibilidad –pequeños cambios de planes, encargos, etc.– que preparan el alma para grandes cambios, si fuesen necesarios. Como es natural, los directores siempre procuran contar previamente con el parecer de los interesados cuando se trata de encargos o cambios de entidad importante, aunque estos, manifestando con sencillez las dificultades que puedan ver, mantienen la disposición de estar para lo que haga falta, por amor a Dios y a las almas.

Lo decisivo, insisto, es que cada uno tenga esta disposición interior habitual de entrega a sus hermanos y a tantísimas otras personas que esperan nuestro servicio cristiano: «Levantad los ojos y mirad los campos que están dorados para la siega» (Jn 4,35).

Esta actitud es perfectamente compatible con una sana ambición profesional y con una preocupación lógica y responsable de sostenerse económicamente y de atender a las necesidades de nuestra familia sobrenatural. La disponibilidad para cambiar de tarea profesional, si la Obra lo requiere, precisamente para dedicarse a la formación de otros, va de la mano con la convicción de ser mujeres y hombres que quieren estar, como sus iguales, en los desafíos del mundo, porque su misión es ayudar a transformarlo y llevarlo a Dios. Y eso se hace también de un modo muy eficaz desde los puestos de dirección y de formación en la Obra.

Las numerarias y los numerarios vivís el don del celibato apostólico como plenitud de amor en Cristo, que abre a una paternidad y maternidad espirituales. Estáis llamados a ser un testimonio vivo de entrega total a Dios, en medio del mundo, con una disponibilidad plena al servicio de todos: enamorados de Jesús, de los demás y del mundo. Recibís una peculiar llamada a custodiar una familia sobrenatural y a preocuparos por vuestros hermanos.

Tenéis un horizonte amplísimo: con vuestra vida entregada, a veces quizá escondida y sin brillo humano, llegáis con fecundidad hasta el último rincón del mundo.

III. La vocación a la Obra como numeraria auxiliar

Las numerarias auxiliares tenéis una función especial de servicio, que desarrolláis creando y manteniendo el ambiente de hogar cristiano en los centros de la Obra. Hacéis realidad esta tarea con vuestro trabajo profesional, que en vuestro caso es la Administración. Como sabéis, no se trata solo de realizar una serie de tareas materiales, que en diversas medidas podemos y debemos hacer entre todos, sino de preverlas, organizarlas y coordinarlas de tal manera que el resultado sea precisamente ese hogar donde todos se sientan en casa, acogidos, afirmados, cuidados y, a la vez, responsables. Esto, que por lo demás tiene gran importancia para toda persona humana, repercute en la fisonomía y en el temple espiritual de la Obra entera, de todos y cada uno de sus miembros. Las mujeres os convertís así «en un apoyo insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás, que perciben la gran energía»[26] de vuestro espíritu.

La prioridad de la persona y de la familia

Con vuestro trabajo cuidáis y servís la vida en la Obra, poniendo la persona singular como foco y prioridad de vuestra labor. Esto es una expresión muy concreta de que la Obra es familia; una familia verdadera, no en sentido metafórico. Recordáis cómo nuestro Padre nos ha dicho tantas veces que los vínculos en la Obra son más fuertes que los de la sangre, cosa que tiene consecuencias también afectivas, de cariño mutuo.

San Josemaría consideraba con frecuencia que el trabajo de la Administración es el mismo que realizaba la Virgen. Por esto, el aire de familia de la Obra debe ser como un trasunto, como una continuación de lo que fue –aunque no lo hayamos visto, lo podemos imaginar– el ambiente del hogar de Nazaret.

Aunque al trabajo propio de la Administración de los centros se le llame de distintas maneras en las diferentes culturas, las numerarias auxiliares en realidad sois hermanas, madres, parte integrante de la familia, igual que el Padre y las demás hijas e hijos. Por la gracia que habéis recibido de Dios para cuidar a todos en la Obra, san Josemaría decía que –si hubiese podido– habría sido numeraria auxiliar. Os llamaba sus hijas pequeñas porque fuisteis las últimas en llegar a la Obra, y no por consideraros menores de edad. Al contrario, confiaba especialmente en vuestra fidelidad, madura y firme, para sacar adelante las grandes intenciones de la Obra.

De todos los ambientes

Es una estupenda realidad que las numerarias auxiliares procedéis de todos los ambientes. De hecho, a veces algunas se plantean la duda acerca de si Dios les pide ser numeraria o numeraria auxiliar. Un elemento a tener presente, entre otros, es la propia inclinación a las tareas más directamente orientadas al servicio y cuidado de las personas. Como es natural, el discernimiento depende, en último término, de cada una, con la orientación de la dirección espiritual y de las directoras.

En todo caso, se comprende que el trabajo de la Administración reviste una gran dignidad: la de dar y mantener el calor de hogar en una familia. Además, quienes trabajan en la Administración, «a través de esa profesión –porque lo es, verdadera y noble– influyen positivamente no sólo en la familia sino en multitud de amigos y de conocidos, en personas con las que de un modo u otro se relacionan, cumpliendo una tarea mucho más extensa a veces que la de otros profesionales»[27].

Apostolado de los apostolados

San Josemaría valoraba el trabajo de la Administración hasta el punto de considerarlo apostolado de los apostolados. Sin él, la Obra no podría salir adelante.

Es apostolado de los apostolados, en primer lugar, porque en sí mismo es un apostolado directísimo. Insisto en que no se limita a proporcionar unos servicios materiales, en sí mismos necesarios e importantes; sobre todo es que esa tarea, transformada en oración, influye muy directamente en la formación humana y espiritual de las personas del centro administrado. El ambiente que creáis forma, y forma mucho.

Vuestro trabajo bien realizado, en efecto, materializa un espíritu y lo comunica eficazmente por la vía de los hechos, de modo concreto y constante. Por eso procuráis dar la mayor profesionalidad posible al trabajo del hogar, como cada uno de mis hijos hace con su propia tarea. Y al elevarlo al horizonte del trabajo santificado, ponéis la competencia profesional directamente al servicio de las personas, convirtiéndolo en un factor de humanización y de inspiración para el trabajo profesional de todos.

En segundo lugar, el trabajo de la Administración es apostolado de los apostolados porque hace posibles los demás, actuando a modo de savia e impulso, especialmente en la medida en que procuráis transformarlo en diálogo con Dios. «Al trabajar en la Administración –os escribía san Josemaría–, participáis en todos los apostolados, colaboráis en toda la labor. Su buena marcha es una condición necesaria, el mayor de los impulsos para toda la Obra, si lo hacéis con amor de Dios»[28]. Se nota mucho cuando, en los comienzos del trabajo apostólico en un país o en una ciudad, aún no hay Administración; también se nota que, cuando ya la hay, la Obra toma más vida y más dinamismo. Además, como es lógico, las numerarias auxiliares colaboráis en muchas otras actividades apostólicas, en la medida en que os resulta posible en cada caso.

También decimos que la Administración es la columna vertebral de la Obra, porque sostiene todo el cuerpo, que de otro modo no se mantendría derecho. Esto es así, gracias a Dios; se trata de algo que debemos considerar y valorar siempre. Naturalmente, también constituís esta columna vertebral y este apostolado de apostolados las otras numerarias que trabajáis en la Administración.

Mis hijas numerarias auxiliares tenéis una misión entusiasmante: trasformar este mundo, hoy tan lleno de individualismo e indiferencia, en un auténtico hogar. Vuestra tarea, realizada con amor, puede llegar a todos los ambientes. Estáis construyendo un mundo más humano y más divino, porque lo dignificáis con vuestro trabajo convertido en oración, con vuestro cariño y con la profesionalidad que ponéis en el cuidado de las personas en su integridad.

IV. La vocación a la Obra como agregada y agregado

Con carácter propio

Los agregados hacéis el Opus Dei principalmente a través de un hondo apostolado personal en vuestro propio ambiente profesional y familiar, y colaborando con los numerarios en la atención de los demás fieles de la Obra. Manifestáis con vuestras vidas el carácter libérrimo que tiene la actividad apostólica de todo bautizado, llevándola adelante con todas las energías de un corazón célibe. Por esto podía deciros san Josemaría: «Os tengo envidia, vuestra entrega a Dios es total y plena como la mía, pero podéis llegar más lejos»[29]. ¿Qué quería decir con esto? Quería decir que lo principal es estar en medio del mundo, en medio de las actividades, de los trabajos, de las familias, para llevar ahí la vida cristiana.

Os encontráis en circunstancias muy variadas y os movéis en toda clase de ambientes profesionales. Vuestra vida se abre a un campo ilimitado de posibilidades en las que encarnar y difundir el espíritu del Opus Dei. Por la variedad de vuestros orígenes, llegáis a todo el tejido social; por la mayor permanencia en cada lugar, facilitáis el enraizamiento de los apostolados en el territorio; vuestro modo de vida os permite cultivar una gran diversidad de relaciones y hacerlo de un modo muy estable: familiares, profesionales, de vecindad, en el pueblo, ciudad o país donde residís. «Llegáis a más», como afirmaba san Josemaría, no solo en extensión del apostolado, sino en profundidad, también porque mostráis vivencialmente lo que supone una entrega a Dios en medio del mundo, con corazón indiviso.

Se entiende muy bien, por esto, que nuestro Padre deseara que los agregados fueseis el doble en número que los numerarios: porque lo principal es la labor en medio de las circunstancias ordinarias y de los trabajos propios de cada una y de cada uno.

Si alguno, planteándose su posible vocación a la Obra, dudase entre numerario o agregado, podría ser necesario hacerle ver que sería una equivocación pensar que ser numerario es más que ser agregado. Esto tiene mucha importancia en el discernimiento de la vocación. Hay casos en que la manera en la que se concreta la vocación a la Obra es evidente: por ejemplo, un hombre casado puede ser supernumerario, pero no agregado ni numerario. Sin embargo, hay otros casos menos evidentes, y el último discernimiento lo tiene que hacer la persona interesada: es ella la que experimenta lo que Dios le pide concretamente, dentro de una única y común vocación. Lógicamente, por prudencia, es muy oportuno aconsejarse en la dirección espiritual, y también con los directores, que conocen a la persona y desearán discernir con ella cuál es la voluntad de Dios.

El buen olor de Cristo

Refiriéndose concretamente a las agregadas y a los agregados, san Josemaría escribía: «A través de su trabajo –que a veces realizan en obras corporativas–, en todas las circunstancias de la sociedad, en todos los sitios, en los más diversos rincones de la tierra, llevan a todas partes, entre sus compañeros, el buen olor de Cristo; y se esfuerzan en orientar con sentido cristiano las tareas –tanto oficiales como privadas– sociales, profesionales, económicas, etc., de los que pertenecen a su propia clase y condición social. Y esto sin necesidad, ordinariamente, de que cambien de domicilio o de trabajo»[30]. Por eso, he escuchado directamente a don Javier afirmar –recogiendo una enseñanza de san Josemaría– que las agregadas y los agregados expresáis de un modo especialmente claro lo que es el Opus Dei, por la santificación de la vida ordinaria, del trabajo profesional y de la vida familiar, sin cambiar de sitio.

Los agregados en ocasiones trabajáis en obras corporativas de enseñanza o en otras actividades apostólicas. Sin embargo, no es ese vuestro principal modo de participar en la misión de la Obra, pues toda ella está en vuestras manos. A veces es necesario que asumáis esos encargos, pero lo principal es la santificación de la vida ordinaria, el trato de amistad y confidencia con la gente, y cuando sea el caso acompañar a vuestros amigos a los medios de formación de las labores de san Rafael y de san Gabriel… En una palabra, Dios os llama a ser levadura en medio de la masa. Lo importante en vosotros, insisto, es la labor en medio de las circunstancias ordinarias y de los trabajos propios de cada una y de cada uno.

V. Sacerdotes de la Prelatura

De entre los numerarios y agregados surgen las vocaciones al sacerdocio en la Obra, esenciales como los laicos en la realidad teológica y jurídica de la Prelatura. Esta llamada no es una coronación de la vocación a la Obra, sino un nuevo modo de vivirla, con «más obligación que los demás de poner el corazón en el suelo como una alfombra, para que sus hermanos pisen blando»[31].

Junto a lo propio del ministerio sacerdotal en la Iglesia –que tiene su centro en la Eucaristía–, los sacerdotes de la Prelatura se dedican principalmente al servicio ministerial de los demás fieles y a la atención sacerdotal de sus actividades apostólicas. Concretamente, por la peculiar misión pastoral de la Prelatura, se ocupan sobre todo de la celebración de los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, de la predicación de la Palabra de Dios, de la dirección espiritual y de una extensa tarea de formación doctrinal.

El hecho de que los sacerdotes de la Prelatura vivan, como los demás, el espíritu de la Obra, implica un cierto estilo sacerdotal: en su ministerio reflejan necesariamente la secularidad; respetan y promueven con gran delicadeza la responsabilidad y la iniciativa de los fieles laicos; actúan de manera sobrenatural para acercar las personas a Dios; fomentan en los demás la libertad de espíritu, que es amar; actúan con iniciativa para tener un abundante trabajo sacerdotal. Naturalmente, en la medida de lo posible, también colaboran en actividades de las diócesis.

Al servicio de los demás

Al comienzo de una de sus cartas, especialmente dirigida a sus hijos sacerdotes, san Josemaría escribía: «Os habéis ordenado, hijos míos sacerdotes, para servir. Dejadme que comience con el recuerdo de que vuestra misión sacerdotal es una misión de servicio. Os conozco, y sé que esta palabra –servir– resume vuestros afanes, vuestra vida toda, y es vuestro orgullo y mi consuelo: porque esa buena y sincera voluntad que tenéis –como vuestros hermanos laicos y vuestras hermanas– de estar ocupados siempre en hacer el bien a los demás, me da derecho a decir que sois gaudium meum, et corona mea (Flp 4,1); mi gozo y mi corona»[32].

A los sacerdotes, el espíritu de servicio os mueve a sentiros y a ser en la práctica uno más entre vuestros hermanos, conscientes de que en la Obra hay «una sola clase, aunque esté formada por clérigos y laicos»[33]. Al mismo tiempo, con vuestro ejemplo y vuestra palabra, procuráis ser como despertadores de los deseos de santidad en los demás e instrumentos de unidad en la Obra. Siendo siempre muy cercanos a todos, procurad mantener un tono humano adecuado, la gravedad sacerdotal en el modo de presentaros, en las conversaciones, etc.

Hijos míos, si san Josemaría decía a todos que «es de Cristo de quien hemos de hablar, y no de nosotros mismos»[34], los sacerdotes os esforzáis especialmente por no brillar, por no ser protagonistas, procurando que el protagonismo y el brillo de vuestra vida sean los de Jesucristo, y que brillen en todo caso vuestras hermanas y vuestros hermanos. Para esto, como sabéis bien y procuráis vivir, es especialmente necesaria vuestra unión con Dios, vuestra oración y sacrificio alegre, en unidad de vida.

VI. Sobre el celibato apostólico de los numerarios y agregados

La vocación a la Obra en los numerarios y agregados, y numerarias y agregadas, comporta el celibato apostólico, que es un don de Dios y respuesta a ese don por correspondencia de amor al Amor. «Tened siempre presente que es el Amor –el Amor de los amores– el motivo de nuestro celibato»[35]. Por esto, no hay que considerar el celibato solo ni principalmente como una opción funcional, es decir, como algo adecuado para dedicarnos más a la labor de la Obra o para poder ir de un sitio a otro. Es verdad que el celibato hace eso posible o lo facilita, pero su motivo fundamental es el de ser un particular don de identificación con la vida de Cristo. «El celibato debe ser un testimonio de fe: la fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida, que solo puede tener sentido a partir de Dios. Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a la familia, significa acoger y experimentar a Dios como realidad, para así poderlo llevar a los hombres»[36].

El celibato apostólico no nos separa de los demás; pero al comportar un compromiso de corazón indiviso para Dios ha de notarse en un tenor de vida entregada, análogo al de una persona casada, que no se comporta como si no tuviera ningún compromiso de fidelidad a su consorte.

La vocación, vivida con radicalidad, a veces choca con los estándares del mundo. También aquí podemos aplicar estas palabras más generales de san Josemaría: «“Y ¿en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, no parecerá postiza mi naturalidad?”, me preguntas. –Y te contesto: Chocará sin duda, la vida tuya con la de ellos; y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido»[37].

Renovemos siempre de nuevo el convencimiento de que el don del celibato apostólico manifiesta una predilección divina, una llamada a una especial identificación con Jesucristo, que comporta también, incluso humanamente, pero sobre todo sobrenaturalmente, más capacidad para querer a todo el mundo. De ahí que el celibato, que prescinde de la paternidad y de la maternidad físicas, haga posible una maternidad o paternidad espirituales mucho más grandes. Pero, en cualquier caso, estará de hecho más identificado con Cristo quien ame más al Señor, ya sea célibe o casado, pues también el matrimonio es un «camino divino en la tierra»[38].

VII. La vocación a la Obra como supernumeraria y supernumerario

Es mucha gracia de Dios

La mayor parte de los fieles del Opus Dei la formáis los supernumerarios, que procuráis santificar todas las facetas de vuestra vida, y de modo especial la vida matrimonial y familiar, puesto que ordinariamente sois personas casadas. En 1947, san Josemaría escribía así a sus hijos de España, contestando a unas consideraciones que había recibido sobre los supernumerarios: «Leí las notas de los supernumerarios. (…) En la próxima semana te devolveré las cuartillas, con alguna indicación concreta: de todas formas, adelanto que no podremos perder de vista que no se trata de la inscripción de unos señores en determinada asociación (…) ¡Es mucha gracia de Dios ser supernumerario!»[39]. Es Dios quien da la gracia: mucha gracia, dice san Josemaría; y una gracia grande: la de la vocación a la Obra. Para los supernumerarios, esta vocación comporta una ayuda especial para recorrer el propio camino de santificación: el marcado por el bautismo y, en la mayor parte de los casos, por la recepción del sacramento del matrimonio y la formación de una familia.

La llamada presupone una elección y se dirige, como he escrito antes, a una misión: ser y hacer el Opus Dei en la Iglesia. En la Instrucción de San Gabriel, refiriéndose a las supernumerarias y a los supernumerarios, escribe san Josemaría: «Yo veo esta gran selección actuante (…). Todos, cada uno sabiéndose escogido por Dios, para lograr su santidad personal en medio del mundo, precisamente en el lugar que en el mundo ocupa, con una piedad sólida e ilustrada, de cara al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada momento»[40]. Por tanto, no veamos nunca la vocación como un conjunto de exigencias, de obligaciones –aunque las tenga, lógicamente– sino, antes que nada, como una elección de Dios, como un gran don de Dios.

El horizonte que da sentido a vuestra misión es ser «una levadura que divinice a los hombres y, al hacerlos divinos, los haga al mismo tiempo verdaderamente humanos»[41]. Como Aquila y Priscila, que acogieron a san Pablo en Corinto (cfr. Hch 18,2) y que fueron quienes anunciaron el Evangelio a Apolo y a muchos más (cfr. Hch 18,26; Rm 16,3; 1 Co 16,19); como tantos de aquellos primeros cristianos que tenían una vida tan normal como la de sus contemporáneos y que, al mismo tiempo, eran sal de la tierra y luz de un mundo que estaba en tinieblas.

«Entre los supernumerarios, hay toda la gama de las condiciones sociales, de profesiones y de oficios. Todas las circunstancias y las situaciones de la vida son santificadas por esos hijos míos –hombres y mujeres–, que dentro de su estado y de su situación en el mundo, se dedican a buscar la perfección cristiana con plenitud de vocación»[42]. Fijaos en cómo insiste nuestro Padre en la plenitud de vocación. Por lo que se refiere a la variedad, es claro que se sigue del hecho de que la Obra es un camino de santificación y apostolado en la vida ordinaria; una vida ordinaria que admite toda la variedad de lo humano y honesto.

Matrimonio y familia

La vocación en la Obra como supernumerario se desarrolla en primer lugar en el ámbito familiar. «Vuestro primer apostolado está en el hogar»[43]. San Josemaría tenía la ilusión de que los hogares de los supernumerarios y de las supernumerarias fueran «luminosos y alegres», «centros de irradiación del mensaje evangélico»[44]. Esta es la herencia que dejáis a la sociedad. Por eso, también os escribía: «La formación que os da el Opus Dei os lleva a valorar la belleza de la familia, la obra sobrenatural que significa la fundación de un hogar, la fuente de santificación que se esconde en los deberes conyugales»[45].

Además, estáis llamados a influir positivamente en otras familias. En particular, ayudando a que su vida familiar tenga un sentido cristiano y preparando a la juventud para el matrimonio, para que muchos jóvenes se ilusionen y estén en condiciones de formar otros hogares cristianos, de los que puedan surgir también las numerosas vocaciones al celibato apostólico que Dios quiera.

También los solteros y los viudos –y, naturalmente, los matrimonios sin hijos– podéis ver en la familia un primer apostolado, pues siempre tendréis, de un modo u otro, un ambiente familiar que cuidar.

Incidir cristianamente en el propio entorno

San Josemaría veía en vosotros una gran movilización de cristianos, que irradia en su trabajo y en su entorno social el amor de Cristo, principalmente a través de su apostolado de amistad y confidencia. Y que, al hacerlo, contribuye también a mejorar las estructuras propias de la sociedad, haciéndolas cada vez más humanas y acordes con la vida de hijos de Dios, tomando una parte activa en la solución de los problemas de nuestro tiempo. «Hacéis un apostolado fecundísimo, cuando os esforzáis por orientar con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajáis y os movéis»[46].

Es claro que la vocación y la consiguiente misión de las supernumerarias y de los supernumerarios no se limita a vivir unas prácticas de piedad, asistir a unos medios de formación y participar en alguna actividad apostólica, sino que abarca toda vuestra vida, porque todo en vuestra vida puede ser encuentro con Dios y apostolado. Hacer el Opus Dei es hacerlo en la propia vida y, por la comunión de los santos, colaborar a realizarlo en todo el mundo. O, como nos recordaba en frase gráfica nuestro fundador, hacer el Opus Dei siendo cada uno Opus Dei.

Sentir la Obra como propia os lleva a tener un vivo interés por formaros, para llevar a Cristo a los demás y dar razón de vuestra fe. De hecho, «la formación que os da el Opus Dei es flexible: se adapta, como el guante a la mano, a vuestra situación personal y social. (…) Siendo en nosotros único el espíritu y únicos los medios ascéticos, se pueden y se deben hacer realidad en cada caso sin rigideces»[47].

La flexibilidad que evita las rigideces no significa que ser supernumerario comporte una menor exigencia de heroísmo o de radicalidad en el seguimiento de Jesucristo. Por eso, conviene que no nos fijemos tanto en la diversidad de circunstancias como en la esencia misma de lo que en esas circunstancias es llamada de Dios, misión dada por Dios. En cualquier situación, de lo que se trata es de estar con Jesucristo, de amar a Jesucristo, de trabajar con Jesucristo y de llevarlo a todas partes.

Cuando san Josemaría escribía que «los supernumerarios se dedican parcialmente al servicio de la Obra»[48], se refería a la disponibilidad material para las labores apostólicas concretas, y no a una parcialidad al hacer la Obra, ya que esta tarea, insisto de nuevo, se realiza con toda la vida. Por eso escribe también nuestro Padre, al hablar sobre la misión apostólica de las supernumerarias y supernumerarios: «No es este un apostolado ejercido de manera esporádica o eventual, sino habitualmente y por vocación, tomándolo como el ideal de toda la vida»[49].

Dios cuenta con que, espontáneamente y con iniciativa, os abráis en abanico y llevéis a todo tipo de personas la alegría del Evangelio. «En vuestra acción apostólica habéis de tener iniciativa, dentro del margen amplísimo que señala nuestro espíritu, para encontrar –en cada lugar, en cada ambiente y en cada tiempo– las actividades que mejor se acomoden a las circunstancias»[50].

Esta es la gran misión de mis hijas e hijos supernumerarios, que no tiene límites: «No deberá haber ningún pueblo, donde no irradie nuestro espíritu algún supernumerario»[51].

VIII. La vocación a la Obra como agregado y supernumerario de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz

«Vosotros sois tan del Opus Dei como yo», decía san Josemaría a los sacerdotes y diáconos, agregados y supernumerarios, de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que no están incardinados en la Prelatura.

Naturalmente, la llamada a la santidad en medio del mundo incluye también a los sacerdotes seculares incardinados en las diócesis. La vocación a la Obra es la misma: la llamada divina a buscar la santidad y ejercer el apostolado en las circunstancias y en el cumplimiento de los deberes propios de cada uno, con el mismo espíritu y los mismos medios ascéticos, y formando parte de la familia del Opus Dei.

La expresión jurídica de la pertenencia a la Obra es ciertamente diversa en los fieles de la Prelatura y en los socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz no incardinados en la Prelatura. Sin embargo, la diversidad de vínculo jurídico (respectivamente, de jurisdicción o asociativo) no quita nada a la identidad de la llamada a tender a la santidad con el mismo espíritu y medios específicos del Opus Dei.

Esta diferencia jurídica permite que la llamada a la Obra no os saque de vuestro sitio, pues permanecéis incardinados en vuestras respectivas diócesis sin que cambie lo más mínimo la relación con vuestro Obispo y los restantes sacerdotes. Vuestra vocación refuerza y facilita, con los medios oportunos, el cumplimiento fiel y generoso de los compromisos sacerdotales y las tareas ministeriales, haciéndoos más amable vuestro camino de santidad. Además, os corresponde especialmente la promoción de las vocaciones sacerdotales, y estáis llamados a ser fermento de unidad con los Obispos y de fraternidad dentro del presbiterio de vuestra diócesis.

¡Cómo os animaba en este sentido nuestro Padre! «Procurad acompañaros, también humanamente. Tened un corazón de carne, que de carne es el corazón con el que amamos a Jesús y al Padre y al Espíritu Santo. Si veis apurado a alguno de vuestros hermanos, ¡id, id a él, no esperéis a que os llame!»[52].

Da alegría considerar que la santificación del trabajo –quicio de la vida espiritual– para los socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz significa fundamentalmente santificar la actividad sacerdotal. En sus aspectos principales es ya objetivamente una actividad sagrada; pero, a la vez, como todo trabajo, es lugar y medio de santificación personal y de apostolado.

* * *

Nos vamos acercando al centenario de aquel 2 de octubre de 1928, en que Dios hizo ver la Obra a san Josemaría. Desde entonces, en el mundo y en la Iglesia –y, por tanto, también en la Obra– ha habido y sigue habiendo tantas alegrías y tantas penas.

El 27 de marzo de 1975, haciendo oración mientras predicaba, nuestro Padre rememoraba la relativamente breve historia del Opus Dei: «Un panorama inmenso: tantos dolores, tantas alegrías. Y ahora, todo alegrías, todo alegrías… Porque tenemos la experiencia de que el dolor es el martilleo del artista que quiere hacer de cada uno, de esa masa informe que somos, un crucifijo, un Cristo, el alter Christus que hemos de ser. Señor, gracias por todo. ¡Muchas gracias!»[53].

La belleza de la vocación cristiana, tal como el Señor la ha concretado en la Obra para cada una y cada uno, nos ha de llenar de alegría: por un lado, de una sana alegría humana ante tantas personas y cosas buenas; por otro, muy especialmente de esa alegría sobrenatural que, como aseguraba nuestro Padre, tiene «raíces en forma de Cruz». Nos llena de gozo saber –considerémoslo de nuevo– que «la Santa Cruz nos hará perdurables, siempre con el mismo espíritu del Evangelio, que traerá el apostolado de acción como fruto sabroso de la oración y del sacrificio»[54].

Pedimos a la Virgen Santísima que nos bendiga y nos recuerde maternalmente que todos tenemos la Obra en nuestras manos. Así, secundando el querer de Dios y correspondiendo a su gracia, la historia que comenzó el 2 de octubre de 1928 continuará, a pesar de nuestra debilidad y de nuestros errores, hasta el fin de los tiempos: seguiremos trabajando con alegría, buscando poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, para gloria de Dios.

Roma, 28 de octubre de 2020

[1] SAN JOSEMARÍA, Carta 9-I-1932, n. 9.

[2] SAN JOSEMARÍA, Carta 12-XII-1952, n. 35.

[3] SAN JOSEMARÍA, Carta 31-V-1954, n. 17.

[4] SAN JOSEMARÍA, Carta 19-III-1967, n. 93.

[5] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 146.

[6] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a la epístola a los Romanos, cap. 8, lec. 3.

[7] FRANCISCO, Enc. Fratelli tutti, n. 277.

[8] CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 3.

[9] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 69.

[10] Ibid., n. 835.

[11] FRANCISCO, Exort. apost. Evangelii gaudium, n. 121.

[12] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 19.

[13] SAN JOSEMARÍA, Carta 31-V-1954, n. 34.

[14] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 74.

[15] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 156.

[16] SAN JOSEMARÍA, Carta 24-XII-1951, n. 137.

[17] SAN JOSEMARÍA, Carta 25-I-1961, n. 11.

[18] BEATO ÁLVARO DEL PORTILLO, nota 135 a la Instrucción sobre la obra de San Miguel.

[19] Cfr. Mensaje, 20-VII-2020.

[20] SAN JOSEMARÍA, Carta 29-IX-1957, n. 8.

[21] Ibid., n. 76.

[22] JAVIER ECHEVARRÍA, Carta pastoral, 28-XI-1995, n. 16.

[23] Instrucción para la obra de San Gabriel, n. 113.

[24] Instrucción sobre el espíritu sobrenatural de la Obra, n. 28.

[25] Meditación, 28-IV-1963.

[26] SAN JUAN PABLO II, Carta apost. Mulieris dignitatem, n. 30.

[27] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 88.

[28] SAN JOSEMARÍA, Carta 29-VII-1965, n. 11.

[29] Tertulia, 15-IX-1962.

[30] SAN JOSEMARÍA, Carta 29-IX-1957, n. 13.

[31] SAN JOSEMARÍA, Carta 8-VIII-1956, n. 7.

[32] Ibid., n. 1.

[33] Ibid., n. 5.

[34] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 163.

[35] Instrucción para la obra de San Miguel, n. 84.

[36] BENEDICTO XVI, Discurso, 22-XII-2006.

[37] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 380.

[38] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 92.

[39] SAN JOSEMARÍA, Carta al Consejo General del Opus Dei, 18-XII-1947.

[40] Instrucción para la obra de San Gabriel, n. 9.

[41] SAN JOSEMARÍA, Carta 9-I-1959, n. 7.

[42] Ibid., n. 10.

[43] Ibid., n. 53.

[44] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 30.

[45] SAN JOSEMARÍA, Carta 9-I-1959, n. 53.

[46] Ibid., n. 17.

[47] Ibid., n. 33.

[48] Instrucción para la obra de San Gabriel, n. 23.

[49] Ibid., n. 15.

[50] SAN JOSEMARÍA, Carta 24-X-1942, n. 46.

[51] SAN JOSEMARÍA, Carta 9-I-1959, n. 13.

[52] Notas de una reunión familiar con sacerdotes, 26-X-1972, en Archivo general de la Prelatura, sección P04 1972, II, p. 767.

[53] Palabras tomadas de su predicación, en Archivo General de la Prelatura, sección P01 1975, p. 809.

[54] Instrucción sobre el espíritu sobrenatural de la Obra, n. 28.

Romana, n. 70, enero-diciembre 2020, p. 64-82.

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