Entrevista publicada en Iglesia en Aragón (26-VI-2019)
Entrevista realizada durante la visita que el prelado realizó a Zaragoza (España) en abril de 2019.
¿Qué experimenta el prelado del Opus Dei al visitar la ciudad en la que san Josemaría fue ordenado sacerdote?
Visitar Zaragoza me lleva a dar muchas gracias a Dios por los frutos de vida cristiana y de santidad de los que ha sido testigo esta ciudad. Desde los primeros siglos del cristianismo, como atestiguan los mártires que se veneran en la basílica de santa Engracia, hasta nuestros días. Esta estancia en Zaragoza evoca un recuerdo muy especial de los años de seminarista de san Josemaría. Años de intensa oración —con sus visitas diarias al Pilar—, de formación y de petición de luz para ver la vocación de servicio que Dios le pedía. Me ha dado especial alegría poder celebrar la santa misa en la iglesia de San Carlos, donde san Josemaría recibió su ordenación diaconal y sacerdotal, y donde pasó tantas horas en oración.
Vayamos a Barbastro, ¿cómo era la familia de san Josemaría?
La familia de san Josemaría era una familia cristiana como tantas otras. Y en el seno de esa familia se fue preparando para la primera comunión. Su madre, Dolores, le preparó personalmente para la primera confesión. Además, recibió la catequesis de preparación en el colegio de los Escolapios de Barbastro. Fue un religioso escolapio, el padre Manuel Laborda de la Virgen del Carmen —el padre Manolé, como le llamaban los alumnos—, quien se ocupó de prepararle. Este religioso le enseñó una oración para mantener vivo su deseo de recibir al Señor. Esa fórmula la siguió utilizando san Josemaría durante toda su vida, lleno de agradecimiento al padre Manuel, y la difundió por todo el mundo.
¿Qué huella dejó en san Josemaría su misión pastoral en pequeñas parroquias rurales como Fombuena o Perdiguera?
San Josemaría comentó que el tiempo pasado en esas parroquias dejó una profunda huella en su alma y le hizo un gran bien. Muchos años después de ese periodo, que nunca olvidó, evocaba aquellas experiencias en parroquias rurales con enorme afecto. Recuerdo que decía «¡Me hicieron un bien colosal, colosal, colosal! ¡Con qué ilusión recuerdo aquello!».
¿Cómo vivió san Josemaría la amistad y el apostolado en la Universidad de Zaragoza?
Cuando terminó su cuarto año de teología, comenzó a estudiar también en la facultad de derecho, situada entonces en la Plaza de la Magdalena. Allí hizo amistad con sus compañeros, que le llamaban amistosamente el «curilla». Cultivaba la amistad con ellos de un modo muy natural. Su comportamiento era sacerdotal y humano. Quizá sea esa la razón por la que, cuando se ordenó sacerdote, algunos lo escogieron como confesor habitual.
¿Qué significaron en la vida de san Josemaría el Pilar y Torreciudad?
La devoción a la Virgen del Pilar comenzó en la vida de san Josemaría desde que, con su «piedad de aragoneses» —como le gustaba recordar—, se la infundieron sus padres. Es, sin duda, algo tan natural en tantas familias de Aragón. Más tarde, al vivir en Zaragoza, esa piedad se materializó en visitas diarias a la santa capilla, como hacen tantos zaragozanos. La Virgen de Torreciudad está unida a su propia biografía, como es bien sabido, por un favor concedido por la Virgen en sus primeros años de vida.
¿En qué sentido la labor de los miembros de la Obra repercute en el bien de las diócesis?, ¿cuál es su aportación?
Las personas de la Obra, como los demás fieles católicos, son fieles de las diócesis en las que viven. Con sus defectos y sus límites se esfuerzan, como tantas otras personas en todo el mundo, por realizar bien su trabajo, por cuidar a su familia, por crear un ambiente sano a su alrededor; por subsanar las carencias de los más necesitados; procuran ayudar a que sus amigos descubran el amor de Dios. Todo esto enriquece la vida en una diócesis, del mismo modo que las acciones de todos los cristianos que procuran vivir su fe allí donde están. A la vez, no son pocos los fieles del Opus Dei que colaboran en las parroquias o asociaciones diocesanas en la medida de sus posibilidades.
¿Tiene el Opus Dei algo del carácter aragonés de su fundador?
Es una formulación interesante. Como institución de la Iglesia universal no puede considerarse que haya en ella algo, por decirlo así, limitativamente «aragonés». Pero resulta indudable que, como san Josemaría era aragonés, ese modo de ser impregna su modo de explicar las cosas, su constancia, su determinación… Alguna vez utilizaba modismos aragoneses, aunque procuraba que fueran pocos, pues su mensaje tenía que ser comprensible para personas de los cinco continentes.
El actual Seminario Metropolitano de Zaragoza es la institución heredera del seminario de San Francisco de Paula y —también del Seminario Conciliar—, donde se formó san Josemaría, ¿qué intuiciones del santo le parecen importantes para la formación de nuestros seminaristas?
Quizá más que de intuiciones podemos hablar de las luces que san Josemaría recibió de Dios para llevar a cabo una misión: recordar a los hombres y mujeres que están llamados a la santidad y al trato personal con Jesús, también a través del trabajo. Desde esta perspectiva, parece importante avivar la conciencia, también en quienes se preparan para el sacerdocio, de que el Señor les llama a ser santos, en su etapa de seminaristas y después en su condición de sacerdotes. También puede ser ilustrativo, para los seminaristas, el ideal de vida que a san Josemaría le gustaba proponer: tener piedad de niños y doctrina de teólogos.
San Josemaría es un aragonés universal, como universal es la llamada a la santidad que predicó siempre, ¿sigue vigente su mensaje?
Me parece que la vigencia del mensaje ha quedado ampliamente puesta de relieve en el Concilio Vaticano II y en la reciente exhortación apostólica Gaudete et exsultate, en la que el Papa Francisco nos recuerda que «Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada», y en la que nos anima a «no tener límites para lo grande, para lo mejor y más bello», y a vivir «al mismo tiempo concentrados en lo pequeño, en la entrega de hoy».
Romana, n. 69, julio-diciembre 2019, p. 242-244.