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Mons. Fernando Ocáriz en la Misa de acción de gracias, basílica de San Eugenio, Roma (21-V-2019)

«Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios» (Sal 102,2). Con este salmo, que hemos cantado hace unos minutos, manifestamos también nuestra alegría por la beatificación de Guadalupe Ortiz de Landázuri. Y, mientras agradecemos al Señor y al Papa Francisco haber propuesto a Guadalupe como modelo de santidad, no olvidemos -como nos invita el salmista- todos los beneficios, todas las misericordias que tiene el Señor con nosotros.

Al mirar la vida de Guadalupe, entre la riqueza de aspectos que se pueden resaltar, uno de los que llaman especialmente la atención es su alegría. Se trataba de una alegría profunda, no superficial, que generaba serenidad en los momentos difíciles, que le permitía ser amable con personas muy diversas, que era compatible tanto con el trabajo intenso como con el descanso... ¿Cómo podemos conseguir que la alegría sea una realidad permanente en nuestra vida? Esa alegría sobrenatural nace de la unión con Dios.

En la primera lectura, vemos que los primeros cristianos ponían a disposición de los apóstoles todos sus bienes, no sólo los materiales; podemos imaginar que lo harían también con sus talentos personales. Esta actitud solo puede ser consecuencia del convencimiento de que nuestros propios planes no son la última palabra: Dios siempre sabe más.

La alegría y la fecundidad quien confía en Dios han sido constantes en la historia de la salvación. Abraham entregó su futuro a Dios y llegó a ser origen de una inmensa descendencia (Gen 12,1-2). Moisés puso su futuro en manos de Dios y liberó a los suyos de la esclavitud (Ex 3,10). Los profetas entregaron su futuro a Dios y se convirtieron en su voz ante el pueblo (Jer 1,9). Los apóstoles abandonaron su futuro en Dios y llegaron a ser las columnas de la Iglesia (Mt 4,19). Todos tuvieron que superar, de alguna manera, sus cálculos humanos para responder a la llamada del Señor. Ninguno se lanzó a una empresa absolutamente controlada. San Josemaría, que se lanzó a seguir el querer de Dios para fundar el Opus Dei sin ningún medio humano, escribió, justamente durante aquellos primeros años, que la alegría sobrenatural «procede de abandonarlo todo y abandonarse en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios» (Camino, n. 659).

Guadalupe estaba siempre alegre porque dejó que Jesús la guiara y que Él se encargara de llenar su corazón. Desde el momento en que vio que Dios la llamaba a santificarse en el camino del Opus Dei, fue consciente de que esa misión no era simplemente un nuevo plan terreno, ciertamente ilusionante. Se dio cuenta de que era algo sobrenatural, preparado por Dios desde siempre para ella. Y, dejándose llevar por esta certeza de fe, Dios la premió con una fecundidad que no podía siquiera sospechar y con una felicidad -el ciento por uno, que prometió Jesús a sus discípulos- que podemos percibir en sus cartas recientemente publicadas.

El Papa escribe que cuando descubrimos, por la fe, la grandeza del querer de Dios, «recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro» (Lumen fidei, n. 4). Guadalupe, recordando el momento en que se encontró por primera vez con san Josemaría, escribía: «Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de ese sacerdote (…) Sentí una fe grande, fuerte reflejo de la suya». Pidamos al Señor, por intercesión de Guadalupe, que nos dé y nos perfeccione esos ojos nuevos de la fe, para poder mirar nuestro futuro tal como Él lo hace.

Otra fuente, de la que manaba esa alegría sobrenatural que caracterizaba a Guadalupe, era su decisión de servir a los demás. Buscar en todo los propios gustos y la propia comodidad, podría parecer la clave para estar alegres. Sin embargo, no es así. Jesucristo señala que quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos (cfr. Mc 9,35); que Él mismo había venido a la tierra para servir (cfr. Mt 20,28); e insistió, en otro momento, que su lugar entre los hombres es como «el que sirve» (Lc 22,27). Y en la última cena, se arrodilló ante sus apóstoles y lavó los pies de cada uno, y les dijo después: «Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros (…) Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13,14-17).

Guadalupe pudo alcanzar esa alegría que se desprende de sus escritos y de su vida, también porque cada mañana, al despertarse, su primera palabra, dirigida al Señor, era: ¡Serviam! ¡Serviré! Y se trataba de un propósito que quería vivir en cada momento del día. La alegría de Guadalupe estaba en la unión con Jesucristo, que le llevaba a olvidarse de sí misma, procurando comprender a cada persona, para ayudarla mejor, buscando el trabajo menos agradable para facilitar el de los demás. En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo: «todo lo considero una pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús» (Flp 3,8). Un camino muy directo para conocer a Cristo es el servicio. Lo sabía bien por experiencia san Josemaría, cuando explicaba que «sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen» (Es Cristo que pasa, n. 182).

No nos dejemos engañar buscando la alegría en nuestra propia comodidad. ¡Atrevámonos a servir a los demás! Con pequeños y grandes actos de servicio nos pareceremos cada vez más a Jesucristo, y llegaremos a tener una alegría sobrenatural, también en medio de dificultades y sufrimientos.

Finalmente, fijémonos en un aspecto que pone de relieve el Evangelio de hoy y que también ofrece luz sobre la vida de Guadalupe. Jesús, después de haber expuesto en las bienaventuranzas el camino hacia la verdadera felicidad, nos invita a cada uno a ser sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5,13-14). No estamos destinados a una tarea menos importante ni menos universal que esta: ser sal y ser luz. Como el fuego del cirio que iluminó la oscuridad en la Vigilia Pascual, Jesús quiere que cada uno de nosotros disipe las tinieblas de nuestro entorno: que, como Guadalupe, llevemos la luz de la alegría de nuestra amistad y de nuestro cariño a los demás. Conservemos esa sal del Evangelio, fruto de una profunda fe, para que al confiar nuestro futuro a Dios gocemos sirviendo quienes nos rodean.

En una meditación, san Josemaría nos invitaba, precisamente, a agradecer al Señor esa invitación para ser sal y luz, «porque -decía- se ha dignado buscarnos como un granito de sal, como un poquito de luz, para poner toda la sal suya, toda la luz suya, y lograr estas maravillas en el servicio de las almas, en servicio de la Iglesia, en todo el mundo» (Meditación, 2-X-1964). Estos días, que hemos vivido al ritmo de la beatificación de Guadalupe, nos recuerdan una vez más que la santidad -a la que el amor de Dios nos llama- es para todos una posibilidad real. El camino hacia esa meta, con la fuerza del Espíritu Santo que nos identifica con Jesucristo, se recorre en servicio de los demás.

Le pedimos ayuda a nuestra Madre Santa María que, tras aquellas palabras —hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38)—«se levantó y marchó deprisa» (Lc 1,39) para servir a su prima Isabel.

Así sea.

Romana, n. 68, enero-junio 2019, p. 40-43.

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