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En el acto de entrega de doctorados honoris causa, Universidad de Navarra, Pamplona, España (28-VI-2019)

Mis primeras palabras son de felicitación para los nuevos doctores honoris causa. Como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, me complace haber otorgado esta distinción a los profesores Fine, Picard, Moneo y Archer, a quienes expreso mi más afectuosa enhorabuena. Los respectivos padrinos y madrinas han glosado ya adecuadamente sus destacadas y fecundas trayectorias académicas. Nos honra que estas personalidades comiencen a formar parte de nuestro claustro. Reconociendo sus méritos en campos tan diversos, hacemos justicia a la riqueza de los saberes universitarios, al valor de la vocación docente en el contexto contemporáneo y al servicio que los académicos prestan a la sociedad.

Hace veinticinco años, en una ocasión como esta, el beato Álvaro del Portillo invitaba a profesores y alumnos a «la aventura de entusiasmar nuevamente a un mundo cansado». También en esta universidad, su sucesor, Mons. Javier Echevarría, nos recordó que el futuro pertenece a los jóvenes. Hoy, en este día festivo, me uno a esa doble invitación, que se puede resumir en la de contribuir a que la universidad sea un lugar de esperanza.

Es frecuente oír que vivimos en tiempos de crisis e incertidumbre. Paradójicamente, en medio de un progreso y bienestar nunca alcanzados hasta ahora, vemos agotarse la energía que impulsa a personas y sociedades. ¿De dónde puede surgir la savia que las nutra y dé vigor? Una parte importante de la respuesta se puede encontrar en una educación genuina, en el poder transformador de las personas que piensan por sí mismas, sin dejarse dominar por las modas, y que fijan el rumbo de sus vidas, recorriéndolas con sentido: «como peregrinos y no como errantes». Todos percibimos que los cambios estructurales o legales tienen una incidencia limitada para configurar la sociedad. Lo decisivo son siempre las personas. Por eso, las instituciones universitarias están llamadas a ser lugares de esperanza.

Quienes estamos vinculados a esta Universidad encontramos además un decisivo motivo de esperanza. Por su inspiración cristiana, la formación que ofrece la Universidad cultiva todos los saberes, entre ellos los teológicos. Estos nos enseñan que cualquier explicación de los cambios culturales y sociales es incompleta si no tiene en cuenta a Jesucristo, Señor de la Historia. Dios guía los destinos de este mundo de una manera que nos sorprende siempre y que nos respeta siempre: Dios quiere hijos libres y no esclavos. Esa providencia paterna nos llena de esperanza, nos libera de todo pesimismo, nos invita a amar el mundo.

La búsqueda de la paz, la promoción de la justicia social o el cuidado de la casa común, se sostienen y potencian con una comprensión del mundo y de la persona enraizada en el Evangelio. No cabe ignorar los actuales problemas relativos al respeto de la vida de cada persona, a la promoción de la familia y a la libertad de educación. Es preciso trabajar, junto con todas las personas de buena voluntad, para que en la sociedad reinen la caridad y la justicia. La universidad debe ser un faro que, por medio de la investigación de la verdad, ilumine el mundo; una savia que, a través de la convivencia y la amistad, nutra las almas de los jóvenes que pasan por este campus año tras año. En esto radica una fuente de vitalidad, capaz de devolver entusiasmo a un mundo cansado.

Hace pocos meses, falleció Ismael Sánchez-Bella, primer Rector de esta Universidad. Junto al dolor por su pérdida, tenemos el consuelo de que, gracias a él, los sueños de san Josemaría para esta institución se van haciendo realidad. El Prof. Sánchez-Bella fue una persona magnánima y libre, que puso sus mejores cualidades al servicio de un lugar de esperanza como éste. Algunos lo han descrito como un optimista. Él, en cambio, se calificaba de «inconsciente», quizá para explicar su tenacidad ante lo que parecía humanamente imposible. En realidad, lo movía una firme fe en Dios y una inquebrantable confianza en san Josemaría. Esa es la vitalidad que transmitió a la institución desde sus inicios y la que deseamos seguir ofreciendo.

San Josemaría decidió que la Universidad comenzase en Pamplona. Nació así enraizada en esta tierra y aquí tendrá siempre su hogar. En los últimos años, los esfuerzos para conseguir becas y oportunidades de financiación, así como el notable aumento de alumnos internacionales, van haciendo realidad poco a poco los anhelos del Fundador: que nadie que lo desee deje de estudiar aquí y que el servicio prestado por la Universidad llegue a personas de los cinco continentes.

Desde el comienzo de esta universidad, se ha procurado hacer realidad un modo de entender la vida académica que se refleja en «un ambiente de amor a la verdad y a la libertad; (...) de esmero en el trabajo bien hecho; (...) de bienquerencia, alegría y perdón, que preparan para la convivencia». Precisamente, la convivencia de alumnos y profesores ofrece un marco singular para aprender a vivir la libertad. Un primer paso es el respeto, porque —como explicaba san Josemaría— «para poder exigir que respeten la [propia] libertad, [cada uno] debe saber respetar la libertad de los otros». La libertad se realiza plenamente en el amor, en el servicio a los demás. Por eso, la universidad es fuente de libertad. En ella se ha de aprender a respetar, amar y comprender a los demás. Solo en un ambiente libre es posible una educación genuina. Según explica un experimentado profesor, «educar no es colonizar la mente de los alumnos: es facilitar la emergencia de su propia alma». Los jóvenes llegan a las aulas cuando tienen que tomar decisiones que marcarán el resto de sus vidas. En una situación de incertidumbre como la actual, agradecen encontrar en la universidad orientación y guía. Contando con su libertad, se les invita a promover las causas más justas, se les anima a preocuparse de los más necesitados, se les prepara para entender su profesión como un servicio a la sociedad.

Me he referido muy brevemente a la universidad como lugar de esperanza y de libertad. Felicito de nuevo a los cuatro doctores que hoy se incorporan a nuestro claustro académico, pues en su trayectoria profesional se pueden descubrir estos valores fundamentales.

A todos nos ayudará tener siempre muy presente que la fuente decisiva de la esperanza es Dios, que se ha hecho hombre en Jesucristo, y que camina junto a cada uno, acompañando nuestra libertad. A Él y a Santa María, Madre del Amor Hermoso, confiamos nuestros deseos de servicio a la sociedad.

Romana, n. 68, enero-junio 2019, p. 101-103.

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