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Entrevista concedida al portal de la Diócesis de Málaga, España (3-VII-2017)

Realizada por Encarni Llamas Fortes

El pasado mes de enero, el papa Francisco nombró prelado del Opus Dei a Mons. Fernando Ocáriz Braña (París, 1944). Se convierte así en el tercer sucesor de san Josemaría al frente de la prelatura, tras el fallecimiento de Mons. Javier Echevarría, el pasado 12 de diciembre.

—Se ha convertido en el tercer sucesor de san Josemaría. También trabajó con el beato Álvaro del Portillo… ¿Qué supone para usted suceder a estos dos hombres santos?

—Supone una notable responsabilidad que, al mismo tiempo, va acompañada de mucha serenidad. Responsabilidad porque este nuevo servicio eclesial, además del gobierno pastoral ordinario, incluye trasmitir la memoria de santidad que hemos recibido, y rezar y trabajar para que se haga vida en cada una de nuestras vidas. Serenidad, porque confío en la intercesión de san Josemaría y de sus sucesores, y cuento también con la oración de muchísimas personas. Al mismo tiempo, me da alegría comprobar de cerca el deseo de las personas de la prelatura de ser fieles a Dios y de servir lealmente a la Iglesia y a las almas, tanto en Málaga u otros lugares de tradición cristiana como en Indonesia o en Sri Lanka, por mencionar dos países donde hay pocos cristianos y donde la labor estable del Opus Dei es más reciente.

—Ahora es usted Padre de una gran familia de laicos y sacerdotes de todo el mundo… ¿Cómo se siente ante esa paternidad?

—Toda paternidad procede de Dios, que es Padre de amor y de misericordia. A todo padre en la Iglesia se le podría aplicar aquello que nos decía san Josemaría: ser padre «a la medida del corazón de Cristo»; algo que, realmente, no tiene medida. Pero Dios cuenta con la debilidad humana y no dudo que me dará las gracias necesarias. Como le decía antes, me apoyo especialmente en la oración de muchas personas que aman a la Iglesia y que rezan por Opus Dei. Sé que estoy bien acompañado.

—«Cada generación de cristianos ha de santificar su propio tiempo» […] ¿Sigue siendo esta la prioridad del Opus Dei?

—Así ha sido desde los orígenes de la Iglesia. Como dice san Josemaría en la frase que usted cita, cada generación de cristianos tiene que seguir santificando, redimiendo, su tiempo, porque no son extraños a la época en la que viven: se saben parte de ella, y llamados a hacer presente a Cristo, animando a muchas personas a encontrarse con él, poniendo de manifiesto su atractivo y subrayando la consecuente alegría.

Es verdad que la redención está acabada, es perfecta, pero también es cierto que Jesús ha querido contar con cada cristiana y con cada cristiano para llevarla a los demás. Es el mandato misionero que Cristo entregó a su Iglesia: «Id a todo el mundo», a todas las naciones, a todas las profesiones y oficios, a todas las familias… ¡Llegad a todas las periferias de la tierra, empezando por las personas que están más cerca!

El Opus Dei es una pequeña parte de la Iglesia, y también desea estar «en salida», como repite con frecuencia el Papa. Los fieles de la prelatura en el ejercicio de su profesión civil, o en el seno de sus familias, han de estar continuamente en esa actitud de apertura y donación hacia los demás, conviviendo codo con codo con las ansias y sufrimientos de sus iguales, aprendiendo de los demás hombres y mujeres (familiares, amigos, colegas de trabajo…), y tratando de ayudar a que cada uno encuentre su camino hacia Dios.

Santificar el propio tiempo es llevar a Dios las actividades ordinarias de cada día: ofrecer a nuestra sociedad los frutos de un trabajo humilde y bien hecho, de una vida de servicio a los demás, contagiar esperanza, e ilusión por humanizar nuestro mundo. La alegría es un puente sincero que une a las personas por encima de muchas cosas.

—¿Cuáles diría usted que son los retos que tenemos los seglares de hoy?

—Muchos pensadores hablan de que en nuestra sociedad las relaciones interpersonales se han vuelto líquidas, como sometidas al vaivén de lo inmediato y de lo superficial. Esas relaciones contribuyen a generar corazones vacíos. Los cristianos hemos de trabajar por lo perdurable, por ideales bellos y definitivos, y por eso pienso que el reto más importante que tiene la Iglesia —y la sociedad en su conjunto— es dar esperanza a cada persona, especialmente a los jóvenes, a las familias, y a quienes padecen más necesidades materiales o espirituales.

Para superar este reto, a pesar de nuestros defectos y limitaciones, es importante poner delante de los ojos de muchas personas la luz del amor de Jesús: llevar a Jesucristo a los ambientes en que nos movemos, respetando la libertad de las conciencias. Es la tarea misionera de los cristianos de todos los tiempos. Ofrecer este tesoro será un acto más auténtico si somos capaces de mostrar empatía hacia los demás, si sabemos agrandar nuestro corazón para que quepan las necesidades y las penas, los miedos y los sufrimientos de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo, empezando por los más cercanos y por los más débiles.

—En estos primeros meses como prelado del Opus Dei, habrá recibido muchos mensajes. ¿Uno que haya quedado especialmente en su corazón?

—Agradezco sinceramente las palabras de afecto y cercanía que me han llegado desde distintos lugares de la gran familia de la Iglesia, también desde esta querida diócesis de Málaga. El Papa Francisco me escribió manifestando su cariño y oración: vuelvo a esas letras muchas veces. También he recibido cartas que me han conmovido, de obispos, de sacerdotes, de comunidades de religiosos o de religiosas. Recuerdo ahora la de un muchacho joven, enfermo de cáncer, que me enviaba su apoyo y oración desde el hospital. Me han ayudado mucho los innumerables mensajes que he recibido de los fieles de la prelatura; manifiestan una unidad de oración y de intenciones que me conmueve, y que sin duda es un regalo del Señor. Deseo no acostumbrarme nunca a esos gestos de cariño. El verdadero amor hace más llevadera cualquier responsabilidad. Pido a Dios, y a Nuestra Señora de la Victoria, que me ayude en este servicio con la generosidad con que lo hizo Mons. Javier Echevarría.

Romana, n. 65, julio-diciembre 2017, p. 292-294.

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