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“Para entender a Madre Teresa”, en La Vanguardia, España (4-IX-2016)

«Recuerdo vivamente su figura menuda, doblada por una existencia vivida al servicio de los más pobres entre los pobres, pero siempre llena de una inagotable energía interior. La energía del amor a Cristo». Eran unas palabras emocionadas que pronunció Juan Pablo II, al poco de fallecer la madre Teresa de Calcuta. La conocía bien.

A todos nos llegó el impacto de aquella figura menuda, con los años encorvada, pero con un ánimo sorprendente y una impresionante misión de servir a los más desamparados. Ella se definía así: «De sangre soy albanesa. De ciudadanía, India. En lo referente a la fe, soy una monja católica. Por mi vocación, pertenezco al mundo. En lo que se refiere a mi corazón, pertenezco totalmente al Corazón de Jesús».

Cuando empezó, no podía sospechar que alcanzaría fama mundial. Nunca lo pretendió. Pero en su persona, se hacía muy visible un aspecto esencial del mensaje cristiano: la preocupación por los más abandonados. Y así removió a muchas personas. También, al final, a algunos críticos, que pensaban que servir a los pobres por amor de Cristo era deformar ese servicio, con la intención de evangelizar.

Ciertamente se puede trabajar por los demás, y muchos lo llevan a cabo, sin un motivo religioso, por una convicción filantrópica o por sentimientos de compasión. Son intenciones y realidades muy buenas y profundamente humanas. Pero la relación entre el amor a Dios y el amor a los demás revela algo más: una clave del mensaje cristiano que, al canonizar a la madre Teresa, la Iglesia quiere recordar a la humanidad.

Ante la invitación de Jesucristo —dar la vida por los demás, amando a todos, incluso a los enemigos—, se manifiestan las limitaciones humanas: la falta de ánimo, fuerza y capacidad, pero también las resistencias de la pereza y el egoísmo. De ahí procede una convicción íntima: me parece muy bonito, pero no me veo capaz.

La fe cristiana y la misma experiencia enseñan que, si realmente se quiere afrontar esa entrega y se pide a Dios, su ayuda no falta. Por eso en la intimidad de los santos, se produce siempre esa curiosa combinación de profunda humildad, al sentir la propia de incapacidad y la fuerza del amor de Dios.

Los santos cristianos no son superhombres o supermujeres que todo lo consiguen con una personalidad arrolladora, una fuerza de voluntad implacable, una energía desbordante o un impulso irresistible. Tampoco aparecen, generalmente, como un prodigio de la planificación económica o técnica. La explicación de su fuerza y el valor que poseen para los cristianos no se queda en que sean excepciones de la naturaleza, sino en que han dejado obrar en sí mismos al amor de Dios.

En la misma ocasión que recordaba al principio de este artículo, Juan Pablo II apuntaba a las claves de esta mujer menuda y, a la vez, gigante: «Su misión comenzaba cada día, antes del alba, delante de la Eucaristía. En el silencio de la contemplación, la madre Teresa de Calcuta sentía resonar el grito de Jesús en la Cruz: “Tengo sed”. Este grito, recogido en lo profundo de su corazón, la impulsaba por las calles de Calcuta y de todos los arrabales del mundo, en busca de Jesús en el pobre, en el abandonado y en el moribundo», y deseo añadir: en los huérfanos o no deseados por sus padres.

Romana, n. 63, julio-diciembre 2016, p. 318-319.

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