“La misericordia es amor que se hace servicio”, en Avvenire, Italia (20-XI-2016)
Cercana ya la clausura del Año Santo de la Misericordia, el agradecimiento es un sentir que une a toda la Iglesia. En primer lugar, gratitud filial a la Trinidad Santísima, que ha dispensado sus dones para hacernos experimentar el amor infinito de Dios por cada hombre y por cada mujer, por cada uno de nosotros. Y unión de intenciones también con el Papa Francisco, que ha convocado este jubileo para resaltar más ese aspecto fundamental de la fe —que Dios es un Padre inmensamente bueno—, y recordarnos que el camino de nuestra felicidad pasa por ser dispensadores de misericordia.
Para que nuestro agradecimiento sea plenamente sincero, ha de ir unido al deseo hondo de mejora personal. En efecto, quien ha experimentado la misericordia —acudiendo al sacramento de la Confesión, recogiéndose en oración, atravesando una puerta santa o aceptando la ayuda de un hermano— está llamado a comunicarla, colmando su vida de misericordia hacia todos los demás.
Este jubileo debe marcar una impronta seria en nuestra alma, y lo hará si acrecentamos nuestros deseos de santidad, si aumentamos la frecuencia a los sacramentos y mejoramos nuestro carácter. En definitiva, es una oportunidad para ayudarnos a dar un paso más hacia esa imagen de Cristo que otros tienen que divisar en nuestra vida.
En muchos lugares del mundo donde ya no se oye el eco del Evangelio, los cristianos nos enfrentamos al reto de la primera evangelización. «¿Dónde está vuestro Dios?», podrán preguntarnos. Y lo descubrirán en nuestras obras: en la oración por el que nos ofende, en la atención al desvalido, en el afecto hacia quien está atenazado en sus vicios, en el consuelo que ofrecemos a quien vive solo, en el perdón que proponemos allí donde la sociedad únicamente habla de justicia, en la coherencia cristiana de nuestro caminar ordinario, día a día, en el trabajo, en la familia... Obrando así, también nosotros aumentaremos la propia intimidad con Dios, porque actuando en su nombre le conoceremos mejor y nos identificaremos con él.
«Si quieres encontrar a Dios, búscalo donde él está escondido: en los necesitados, en los enfermos, en los hambrientos, en los encarcelados», ha aconsejado recientemente el Papa Francisco. Empequeñeceríamos nuestro mundo si negáramos el trato a quien nos desagrada, a quien es diferente, a quien nos podría quitar tiempo... Cada persona es Cristo que pasa a nuestro lado, como gustaba considerar a san Josemaría, fundador del Opus Dei.
Efectivamente, la existencia ordinaria nos ofrece múltiples ocasiones de misericordia: el hogar, la profesión, los amigos, el tráfico de la ciudad, el trato con desconocidos... San Josemaría no se cansaba de aconsejar que recemos incluso por las personas con las que nos cruzamos por las calles; así, el alma se encuentra siempre dispuesta para atender a los demás siempre que sea necesario.
La misericordia es amor que se vierte sobre las necesidades de los demás y nos invita a volver los ojos a la Virgen. Ella nos enseñará a ser misericordiosos y a acoger la misericordia del Padre para sentirnos más hermanos de nuestros hermanos.
Romana, n. 63, julio-diciembre 2016, p. 319-321.