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En la ordenación sacerdotal de fieles de la Prelatura, santuario de Torreciudad, España (6-IX-2015)

Muy queridos hijos míos ordenandos, muy queridas hermanas y hermanos:

Hoy es un día de profunda y especial gratitud al Cielo, por la ordenación sacerdotal de estos tres diáconos, incardinados en la prelatura del Opus Dei. Nos acompaña, desde el primer momento de la celebración, la alegría sincera de la antífona de ingreso, por el don grande que la Trinidad hace a su Iglesia en esta fecha. Gracias a Dios, como deseaba san Josemaría, esta ordenación viene a ser una continuación de la leva ininterrumpida desde el año 1944. Este hecho nos invita a rezar por los nuevos sacerdotes y por todos los sacerdotes del mundo, para que cada uno se identifique con el «buen pastor», del que con tanto afecto nos habla Jesucristo en el Evangelio.

Buenos pastores: así los nombra y desea el Maestro; y es una llamada que lleva consigo la demanda de conducirnos con una fidelidad rendida, alegre, a los designios del Señor, que esté basada en la oración, en la piedad, en el sacrificio, imitando a Jesucristo que, con su conducta, nos ha mostrado cómo ha de vivir el sacerdote, y también todos los cristianos pues, por haber recibido el bautismo hemos sido hechos partícipes del sacerdocio real. Es decir, como cada uno y cada una ha sido integrado en el único sacerdocio, el de Cristo, debemos experimentar la necesidad de acompañar y estar muy cerca del Verbo divino, el Hijo muy amado del Padre celestial, enviado a esta tierra nuestra para salvarnos, para conversar con todas y con todos en las diferentes circunstancias de la vida ordinaria, como tantas veces, con sumo agradecimiento, repitió el fundador del Opus Dei.

Hagamos todos —y muy especialmente los tres ordenandos— el propósito de ser muy rezadores. Recordemos que el Señor, para dar cumplimiento a la misión recibida de su Padre celestial, sabía y quería pasar un tiempo —se podría decir continuado— en oración, incluso pernoctans in oratione (Lc 6, 12), porque es muy cierto que nuestra vida, la de cada uno y la de todas, y la de todos, vale lo que vale nuestra vida de oración[1].

Y a vosotros tres, queridísimos hijos, os ruego particularmente que améis este espíritu de oración, tanto mental como vocal; y que os esforcéis a diario para alcanzar de vuestra parte la respuesta, la generosidad, que el Señor desea obtener de sus sacerdotes. San Josemaría, refiriéndose a Jesús en el Sagrario, solía aconsejarnos que no le dejemos solo, invitación que también podemos aplicar, con toda su hondura, a nuestra piedad cotidiana. Nos conviene meditar con pausa las palabras de la primera lectura; Dios nos ha elegido desde la eternidad, antes de que naciéramos, y hemos de responder con delicadeza y lealtad, aunque seamos tan poca cosa.

El sacerdocio que vais a recibir, nos pide que, siguiendo los pasos del Maestro, sepamos amar el sacrificio de modo generoso, como hizo él, que se entregó hasta la muerte y muerte de Cruz, según nos dejó escrito de modo neto san Pablo, y que hoy hemos escuchado con otras palabras —que tanto removieron a nuestro Padre—: caritas Christi urget nos! (2Cor 5, 14), demos a conocer a Cristo con fe total, también con una mortificación, con una abnegación gozosa.

Desde hace tiempo, las personas —¡muchas!— se asustan ante la palabra “mortificación”, como si esa renuncia entrañase un panorama tristón y de poco aliciente. Quizá olvidan que no hay verdadero amor, también en el terreno exclusivamente humano, sin sacrificio, sin esa decisión de renunciar al propio yo para servir, con generosidad y alegría, a los demás. Identifican esa palabra con grandes renuncias o grande penitencias, que tampoco hay que temer si nos las pide el Señor; y, a la vez, no consideran esos pequeños detalles diarios de saber doblegarse, de servir a los otros, de hacer la vida amable a los que les rodean, y también a no imponer nuestros gustos o nuestro carácter en la convivencia, etc. Os pido —y también a todos— que, como san Josemaría, os enamoréis del vocablo «servicio», para estar siempre enteramente disponibles a las necesidades de los demás.

Y, sobre todo, pensad que vosotros, queridos ordenandos, a partir de hoy, vais a ser el mismo Cristo, especialmente en los sacramentos de la Eucaristía y la Penitencia. Pasmémonos ante esta grandiosa misericordia de Dios, que quiere servirse de nosotros para actualizar tan importantes misterios. Cuidad amorosamente la Santa Misa, día tras día, y considerad seriamente que actuáis in persona Christi; él se pone a disposición de vuestra voluntad, de vuestra piedad, de vuestro amor, de vuestras palabras en el momento de la celebración eucarística y especialmente en la transustanciación. Vivamos hondamente enamorados del Sacrificio del Altar, para comprender más y más, aunque nunca podremos abarcar ese amor de Cristo, cómo él se entrega a toda la humanidad y a cada persona. Fijémonos en lo que se nos ha recordado en el texto del Evangelio: os he llamado amigos... y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure (Jn 15, 9-17).

Sed también muy amantes de la Confesión sacramental, acercándoos vosotros mismos al perdón de Dios cuando, para lavar vuestras culpas, vayáis al confesonario en busca del perdón del Señor. Y estad siempre prontamente disponibles cuando un alma os pida que le prestéis esa ayuda, a cualquier hora. Se ha dicho —y es cierto— que la crisis que afecta actualmente a este sacramento responde en buena dosis a la crisis de la ausencia de confesores. Por eso, acudid diariamente a impartir con diligencia el perdón de Dios. En esos momentos, comportaos con misericordia, con comprensión, dando ánimo y esperanza al penitente como recientemente ha mencionado el Papa Francisco: no rechacemos a ninguno, conduciéndole rectamente con la doctrina, y dándole la formación necesaria. Convenceos de que no perdemos ningún tiempo, si sabemos esperar a las almas con alegría, en el confesonario.

Difundid la palabra de Dios con hondura y de modo ameno, atrayendo a las almas, a cada alma, hacia una amistad sincera con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo. Pidamos también ahora y siempre por la persona e intenciones del Santo Padre, por todos los obispos y sacerdotes para que, bien entregados a nuestro ministerio, sepamos vivificar cristianamente la sociedad en que vivimos, en la que hemos de estar bien inmersos. Recemos por mi hermano el obispo de Barbastro, rogando al Señor que haya muchos frutos de santidad en esta querida diócesis.

Y poneos siempre bajo la protección de santa María, de santa María de los Ángeles de Torreciudad en recuerdo de este día; ella es la madre del Sacerdote Eterno y de todos los sacerdotes que participamos del único sacerdocio de Cristo. Señora nuestra, tan venerada en este santuario, remuévenos a todos para que aprendamos a amar a la Trinidad Santísima como lo hiciste tú.

Deseo felicitar a los padres, hermanos y parientes de los tres ordenandos, con la súplica de que diariamente recéis por ellos.

A todos os ruego que encomendéis al Señor la labor apostólica de los fieles de la prelatura del Opus Dei en el mundo entero, y que me sostengáis también a mí con vuestras oraciones y vuestro afecto.

Laus Deo Virginique Matri, que Dios nos bendiga y nos acompañe su Madre bendita.

[1] Cfr. San Josemaría, Camino, n. 108.

Romana, n. 61, Julio-Diciembre 2015, p. 285-287.

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