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En la inauguración del año académico, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma (5-X-2015)

La Santa Misa que celebramos hoy marca el inicio de un nuevo curso académico y también el de una nueva etapa de nuestro encuentro con Dios. En este tiempo mariano que estamos celebrando en el Opus Dei, os invito a contemplar el ejemplo de la Santísima Virgen, que desde el momento de la Anunciación y a lo largo de toda su vida, convirtió cada actividad en una ocasión para estar con Dios, cada vez más íntimamente.

También los momentos de nuestra existencia, vividos según el designio divino, nos abren a la cercanía con Dios. La memoria del camino que cada uno ha recorrido nos permite entender con más profundidad el significado de cada momento.

San Josemaría describía esta manera de actuar con palabras claras: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes»[1]. E invitaba a «vivir cada instante con vibración de eternidad»[2]. Nuestras palabras pueden convertirse en instrumentos del Señor para acercarle almas; nuestras acciones, en unión con Cristo, pueden reflejar la acción divina sobre la tierra. Por lo tanto, como invita el Papa Francisco, «¡no nos dejemos robar la esperanza!»[3].

Esta celebración eucarística es una ocasión privilegiada para una nueva cita con Dios en el curso del nuevo año académico. Si queremos, con la ayuda de la gracia, podemos tejer una relación personal con la Santísima Trinidad que de más contenido y fuerza a cada momento de nuestro trabajo. La celebración que hacemos hoy del Sacrificio eucarístico es una oración de petición de gracias para el año que comienza, y al mismo tiempo, una oración de acción de gracias, porque estamos llamados a vivir con mayor intensidad este nuevo trayecto de nuestro caminar terreno.

La presencia eucarística del Señor se hace más evidente en los momentos de adoración de los jueves, y en las celebraciones de las Misas que tienen lugar en esta iglesia. El sacramento de la Eucaristía nos lleva a la acción de gracias y a la petición, como le gustaba repetir al beato Álvaro del Portillo: ¡Gracias, perdón, ayúdame más!

Todos estamos llamados a poner a Jesús —en la Hostia Santa— en el centro y raíz de la propia vida espiritual. La devoción con la que tratamos de hacer visitas diarias al tabernáculo, al igual que el amor con el que muchos de vosotros saludáis al Señor para ofrecerle la jornada y os despedís de él al final de las lecciones, debe ser la memoria de la presencia de Dios con nosotros en nuestra vida ordinaria.

La devoción eucarística nos llevará a ofrecer el trabajo y el estudio al Señor, ofreciéndolo por las intenciones del Romano Pontífice, especialmente en este tiempo dedicado a la reflexión sobre la familia cristiana. Cristo, María, el Papa, son los grandes amores de los cristianos en la tierra. «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María!»[4], le gustaba decir a san Josemaría Escrivá. Rogad al Señor, que nos acompaña con su presencia real en el tabernáculo, que asista al Papa y los padres sinodales en estos días de reunión sinodal sobre la familia.

La Misa votiva del Espíritu Santo que estamos celebrando marca la apertura del año académico, pero también nos recuerda un modo concreto de nuestro ser cristianos; somos cristianos que buscan servir mejor a los demás —a los compañeros de estudio o de trabajo, a nuestras familias, al mundo entero— a cada uno según su vocación específica recibida de Dios, en la común llamada universal a la santidad y al apostolado.

La adoración eucarística, el estudio o el trabajo, la oración, no son momentos inconexos entre nuestras actividades diarias, sino eslabones de una cadena que nos une a él. Son acciones con las que buscamos estar en conversación constante con Dios durante todo el día, y en la unidad de la vida característica de los hijos de Dios.

Vivimos momentos de gran esperanza para el futuro del mundo y de la Iglesia. Depende de nosotros, a través de un trabajo bien hecho en la presencia de Dios, hacer que la luz de las enseñanzas de Cristo resplandezca incluso en la oscuridad, que vuelva a brillar el esplendor de la verdad en todos los ámbitos sociales.

No quisiera concluir sin recordar que acabamos de clausurar el año de acción de gracias por la beatificación del queridísimo Mons. Álvaro del Portillo, primer gran canciller de esta universidad y sucesor de san Josemaría. Desde el primer momento, consciente del deseo del fundador del Opus Dei y de la bendición con la que san Juan Pablo II quiso promover el nacimiento de este centro universitario, don Álvaro trabajó con gran espíritu sobrenatural, superando muchas dificultades, hasta llegar a la realidad que contemplamos hoy. El objetivo de entonces sigue siendo hoy un punto de partida, ya que la Universidad de la Santa Cruz debe seguir acogiendo a muchas personas —sacerdotes, seminaristas, laicos y religiosos—, para el servicio de la Iglesia.

El espíritu sobrenatural llevó al beato Álvaro a pedir ayuda y consejo a tantos académicos, amigos y benefactores, algunos de ellos presentes en esta Eucaristía. Somos conscientes de la oración, de la ayuda material y del impulso de tantos y os dirigimos nuestro más profundo agradecimiento.

La presencia de Cristo en nuestro horizonte de cada día es un fruto de la intercesión de María. Tratemos de invocarla con fe en el santo Rosario, que los estudiantes, profesores y personal no docente recitan en la capilla. A ella, madre de la Iglesia y reina de la familia, confiamos todas las familias del mundo: que nuestra Señora, con su ayuda maternal, nos enseñe a abandonarnos en las manos amorosas de nuestro Padre Dios. Así sea.

[1] San Josemaría, Camino, n. 755.

[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 239.

[3] Francisco, Exhort. apost. Evangelii Gaudium (24-XI-2013), n. 86.

[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 139.

Romana, n. 61, Julio-Diciembre 2015, p. 288-290.

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