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En la 25ª edición de la Jornada Mariana de la Familia, santuario de Torreciudad, España (5-IX-2015)

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimas familias:

1. Constituye un motivo de gran alegría contemplar vuestra numerosísima asistencia a esta Jornada Mariana de la Familia. San Josemaría pedía precisamente a la Virgen que se luciera, obteniendo de Dios muchas gracias espirituales en este lugar: conversiones, vocaciones de entrega a Dios, paz y armonía en las familias, amor matrimonial fiel... «Por eso me interesa —concretaba— que haya muchos confesonarios, para que las gentes se purifiquen en el santo sacramento de la Penitencia y —renovadas las almas— confirmen o renueven su vida cristiana, aprendan a santificar y a amar el trabajo, llevando a sus hogares la paz y la alegría de Jesucristo»[1]. Casi cincuenta años después, agradecemos a Dios y a nuestra Señora de Torreciudad que esos deseos sean una venturosa realidad.

Otras circunstancias concurren a hacer especialmente solemne esta celebración litúrgica. En primer lugar, porque la Jornada mariana cumple su vigésimo quinto aniversario. Luego, porque tiene lugar en el curso del año mariano de la familia, que estamos celebrando en la prelatura del Opus Dei, y en vísperas del Encuentro Mundial de las Familias que el Papa presidirá dentro de pocos días en Filadelfia.

Estas coincidencias nos impulsan a rezar con mayor intensidad por el Sínodo de los Obispos que se celebrará en Roma, el próximo mes de octubre, y a acompañar con oración a todos los hogares. Desde que convocó el Papa Francisco la asamblea sinodal, no ha dejado de pedir a todos plegarias especiales por los resultados de ese Sínodo. Hagamos eco a esta petición suya llevándola a otras muchas personas. Años atrás, san Juan Pablo II exhortó a los cristianos diciendo: «Familia, ¡sé lo que eres!»[2]. Hagamos eco de estas palabras, porque todos, individual y colectivamente, estamos implicados con la Iglesia en la tarea apostólica de evangelizar. Hermanas y hermanos míos, ninguno debe abstenerse de participar en esta labor: somos familia de Dios.

2. A nadie se le oculta la actual presión que sufre el proyecto divino sobre la institución familiar: «Atraviesa —ha escrito el Romano Pontífice— una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos»[3].

Los ataques a la familia no son nuevos: no nos desanimemos, siempre el enemigo de Dios se ha esforzado por obstaculizar el plan divino de la Creación y de la Redención. Pero Cristo ha prometido su asistencia perenne a la Iglesia: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Ha enviado a la Iglesia el Espíritu Santo, y el mismo Jesús se ha quedado en la Sagrada Eucaristía bajo las especies sacramentales. Además, ha elevado el matrimonio entre cristianos a la dignidad de sacramento, dotándole de unas gracias específicas. No tenemos, pues, que temer ante las agresiones del laicismo. Basta que recemos con optimismo y confianza, subrayando esa oración con el esfuerzo por ser leales a las exigencias de la vocación cristiana, jornada tras jornada, cada uno en el estado al que Dios le ha llamado, y afirmando con fortaleza y amabilidad la verdadera doctrina sobre el matrimonio, ofreciendo los padres y los hijos un ejemplo diario, plenamente coherente con la enseñanza de la Iglesia.

San Josemaría daba gracias a Dios por tantos hogares cristianos «que son testimonios luminosos de ese gran misterio divino —sacramentum magnum! (Ef 5, 32), sacramento grande— de la unión y del amor entre Cristo y su Iglesia». Y añadía: «Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento inicial —el Bautismo— ya confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino»[4]. Unámonos a su oración en el Cielo; recurramos a su intercesión, así como a la del beato Álvaro del Portillo, en esta oración constante por las familias de todo el mundo. La felicidad de estos matrimonios con sus hijos es muy contagiosa y ayuda hondamente a las personas que conocen esa realidad; y se producen muchas conversiones y cambios: es el eficaz apostolado del ejemplo.

3. Como resulta evidente, las lecturas de la Misa nos aseguran que los designios divinos acaban siempre por cumplirse, a pesar de nosotros mismos. Los hombres podemos dificultarlos por falta de correspondencia, pero el Señor triunfa siempre. ¿Quién hubiera pensado que el Mesías, naciendo en un aldea perdida como Belén, y viviendo en otra —prácticamente desconocida, como Nazaret— en la que habitó durante treinta años, santificando la vida en familia, estaba fundamentando la alegría de los hogares santos? (cfr. Mi 5, 1-4; Mt 1, 18-23). Dios no contempla los acontecimientos con nuestra pobre mirada humana, sino que —en su sabiduría y bondad infinitas— saca, del mal, el bien. Pero cuenta con los cristianos para extender los frutos de la Redención. Por eso, insisto en que, en la auténtica conducta de quien se sabe hijo de Dios, no caben las omisiones o posturas de indiferencia. Dios y el mundo nos esperan a diario.

¡Qué seguridad nos transmiten las palabras de san Pablo, recordadas en la segunda lectura!: A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio (Rm 8, 28). Como afirmaba san Josemaría, resumiendo esta enseñanza del Apóstol: omnia in bonum!; todo, hasta lo que puede parecer más negativo, es semilla de un bien que Dios, en su providencia, tiene preparado para los que le aman; así, todo en la vida del hogar rebosa amor y es ocasión de santidad.

Millones de familias en el mundo entero, cristianas y no cristianas, se conducen de acuerdo con el plan divino de la Creación. No son noticia, porque el bien no suele causar ruido, mientras que comportamientos contrarios suelen levantar tristemente mucho rumor, sin excluir el escándalo. Sin embargo, como precisaba el fundador del Opus Dei, «la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias... Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero —hecho de sacrificio— y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada»[5].

4. ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros? El Santo Padre nos recuerda que «cada familia cristiana [... ], ante todo, puede acoger a Jesús, escucharlo, hablar con él, custodiarlo, protegerlo, crecer con él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio al Señor en nuestro corazón y en nuestras jornadas. Así hicieron también María y José [...]. No era una familia artificial, no era una familia irreal. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de cada familia»[6]: es decir, nos desafía a ser personas con normalidad de conducta, que respetan, aman y sirven a los demás.

Dentro de unos minutos, nuestro Señor se hará presente entre nosotros bajo las especies sacramentales. Cultivemos el deseo de que la Eucaristía —como escribió Benedicto XVI— influya cada vez más profundamente en la vida cotidiana. «Animo de modo particular a las familias —concretaba— para que este sacramento sea fuente de fuerza e inspiración. El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la tarea educativa se revelan como ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido»[7].

Hermanas y hermanos queridísimos, las fiestas marianas de este mes son una buena ocasión para confiar a la Virgen nuestras peticiones. Sobre todo el día 8, cuando celebraremos litúrgicamente la natividad de nuestra Señora. Como los hijos pequeños a sus madres, en la fecha de su cumpleaños, pidámosle también nosotros un regalo: que escuche nuestras plegarias; que conceda a la Iglesia y al mundo el gozo y la paz que tanto necesitan. Por este lugar, por la explanada de este santuario, a lo largo de los veinticinco años, que hoy celebramos como aniversario, han pasado regueros de matrimonios felices, con sus hijos, que han sabido propagar con celo y gozo, con su vida diaria, que lo que Dios ha unido no lo debe separar el hombre, porque es camino seguro para llegar al Cielo. Así sea.

[1] San Josemaría, Carta al Vicario regional de España, 17-VI-1967.

[2] San Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio (22-XI-1981), n. 17.

[3] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 66.

[4] San Josemaría, Conversaciones, n. 91.

[5] San Josemaría, Conversaciones, n. 101.

[6] Francisco, Audiencia general, 17-XII-2014.

[7] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 79.

Romana, n. 61, Julio-Diciembre 2015, p. 282-285.

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