En la ordenación sacerdotal de fieles de la Prelatura, santuario de Torreciudad, España (31-VIII-2014)
Queridísimos Nacho y Luisra, queridísimos padres y hermanos de los dos ordenandos, queridísimos hermanos y hermanas:
Mi corazón y mi alma rebosan de alegría en este lugar querido y buscado por san Josemaría, que desde el Cielo nos sigue tan de cerca. Conocéis perfectamente que impulsó la construcción de este templo en honor de Santa María con una finalidad exclusiva: que las personas que viniésemos acá a través de la intercesión de una Madre que nunca nos abandona, nos acercásemos con más confianza todavía al perdón de nuestras culpas, para sentirnos, como estamos en realidad, amados, seguidos, comprendidos por este Señor nuestro que es todo misericordia con quienes se acercan a Él.
Las lecturas que hemos escuchado son una invitación, para todas y para todos a la responsabilidad personal. El Señor nos ha ungido. Recuerdo con qué alegría se refería san Josemaría a la unción que hemos recibido todas y todos en el Bautismo, y también, a esa nueva unción que nos hace fuertes para combatir las batallas de Dios en la Confirmación. Por lo tanto, cada una y cada uno, estamos habilitados por el sacerdocio real que Cristo ha puesto en nuestras almas, para que seamos mujeres y hombres que lleven por las tierras de este mundo nuestro el nombre de Dios, el amor de Dios, la comprensión de Dios.
Deseo también recordar en este momento al queridísimo don Álvaro; dentro de pocas semanas celebraremos su beatificación, su subida a los altares. Fue, como conocéis, un hombre, un sacerdote, un obispo, que por buscar con un acento intensísimo la gracia de Dios, sabía comunicar la sencillez, la simpatía, la alegría de ser hermanos de Jesucristo, hijos de Dios Padre, templos del Espíritu Santo. Os sugiero que acudáis a su intercesión poderosa porque, si ya en la tierra se volcaba generosamente para atender y escuchar y seguir y aprender de todas las personas, imaginaos ahora con que cercanía nos sigue, nos ayuda y nos empuja.
Tenemos que dar muchas gracias a Dios porque esas palabras que hemos escuchado en el salmo responsorial: El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal 22 [23] 1). Pensémoslo bien cada una, cada uno: somos objeto de ese amor predilecto de Dios que quiere ser nuestro pastor y que es el Pastor bonus, el Buen Pastor, que no nos abandona nunca. Además, si alguna vez tuviésemos la tristeza de habernos apartado de él, nos espera y lo muestra con esa imagen gráfica que hemos leído tantas veces en el Evangelio: va en busca de nosotros como de la oveja perdida y carga con nuestras penas, poniéndonos sobre sus hombros. Por eso pidamos con convencimiento, que no sean palabras lo que decimos: el Señor es mi pastor, tuyo, mío; y quiere concretamente que entremos en un trato de confianza de tal manera que todo lo suyo lo hagamos nuestro y todo lo nuestro lo hagamos de Dios.
Ahora me dirijo a Nacho y a Luisra. Hemos escuchado unas palabras de Isaías, que se refieren a todas las personas, porque el Espíritu Santo está sobre nosotros (cfr. Is 61, 1-3). Pero, concretamente, vosotros dos vais a recibir el don más grande que puede acoger un hombre en la tierra: la capacidad de celebrar la Santa Misa in persona Christi. Cristo va a actuar a través de vosotros para que se haga presente el sacrificio del Calvario, que es de donde manan todas las riquezas y toda la vida de la Iglesia. También vais a tener la capacidad de perdonar los pecados; no vosotros, sino el mismo Cristo, sirviéndose de vuestras palabras, de vuestra atención y vuestras tareas pastorales. Es muy importante que pidamos ahora por todos los sacerdotes del mundo. No dejemos de sentir esa responsabilidad.
Sobre cada una y sobre cada uno carga la santidad a la que deben tender todos los presbíteros; y ellos, no porque sean mejores o porque tengan más categoría, también tirarán de cada uno de nosotros hacia arriba para que aspiremos al objeto de la vida de todas las mujeres y de todos los hombres: la santidad, que no es un lugar lejano ni una situación extraña. Todos, por el amor de Dios, estamos llamados a esa santidad, a esa vida en Cristo, con Cristo y por Cristo, y tenemos, además, la posibilidad de no desanimarnos cuando vemos la poquedad, la debilidad de nuestra persona. Porque Él nos espera y nos dice nuevamente, como dijo a los Apóstoles: Id y haced discípulos a todos los pueblos (Mt 28, 19). ¿No os emociona recordar las palabras que hemos escuchado del Evangelio? Porque tú, tú, tú, cada una, cada uno, yo, somos esa sal, sal con el sabor divino, que tiene que sazonar el trabajo en esta sociedad; y somos a la vez, porque Dios lo quiere, luz que se hace cada vez más fuerte como un foco que irradia, precisamente porque nos alumbra en todos los momentos y podemos acoger esa luz con la gracia del Espíritu Santo. Sed mujeres y hombres, y vosotros dos sed sacerdotes al cien por cien, y seamos todos apóstoles de Cristo para llevarle por todos los lugares, por todas las trochas y por todos los caminos de esta tierra.
Puedo confirmaros que san Josemaría —también don Álvaro siguiendo los pasos de san Josemaría— dio a toda su vida, también a su jornada cotidiana, cuando tenía que estar en el trabajo de la mesa, una proyección pastoral. Detrás de los papeles, detrás de los asuntos, veía almas a las que amaba en Cristo y deseaba hacerlo con la fuerza de Cristo, almas a las que quería servir. Pues no lo olvidemos. Por voluntad de Dios, los sacerdotes —pero también vosotros, mujeres y hombres— sois mediadores entre el Cielo y las personas. Por eso, a vosotros dos os digo: hijos míos, vais a recibir unos poderes extraordinarios y quisiera que notaseis esa intimidad de Dios con cada una y con cada uno. Deseo recordaros unas palabras de san Josemaría: «Dios Nuestro Señor es infinito, su amor es inagotable, su clemencia y su piedad con nosotros no admiten límites. Y, aunque nos concede su gracia de muchos otros modos, ha instituido expresa y libremente —sólo Él podía hacerlo— estos siete signos eficaces, para que de una manera estable, sencilla y asequible a todos, los hombres puedan hacerse partícipes de los méritos de la Redención» (Es Cristo que pasa, n. 78).
Por eso, os ruego con toda mi alma que no dejéis de hablar del sacramento de la Confesión. No tengáis miedo, no guardéis respetos humanos. Las almas están esperando vuestra ayuda. E igualmente no tengáis miedo para hablar de la Eucaristía. Desde hace veinte siglos Jesucristo nos está esperando a cada uno con el mismo amor que cuando vino aquí a la tierra y con el mismo amor que pensó en nosotros antes de la creación. Por el Bautismo, nos hemos librado del pecado original, pero todos tenemos conciencia de nuestra debilidad personal y de alguna manera podemos ofender al Señor. Y, sin embargo, Dios no es como los hombres, que guardan las ofensas en la memoria. Dios, si acudimos a Él, nos perdona, nos abraza y nos dice de nuevo: adelante, adelante; y quiere que, como en la parábola del hijo pródigo, participemos de sus tesoros y de sus riquezas.
Hemos escuchado después las palabras de Pablo: el amor de Cristo nos apremia (2 Cor 5, 14 ). Que sí, que es verdad, que Cristo te está amando, me está amando, con toda su infinitud. Y amor, lo sabéis perfectamente, con amor se paga. Por eso, el queridísimo don Álvaro, no solamente buscaba tener una vida de piedad intensa, sino que acudía a los sacramentos con puntualidad, procurando de verdad sacar el fruto necesario de esa gracia que nos llega a través de esos medios sobrenaturales, que son como las huellas de Jesucristo en la tierra.
Antes de terminar quiero recordaros lo que hemos oído: Tú eres sal, tú eres luz (cfr. Mt 5, 13-14). Acudamos al Señor pidiéndole que nos dé la luz y la sal para acompañar a Francisco, el Papa, de manera que se sienta sostenido diariamente por nuestra oración y por nuestra mortificación. Cuesta poco. Yo pienso que el amor, el cariño, la filiación, llevan consigo el sacrificio gustoso y voluntario. En estos momentos de la historia, hacemos insistentemente nuestra oración personal al Cielo para pedir por la paz del mundo. Os ruego, hijos míos, hermanos míos, que no escuchéis las noticias como quien oye una cosa nueva. Pidamos por todos los lugares donde sufren, por todos los lugares donde la gente por su fe está sufriendo una seria persecución. Por eso, recemos para que en la humanidad se extienda la red de tu oración, de mi oración y nuestra mortificación y finalmente acudiendo a Nuestra Señora la Virgen de Torreciudad.
Hay una fotografía muy significativa de san Josemaría mirando, con gran agradecimiento, la imagen que está en el retablo, esa imagen a través de cuya intercesión el Señor quiso curarle de una enfermedad grave cuando era niño. Pues miremos a Nuestra Señora y pidámosle que a todos —y ahora concretamente a Nacho y a Luisra— nos haga vivir con alma sacerdotal, porque cada uno puede ser sacerdote de su propia existencia. Que nos haga buenos y fieles, como san Josemaría y el próximo beato Álvaro del Portillo. Que penséis con realidad y pidáis ayuda a la Virgen: la Iglesia está en mis manos, en mi vida, en mi fe, en mi lealtad. Que Dios os bendiga. Y felicito de todo corazón a los padres y hermanos de los dos nuevos sacerdotes. El Señor ha pasado por vuestras familias con esta bendición especial.
Romana, n. 59, julio-diciembre 2014, p. 292-295.