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En la inauguración del año académico, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma (7-X-2014)

Queridos hermanos y hermanas:

En la primera lectura, san Pablo nos explica la acción del Paráclito, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, y nos recuerda que «en cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común» (1 Cor 12, 7). Estas palabras, divinamente inspiradas, nos traen a la memoria un evento alegre en el que hemos participado hace apenas diez días. Me refiero a la reciente beatificación de Mons. Álvaro del Portillo, primer gran canciller de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz. En efecto, quien ha tenido —como es mi caso— la gracia de haberle conocido y tratado, puede constatar que el Señor le concedió grandes dones humanos y espirituales, y somos testigos de cómo Mons. del Portillo puso tales dones al servicio de la Iglesia, del Opus Dei y de todas las almas. La Universidad Pontificia de la Santa Cruz es uno de los tantos frutos de su fiel dedicación a la misión recibida, un fruto que ya preparó san Josemaría y que fue llevado a su madurez gracias al empeño constante del beato Álvaro del Portillo.

Por eso, en esta Santa Misa con motivo de la inauguración de un nuevo año académico, nos dirigimos al Espíritu Santo, agradecidos por la manera en que actuó en la vida de don Álvaro —celoso pastor de la Iglesia— e invocamos su ayuda para que todos sepamos custodiar e incrementar la herencia que él nos ha transmitido. Esta universidad comenzó sus actividades hace treinta años, en 1984, como Centro Académico Romano. En la homilía de la Misa de inauguración del segundo año académico, celebrada el 15 de octubre de 1985, el beato Álvaro del Portillo invitaba a los presentes a mirar con fe y con esperanza el futuro del nuevo centro docente, que estaba dando sus primeros pasos, y observaba: «Como el grano de mostaza del que habla Jesucristo en el Evangelio, se convertirá en un árbol frondoso, si todos vosotros os esforzáis por cooperar con la gracia y por hacer vuestro trabajo de forma competente, con sentido cristiano y con [...] spiritus diaconiae, con espíritu de servicio»[1].

Sus palabras provenían de una profunda visión sobrenatural y, pasados tres decenios, verificamos que se han convertido en una feliz realidad. Pero la exhortación de Mons. del Portillo sigue siendo actual hoy para cada uno de vosotros: para los docentes, para los estudiantes, para el personal técnico y administrativo. A cada uno, ciertamente, corresponde la tarea de dejarse guiar por el Espíritu Santo hacia la santidad, de esforzarse en los propias obligaciones mejorando siempre la preparación, de trabajar ejercitando todas las virtudes cristianas y de aspirar a servir a los demás con la propia profesión. No podemos pensar que se trata de una tarea demasiado difícil, porque el Señor nos da su gracia, y nos ayudan también el ejemplo amable y la intercesión del nuevo beato.

El Evangelio de la Misa nos recuerda que Jesús quiso servirse de nosotros para propagar la acción evangelizadora de la Iglesia. A sus discípulos, todavía abatidos y titubeantes después de la pasión y muerte del Maestro, Cristo resucitado les dijo: «Como el Padre me envió a mí, yo también os envío» (Jn 20, 21). También nosotros —cada uno— somos destinatarios de esta llamada apostólica. El hecho de trabajar en una universidad agudiza aún más, en cierto sentido, esta responsabilidad. Como escribió en Evangelii gaudium el Papa Francisco, «el bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión [...] Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla»[2]. En las aulas universitarias, con vuestro estudio y vuestra enseñanza, experimentad —docentes y estudiantes— la verdad y la belleza que vienen de Dios. Por lo tanto, no podéis abandonar la necesidad urgente de asimilarlas y comunicarlas a otros, al mundo entero.

Nos sentimos llamados a proclamar la grandeza del Evangelio, especialmente su luz sobre el matrimonio y la familia. En estos días se está desarrollando la Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización. Invoquemos con fe la inspiración del Espíritu Santo para que los trabajos del sínodo ayuden a orientar el papel de liderazgo de la Iglesia en el mundo moderno, con fidelidad a las enseñanzas de Cristo. Al mismo tiempo, deseamos comprometernos personalmente para que la verdad sobre la vida matrimonial y familiar, a la luz del designio de Dios que creó a la persona hombre y mujer, brille y se comprenda cada vez mejor.

Confiamos este compromiso a la intercesión de san Juan Pablo II, a quien hace unos meses tuvimos la alegría de ver canonizado. Él, que tanto trabajó en el ámbito de la pastoral familiar desde que era sacerdote y obispo, nos ayude a anunciar con eficacia la belleza del proyecto creador de Dios en la unión entre el hombre y la mujer.

Deseo invocar también la protección de san Josemaría Escrivá de Balaguer que precisamente un 6 de octubre de hace doce años, en el 2002, fue contado entre los santos. San Josemaría, que había preparado el arranque de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, interceda por cada uno para que, en el propio ambiente y gracias al propio trabajo, sea sembrador de luz, de alegría, de paz.

Quisiera terminar haciendo mía la invocación del Papa Francisco a la Santísima Virgen en este momento peculiar de la misión evangelizadora de la Iglesia: Madre nuestra «consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados para llevar a todos el Evangelio de la vida que vence a la muerte. Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos

para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga»[3]. Así sea.

[1] Beato Álvaro del Portillo, Homilía, 15-X-1985.

[2] Francisco, Exhort. Apostólica Evangelii Gaudium, n. 9

[3] Ibid.

Romana, n. 59, julio-diciembre 2014, p. 295-297.

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