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“Caminando hacia Emaús, por todas las vías del mundo”, intervención en el Meeting di Rimini, Italia (28-VIII-2014)

Permitidme ante todo dar las gracias a los organizadores del Meeting de Rimini: por su espléndido y esforzado trabajo, y por haberme ofrecido la oportunidad de participar en un acontecimiento tan rico de contenidos y reflexiones. Estando aquí presente, mi pensamiento y mi cariño se dirigen a don Giussani, fundador de Comunión y Liberación. Lo recuerdo con sentimientos de amistad y sincero agradecimiento por la contribución profundamente cristiana que el movimiento, por él inspirado, continúa dando a la sociedad civil y eclesial. Pienso en su fidelidad ejemplar a la Iglesia y al Papa; en la lealtad demostrada incluso en circunstancias difíciles, cuando su mensaje espiritual a veces no era comprendido. Rezo para que su causa de beatificación pueda llegar lo más rápido posible a buen fin.

1. El Meeting de este año parte de las palabras: «Hacia las periferias del mundo y de la existencia». Es un tema recurrente en las intervenciones del Papa Francisco, que empuja a la Iglesia a “salir” a las calles del mundo para proclamar de nuevo el Evangelio de Jesucristo, con la fuerza y la audacia de la primera evangelización. Desde el principio, siguiendo las huellas del Maestro, la Iglesia primitiva mostró una especial predilección por los más pobres. Jesús manifiesta su compasión por todos los hombres y mujeres, particularmente por los más necesitados de su misericordia. Durante su paso por la tierra, Cristo se interesaba por las necesidades materiales de las personas que lo seguían, desde enfermos que se le acercaban, hasta pecadores que Él mismo atraía a la conversión con su gracia.

Recorriendo los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de san Pablo, nos damos cuenta de que los primeros cristianos prosiguieron por el mismo camino. Ya en los primerísimos momentos, los apóstoles eligieron a algunos en la Iglesia para que se dedicasen a la atención de los huérfanos y las viudas (cfr. Hch 6,1-6). Y el mismo san Pablo atestigua que, en los primeros años, la Iglesia estaba compuesta principalmente por personas sencillas, llevando así a cumplimiento un designo divino: no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a los fuertes; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia (1 Cor 1, 26-29).

Siguiendo el modelo de los primeros cristianos, ha caminado siempre la Iglesia: Papas, obispos y sacerdotes, religiosos y muchísimos fieles laicos se han caracterizado por su entrega a favor de los indigentes. En ese clima de justicia y caridad, generado por el cristianismo, han ido surgiendo, en el curso de los siglos, innumerables hospitales, albergues para los sin techo, estructuras de acogida para los pobres y huérfanos, escuelas e instituciones para favorecer el acceso a la educación a todos los niveles y, obviamente, iglesias y seminarios abiertos a todos. En línea con esta larga tradición, san Josemaría Escrivá predicaba y enseñaba a los fieles del Opus Dei que «un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo»[1]. La Iglesia, desde siempre, nunca deja solos a los hombres, sino que constantemente va al encuentro de sus necesidades.

Una característica fundamental del obrar cristiano, siguiendo las huellas del Maestro, es la de no limitarse únicamente a aliviar las situaciones de pobreza material y social de tantas personas, sino de empeñarse en abrir a todos los horizontes sobrenaturales a los que Dios nos llama. Este último ámbito espiritual no está obviamente en contraste con el material, sino que lo rectifica y amplía su significado. Muchas veces la urgencia diaria pondrá en primer plano las necesidades materiales de las personas, ya que la vida cristiana siempre se edifica sobre el fundamento humano, pero siempre con una mirada que lo supera: «Salir a los demás para llegar a las periferias humanas —ha escrito el Papa Francisco— no quiere decir correr hacia el mundo sin una dirección y sin sentido»[2].

El objetivo de la Iglesia ha de ser siempre ofrecer un testimonio vivo del Evangelio, con todas sus consecuencias naturales y sobrenaturales para cada persona. Debemos pues «salir de la propia comodidad y tener el valor de llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio»[3]. La Iglesia universal está presente y operante en las Iglesias particulares, provistas de todos los instrumentos de salvación dados por Cristo. Por esta razón, «su alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en su preocupación de anunciarlo en otros lugares más necesitados, como en una constante salida hacia las periferias del propio territorio o hacia los nuevos ámbitos socio-culturales»[4].

No debemos olvidar que muy a menudo las “periferias existenciales” de las que habla el Papa, no están lejos, sino junto a cada uno de nosotros: en nuestras ciudades, en nuestro ambiente de trabajo, entre nuestros amigos, en nuestras familias..., por todas partes podemos encontrar personas necesitadas de nuestra ayuda, de nuestra comprensión, de nuestro testimonio cristiano. En el trato con cada persona cercana, el Señor nos pide ser portadores de su consuelo, de su paz y de su alegría. Y ese mismo espíritu evangelizador que queremos vivir y mostrar en nuestra sociedad, en nuestro ambiente diario, sabremos luego demostrarlo también en las “periferias” lejanas, como la Iglesia nos ha enseñado desde siempre. Me acuerdo de tantas conversaciones con obispos, sacerdotes, religiosos y también laicos que, movidos por el celo por las almas, han ido a países de los cinco continentes a llevar el Evangelio de Cristo; me contaban sus experiencias sin ningún protagonismo personal, sino solo con cariño a las innumerables iniciativas que hacían en favor de los necesitados. Esos hombres de Dios sabían ver la humanidad como una familia, en la que todos somos hermanos, y contaban aventuras maravillosas, auténticas epopeyas que tantas veces quedan ocultas a los ojos de los hombres, pero que brillan en presencia de Dios, como ejemplos heroicos de una caridad del cielo que cada día baja a la tierra. Podría alargarme en estos relatos, sintiendo cada vez un santo orgullo, porque surge siempre en primera línea la santidad de la Iglesia. Donde las personas crecen, crece también la Iglesia, avanzando en su camino. Por eso contamos con el tesoro de tantos santos y mártires que son la riqueza del catolicismo y, en definitiva, de la misma humanidad.

Cuando me invitaron a participar en este Meeting, se me sugirió que hablara de mi experiencia personal de fe. Quisiera hacerlo, pero no hablando de mí, sino a través de algunos sucesos que tuve la inmensa fortuna de contemplar en la vida de dos gigantes de la fe: san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, y su primer sucesor, el siervo de Dios Álvaro del Portillo, que será beatificado dentro de un mes. He vivido muchos años al lado de ambos y mi testimonio de fe pasa a través de su recuerdo y su ejemplo. Gracias a Dios, cada día, en cualquier parte del mundo, la mayoría de los fieles del Opus Dei se dedican a actividades de servicio a personas de toda condición y proveniencia: no lo hacen como un favor, sino como una respuesta del alma fiel a Jesucristo, que por amor de Dios experimenta el deseo y la responsabilidad de servir a sus hermanos.

Este camino de servicio a las almas, en la prelatura del Opus Dei, fue abierto por san Josemaría en primera persona; él animó a muchísimos hombres y mujeres a seguir esa llamada. Recuerdo con gozo, entre los textos evangélicos que más le gustaban, el del encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús. En su predicación, se detenía con gusto en describir esa escena estupenda. Insistía en que Jesús, no soportando la pérdida de algunos discípulos, decidió ponerse en camino para ir a buscarlos. Ellos, desilusionados y amargados por los últimos sucesos, volvían desconsolados a su vida anterior, de la que les había sacado el Señor poniendo ante sus ojos una aventura sobrenatural maravillosa. Estas son las palabras con las que san Josemaría recordaba esos momentos: «Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria»[5].

2. En 1928, año de la fundación del Opus Dei, las periferias de una capital como Madrid, en fase de rápida expansión, estaban pobladas por grandes muchedumbres de personas que vivían en míseros barracones, de largas filas de enfermos acogidos en hospitales públicos, y de tantos pobres que escondían su indigencia tras una digna apariencia. Lo recordaba así el mismo san Josemaría, pocos días antes de dejar esta tierra, dando gracias a Dios por haber estado siempre junto a ellos, desde el principio de esa aventura divina.

«¿Qué hacen las personas cuando quieren obtener algo? Se sirven de todos los medios humanos. ¿De qué recursos disponía? [...] Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios [...] Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más. Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma; algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis. De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios, en todos esos sitios. Mientras tanto, trabajaba y formaba a los primeros que tenía alrededor. Había una representación de casi todo: había universitarios, obreros, pequeños empresarios, artistas... Fueron unos años intensos, en los que el Opus Dei crecía para adentro sin darnos cuenta. Pero he querido deciros [...] que la fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas»[6].

Así nació el Opus Dei y de ese modo se ha desarrollado, con la ayuda del Señor y de su santísima Madre. Así sigue creciendo también ahora, gracias al empeño de tantos fieles de la Prelatura que, siguiendo el ejemplo de san Josemaría, viven las “periferias”, próximas o lejanas, con el único deseo de servir a las personas, de modo que crezcan en su dignidad de hombres y de cristianos, de hijos de Dios. Este compromiso lo comparten con sus amigos, con los colegas de trabajo, y descubren que en el servicio al prójimo necesitado son ellos los primeros en obtener siempre un beneficio espiritual enorme. Aprenden a ver en los enfermos, en los pobres, en los marginados, una especial presencia de Cristo. Por eso, el fundador del Opus Dei tenía una confianza inquebrantable en sus oraciones y en el ofrecimiento a Dios de sus enfermedades y dolores. A este propósito, me vienen a la mente algunos episodios sucedidos en los primeros años del Opus Dei.

El primero lo recordaba a menudo san Josemaría. La protagonista era una mujer, retrasada mental, a la que impartía dirección espiritual, seguro de que ninguna enfermedad podía impedir la familiaridad con Dios. En aquel periodo, en Madrid, se publicaba un periódico rabiosamente anticatólico, que acarreaba grave daño a las almas. San Josemaría, confiando en el poder de Dios, que actúa a través de instrumentos desproporcionados, pidió a aquella mujer que rezase sin descanso por una intención suya, que era precisamente el cierre de aquel periódico. A distancia de años, en una carta de 1950, escribió: «Al poco tiempo se volvió a cumplir lo que dice la Escritura: quæ stulta sunt mundi elegit Deus ut confundat sapientes (1 Cor 1, 27); que Dios escogió a los necios según el mundo, para confundir a los sabios: aquel periódico se hundió, por la oración de una pobre tonta, que siguió rezando por la misma intención, y de la misma manera se hundieron un segundo y un tercer diario, que sucedieron al primero y que también hacían gran daño a las almas»[7].

El segundo episodio que deseo compartir con vosotros, era muy personal y por ese motivo san Josemaría no lo contaba en público, para evitar ponerse de ejemplo. Fue un suceso al que solo se refirió pocas veces ante un restringido número de personas, dejando correr sus recuerdos.

Corrían los primeros años 30 del siglo pasado. San Josemaría iba cada día a celebrar la Misa en la Iglesia de Santa Isabel, de la que era rector. Cada mañana encontraba una mendiga en el camino, siempre en el mismo sitio. Un día se le acercó y le dijo: «Hija mía, yo no puedo darte ni oro ni plata; yo, pobre sacerdote de Dios, te doy lo que tengo: la bendición de Dios Padre Omnipotente. Y te pido que encomiendes mucho una intención mía, que será para la gloria de Dios y para el bien de las almas. ¡Dale al Señor todo lo que puedas!».

Contaba san Josemaría que, poco tiempo después, se dio cuenta de que en el lugar habitual ya no estaba la mendiga. Más tarde, durante una visita a los enfermos de un hospital, la encontró allí gravemente enferma. «Hija mía, ¿qué haces tú aquí, qué te pasa?», le preguntó. La mendiga sonrió y san Josemaría le aseguró que ofrecería la Misa por ella pidiendo al Señor que le devolviera la salud. La mujer replicó: «Padre, ¿cómo se entiende? Usted me dijo que encomendase una cosa que era para mucha gloria de Dios y que le diera todo lo que pudiera al Señor: le he ofrecido lo que tengo, mi vida». «Yo os digo —comentaba el fundador— que, desde que aquella pobre mendiga se fue al cielo, la Obra comenzó a caminar de prisa»[8].

Hay otro recuerdo biográfico de san Josemaría que deseo contaros, a propósito de aquellas «periferias existenciales» donde Dios nos llama para servir y acompañar a nuestros hermanos. En particular este episodio refleja la finura de caridad de los santos, que saben hacerse cargo de la soledad de las personas cercanas.

San Josemaría estaba predicando un curso de retiro para sacerdotes: durante aquellas jornadas de oración procuraba hablar personalmente con cada uno de los participantes, para escucharles y ayudarles en su lucha personal. Se dio cuenta de que había un sacerdote que no se atrevía a hablar con él, y, después de algún día, se le acercó y lo animó a hacerlo. Descubrió que estaba sufriendo mucho por una dura calumnia de la que era acusado injustamente. Le preguntó por qué no se juntaba con sus hermanos sacerdotes, y él respondió: «yo me junto solo». San Josemaría sufrió mucho al ver la soledad de aquel hermano suyo, además sacerdote, y lo contó algunos años después. «Me dio mucha pena esa frialdad. Yo era joven. Le cogí las manos y se las besé. Rompió a llorar. Creo que, cuando se fue, ya no se sentía solo»[9]. Su comentario final a esta experiencia son palabras que apelan a nuestra responsabilidad como cristianos, al deber de servir al prójimo por amor de Dios: «Traté a aquel sacerdote como pensé que lo hubiera hecho Jesucristo».

3. Tengo aún tantos recuerdos de la caridad y la santidad de san Josemaría en el trato con las personas cercanas o lejanas; pero creo que los episodios evocados hasta ahora son una manifestación suficiente de ese «ir a las periferias de la existencia», haciendo las veces de Jesús en el camino de Emaús.

El compromiso vivido por san Josemaría al servicio del prójimo, se manifestó en su afán apostólico constante para que se pusieran en marcha muchísimos proyectos de promoción social y humana en países pobres y en las áreas desfavorecidas de las grandes metrópolis. Y a lo largo de ese camino de promoción humana y profesional, se siguen comprometiéndose hombres y mujeres de la Prelatura, con la ayuda de tantos amigos y cooperadores católicos e incluso no cristianos, deseosos de contribuir al bien de las personas.

El mismo espíritu de servicio, el estímulo de ir al encuentro de los demás en las «periferias existenciales», fue una característica fundamental también en la vida de Mons. Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría. Él mismo recordaba cómo las visitas a los pobres y enfermos de las periferias de Madrid, que hacía desde joven con algunos amigos y colegas de universidad, lo prepararon para su decisivo encuentro con el Opus Dei y para la llamada divina a seguir al Señor.

«Algunos compañeros de la Escuela de Ingeniería me llevaron a visitar pobres, durante unos meses. El contacto con la pobreza, con el abandono, produce un choque espiritual enorme. Nos hace ver que muchas veces nos preocupamos de tonterías que no son más que egoísmos nuestros, pequeñeces. Vemos la gente que sufre con motivos graves —pobreza, abandono, soledad, enfermedad— y que están contentos, porque tienen la gracia de Dios. Eso produce un choque, que es lo que me preparó para cuando me presentaron a nuestro Padre»[10].

Durante los casi veinte años que estuvo al frente del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo suscitó innumerables iniciativas de tipo educativo y de formación profesional. Son frutos del alma sacerdotal que todos los cristianos —«sacerdotes y laicos», repetía don Álvaro— deberíamos poner en práctica, como actuación del carácter recibido en el Bautismo.

Sin la pretensión de hacer una lista exhaustiva, quisiera recordar algunas estructuras y proyectos que llevan adelante los fieles de la Prelatura con la colaboración de muchas otras personas.

En el ámbito sanitario me gusta mencionar dos iniciativas. La primera, surgida en 1988, es la Università Campus Bio-Medico de Roma, con policlínico y facultades de Medicina, Enfermería e Ingeniería Biomédica. En 2008 se terminó la construcción de la sede actual; el policlínico es capaz de acoger a 400 pacientes y tiene 18 salas operatorias. Hoy, junto a ese edificio, hay un centro de investigación y otro para la salud del anciano. Y como óptimo detalle, el ayuntamiento de Roma dedicó la calle que lleva al Campus a Mons. del Portillo. Ahora la Universidad ofrece ocho cursos de licenciatura, tiene más de 1.000 estudiantes y el policlínico asiste a miles de personas.

La segunda iniciativa nos lleva a África: es el Centre Hospitalier Monkole, surgido en la periferia de Kinshasa con ocasión de un viaje de Mons. Álvaro del Portillo al Congo, en 1989. Durante su estancia en el país, don Álvaro escuchó el deseo del Card. Laurent Monsengwo —en ese momento Presidente de la Conferencia Episcopal del Congo— que se daba cuenta de la necesidad de tener un centro hospitalario bien equipado, que sirviese a la población y también a los numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas, misioneros, etc., que trabajan en el país. Mons. del Portillo propuso a algunos fieles de la Obra llevar a cabo un proyecto en el ámbito sanitario. Hoy, el centro hospitalario Monkole ofrece asistencia médica especializada (en ginecología, cirugía, medicina interna y pediatría) en régimen ambulatorio y hospitalario, y promueve la educación sanitaria, especialmente en cuestiones que atañen a enfermedades particularmente extendidas. Tres ambulatorios satélites del hospital ofrecen asistencia sanitaria en barrios pobres. También están asociados al hospital una escuela que cada año forma a 50 nuevas enfermeras, y un centro de formación continua para médicos. Se realizan más de 50.000 consultas médicas anuales.

Entre los proyectos educativos puestos en marcha por Mons. Del Portillo en países en vías de desarrollo, deseo recordar el Centro Educativo y Asistencial Pedreira, que se levanta en un barrio cercano a São Paulo, en Brasil. Las condiciones sociales de la zona eran de las más deterioradas de la ciudad, y muchos jóvenes corrían el riesgo real de caer en la criminalidad, la violencia y la droga. Mons. Álvaro del Portillo animó el nacimiento de esta iniciativa. Ahora, cada año, el centro Pedreira recibe centenares de alumnos. Además, organiza cursos de formación profesional básica, para chicos de 10 a 14 años, y cursos profesionales en el campo de las redes informáticas, de la administración y de las telecomunicaciones, para jóvenes de 15 a 17 años.

En el ámbito de la empresa, en la Ciudad de Guatemala surgió el Instituto para la promoción de la responsabilidad social empresarial. Es un centro de estudios y de investigación, que mira a difundir los principios de la ética y la responsabilidad social en el ámbito empresarial. Se fundó en 1991 por sugerencia de Mons. Álvaro del Portillo para que se profundizase en el estudio y en la práctica de la encíclica Centesimus annus de san Juan Pablo II. «Hagamos todo lo posible —escribió en una carta pastoral— para que los principios de la doctrina social de la Iglesia sean conocidos y puestos en práctica».

En Uruguay está presente la Asociación Uruguaya de Escuelas Familiares Agrarias, cuya finalidad es elevar la calidad del trabajo del campo, dando mayor dignidad a los agricultores, ayudándoles a mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias. El primer centro fue inaugurado en 1980; además de los cursos de actualización permanente, imparte la enseñanza secundaria básica a 68 alumnos. En marzo de 1999 comenzaron las actividades del segundo centro que acoge a unas 50 alumnas. Mons. Álvaro del Portillo dio un importante impulso a los trabajos de la asociación, en particular durante un coloquio en Roma, en 1987, con uno de sus dirigentes. A día de hoy, la institución ha proporcionado a 485 personas del ambiente rural las competencias necesarias para desarrollar su propio proyecto profesional.

En los años ochenta, un grupo de mujeres de diversas profesiones, como fruto de la formación recibida en la Prelatura, comenzó a realizar actividades de educación profesional en Brixton, una zona multiétnica del sur de Londres. Además de animar a las personas que sacan adelante la iniciativa, Mons. Del Portillo, con ocasión de un viaje a Londres en 1987, bendijo la estructura. En 1992, las autoridades civiles de la zona decidieron intervenir para ampliar los edificios. Ahora participan en los cursos de Baytree más de 500 mujeres de 48 países y, mediante el Homework Club, se colabora en los estudios y en la educación de 900 niños. A la vez, se proporciona formación profesional a muchas madres de familia y se procura que ellas mismas ayuden a sus hijos en el estudio.

Proyectos como los descritos están presentes en los sesenta y siete países donde la prelatura del Opus Dei realiza establemente sus apostolados: de Filipinas a Bolivia, de Estados Unidos a Nigeria o al Camerún, de Lituania o Suecia a Australia o Nueva Zelanda. Algunos proyectos son de gran envergadura, otros son menos aparentes; pero, como repetía a menudo don Álvaro, «todo es grande si se hace con amor»; y: «Dios quiere servirse de las cosas pequeñas para apoyar en ellas la palanca de su misericordia y levantar el mundo».

La fe y la decisión de Mons. Álvaro del Portillo al promover todas esas iniciativas provenía del ejemplo y de la enseñanza de san Josemaría, el cual consideró siempre que Dios le había inspirado la Obra para servir a la Iglesia y, por tanto, a toda la humanidad. En 1957, por voluntad del Papa Pío XII, se le pidió al fundador que el Opus Dei se hiciera cargo de la atención pastoral de una de las prelaturas territoriales de Perú. Cuando le propusieron elegir una, san Josemaría respondió a Mons. Samorè, secretario de la Congregación para los Asuntos Eclesiásticos extraordinarios (hoy segunda Sección de la Secretaría de Estado): «Diga al Santo Padre que ofrezca estas prelaturas a otras instituciones de la Iglesia; la que no quieran los demás, la podéis confiar a nosotros». Luego se ocupó de los sacerdotes que tendrían que componer el presbiterio, y les trasmitió algunos consejos derivados de su práctica pastoral. Entre otros, les dijo que recordaran siempre que en el mundo no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios. De aquella prelatura territorial, donde no había ni siquiera un cura nativo, después de erigir el seminario menor se ha formado el 52% de los sacerdotes incardinados, fieles a la Iglesia, al Papa, a su ordinario.

4. No quisiera alargarme más. Pero, antes de acabar, deseo señalar dos proyectos en curso. El primero es una iniciativa surgida en 2002, después de la canonización de san Josemaría, llamada África Harambee, que ha empezado programas de promoción humana y social en una decena de países del África subsahariana. Finalmente, en los últimos meses, no lejos de Jerusalén, ha comenzado el proyecto de la construcción de Saxum, una iniciativa en memoria de don Álvaro. Esta palabra latina, saxum, roca, fue el apelativo familiar que san Josemaría puso a aquel hijo suyo en los primeros tiempos, cuando se dio cuenta de que el Señor lo había puesto a su lado para que fuese un apoyo fuerte, seguro como una roca, en la tarea de edificar la Obra que Dios le había confiado.

Os pido a todos que recéis por la pronta realización de este proyecto. Saxum se propone dar a conocer a las personas que viajen a Tierra Santa por motivos religiosos o turísticos, las grandes riquezas espirituales de los lugares santificados por la presencia física de Nuestro Señor. Deseamos que sea un instrumento para que peregrinos, turistas, etc., puedan tener en su vida la ocasión de una conversión espiritual.

La Providencia ha hecho que los edificios en construcción surjan precisamente a lo largo del camino de Emaús; el mismo que Jesús recorrió el día de la resurrección, en busca de los dos discípulos que se habían desanimado y volvían a la «periferia» de la que habían sido rescatados por la llamada del Señor.

Creo que ha llegado el momento de terminar. Agradezco vuestra paciencia y atención. Os pido que recéis por mí y por esos apostolados de los fieles de la prelatura del Opus Dei; pero especialmente os pido que recéis siempre por la persona e intenciones del Santo Padre. Gracias

[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 167.

[2] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 46.

[3] Ibid., n. 20.

[4] Ibid., n. 30.

[5] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 313.

[6] San Josemaría, Notas de una meditación en Roma, 19-III-1975 (Cfr. Salvador Bernal, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid, Rialp, 1980, pp. 188-189).

[7] San Josemaría, Carta 7-X-1950, n. 12.

[8] José Miguel Cejas, José María Somoano en los comienzos del Opus Dei. Rialp, Madrid 1995, p. 112.

[9] Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. III, Rialp, Madrid 2002, p. 172.

[10] Álvaro del Portillo, Palabras pronunciadas en una reunión familiar, 4-III-1988; en Javier Medina, Álvaro del Portillo. Un hombre fiel, Rialp, Madrid 2012, p. 78. La expresión «nuestro Padre» se refiere a san Josemaría Escrivá.

Romana, n. 59, julio-diciembre 2014, p. 324-333.

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