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Entrevista concedida a Alfa y Omega, España (25-IX-2014)

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

¿Cuándo fue la primera vez que conoció a don Álvaro? ¿Qué impresión le quedó tras aquel primer encuentro? Después de tantos años a su lado, ¿qué es lo primero que le viene a la mente al recordar su figura?

Mi encuentro con don Álvaro resulta inseparable de mi encuentro con san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando yo tenía 16 años. Durante varios lustros, fue ese hermano mayor en quien san Josemaría pudo apoyarse muy especialmente, y los demás nos mirábamos en su ejemplaridad; y no dudo en asegurar que desde el momento en que estuvo al frente del Opus Dei, sus virtudes se hicieron aún más paternales, y resultó muy fácil a todos empezar a verle como a un padre para cada uno. Mientras recuerdo su figura, me viene a la mente aquella sonrisa suya, permanente, que era signo de acogida afectuosa, de disponibilidad, de servicio.

Soy consciente de la gracia de Dios que supone haber convivido con dos santos, y por eso pido oraciones todos los días para corresponder a este don, y transmitirlo a los fieles de la Prelatura y a todos los demás.

¿Cómo rezaba don Álvaro? ¿Cómo era su relación con Dios? ¿Cómo era él en la intimidad, en el día a día?

Aprendió de san Josemaría a ser contemplativo en medio del mundo, a través de las circunstancias ordinarias de la jornada: en el trabajo, en el cansancio, en el estado de ánimo de cada momento, en la preocupación por los demás... Vivía una relación de gran confianza con el Señor, a quien acudía como Amigo y como Padre. Su trato no era fruto de un momento extraordinario, o de un empeño voluntarista, sino del afán frecuente tejido con las diversas circunstancias se comparten con quien se ama: un rato de oración, la lectura meditada del Evangelio, el saludo filial a una imagen de la Virgen, una breve visita al sagrario al salir de casa...

Su intimidad con lo sobrenatural le proporcionaba una serenidad que atraía a las personas. Me consta que muchos, aunque le conocieran sólo por unos minutos de conversación, coincidían en destacar que les había transmitido una gran paz, que no era la paz de la quietud o de la impasibilidad, sino la de saberse querido por una persona que enfocaba las diferentes cuestiones con la perspectiva de lo realmente importante. Por eso, don Álvaro sufría con las penas de los demás, y se alegraba con sus gozos, a la vez que contextualizaba todo en los designios de la paternal providencia de Dios.

Él vivió, a su vez, muchos años junto a san Josemaría. ¿Cómo era su relación con el fundador del Opus Dei? ¿Qué decía de él? ¿Cómo le recordaba?

Como se lee en sus escritos y puede verse en los vídeos que se conservan, don Álvaro siempre tuvo presente la figura y la enseñanza de san Josemaría. A pesar de sus destacadas cualidades humanas e intelectuales, supo vivir voluntariamente en un segundo plano para ayudar a san Josemaría a cumplir su misión. Y con humildad sincera, afirmaba que no quería ser más que la sombra en la tierra de la presencia de san Josemaría. Luego, planteó su misión al frente de la Obra como una etapa de continuidad y de fidelidad al carisma fundacional, empeñado en transmitir a todas las generaciones la cercanía afectiva y efectiva con san Josemaría.

Muchos, al hablar de él, le recuerdan como un hombre de paz. Sin embargo, don Álvaro vivió los años duros de la Guerra Civil e incluso llegó a sufrir en su carne la persecución religiosa. ¿Cómo vivió él aquellos años?

Nunca quiso hablar mucho de los sufrimientos que, como tantos españoles de su generación, tuvo que padecer durante aquella tremenda lucha fratricida. Sí son más conocidos algunos episodios de su vida durante la guerra, también por su estrecha vinculación a la biografía de san Josemaría, con quien estuvo refugiado muchos meses en la Legación de Honduras. Recordaba el cariño lleno de fortaleza con el que san Josemaría arriesgó su vida para atender espiritualmente a su padre, que falleció tras las penalidades sufridas en la cárcel por su condición de católico. También don Álvaro atravesó por una injusta encarcelación, durante la que estuvo a punto de ser martirizado varias veces.

Pero las pocas ocasiones en las que relató estos sucesos fueron siempre para rechazar todo tipo de violencia y predicar el perdón y el amor fraterno entre los hombres. Nos decía: «tenemos que perdonar siempre».

¿Cómo era su relación con España? ¿Cómo vivía los acontecimientos que se iban desarrollando en nuestro país: el franquismo, la llegada de la democracia, el avance de la secularización...?

A los dos años de su ordenación sacerdotal, en 1944, don Álvaro se trasladó a Roma, donde residió hasta su fallecimiento, en 1994. Se hizo romano, en el sentido católico de la expresión: universal. Los primeros años, además, recibió el encargo de san Josemaría de dirigir el apostolado de la Obra en Italia, país que llegó a conocer muy bien. A lo largo de su vida, fue adquiriendo lo que san Pablo llama una solicitud por todas las Iglesias. Durante sus años como prelado del Opus Dei impulsó la labor de la Obra por muchos países, a los que viajó para alentar a quienes comenzaban el trabajo apostólico, y mantener con los obispos de cada lugar una relación fluida y fraternal.

Sin embargo, esta mentalidad universal no le convirtió en una persona sin raíces. Nunca perdió su amor por España, ni su característica forma de ser madrileña. Don Álvaro nació a pocos metros de la Puerta de Alcalá, y era muy madrileño; empleaba expresiones castizas en la conversación, y ponía ejemplos de recuerdos de su tiempo en Madrid. Además de tener una relación cercana con su madre y hermanos que residían en España, mantuvo siempre una especial atención al desarrollo apostólico de la que denominaba la “región primogénita de la Obra”. No lo decía para alimentar vanidades, sino como una llamada a la responsabilidad de quienes realizan la labor de la Prelatura en España. Además, como prelado y obispo mantuvo una cordial y estrecha comunión con los obispos españoles y la Iglesia en España, en general: instituciones religiosas, movimientos eclesiales, etc. Su postura ante las vicisitudes históricas de la sociedad española fue constantemente la de animar a los fieles cristianos a la unidad con los obispos, a la participación libre en los asuntos públicos, cada uno con su propia y personal responsabilidad.

Don Álvaro participó en los trabajos del Concilio Vaticano II como presidente de la Comisión antepreparatoria para el laicado. ¿Cómo entendía él el papel de los laicos en la Iglesia? ¿Dónde ponía el acento en sus charlas y encuentros con laicos? ¿Qué les pedía?

Con su quehacer en aquella asamblea eclesial, don Álvaro procuró difundir ampliamente la llamada universal a la santidad. Gracias a su experiencia de años viviendo y transmitiendo el espíritu del Opus Dei, recibido de san Josemaría, pudo aportar no sólo la teoría, sino la realidad de vida de miles de fieles laicos que, comprendiendo su bautismo como una auténtica vocación a ejercitar el sacerdocio común en el trabajo profesional y las circunstancias ordinarias de cada día, se esforzaban por mantener una coherencia de vida entre su fe y sus obras.

Pero don Álvaro no sólo realizó esas importantes aportaciones a la teología y al derecho canónico, sino que, sobre todo, llevó a miles de laicos a descubrir su vocación bautismal y les movilizó a implicarse en la sociedad, sembrando el fermento de la fe mediante la tarea profesional, la amistad, y las relaciones familiares. Se puede afirmar que continuó la misión de san Josemaría —el santo de lo ordinario, como le denominó san Juan Pablo II— haciendo amable la verdad del Evangelio entre personas de todos los continentes, de todas las edades y condiciones. Fueron muchos los que, como consecuencia de sus enseñanzas, se lanzaron a poner en marcha iniciativas asistenciales, sociales, educativas... Y, sobre todo, fueron miles de personas las que descubrieron el valor humano y cristiano del trabajo bien acabado por amor a Dios, por servir a la sociedad.

También formó parte de la Comisión sobre la disciplina del clero. ¿Cómo era el sacerdocio de don Álvaro? ¿Cómo entendía el sacerdocio, en relación con la misión de los laicos en el mundo?

En efecto, fue secretario de la Comisión que redactó el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis sobre el sacerdocio. En ese documento se pueden ver los frutos maduros de la relación entre el sacerdocio ministerial de los clérigos, y el sacerdocio común de los fieles laicos. Todavía recuerdo el impacto que causaba en algunos su explicación de que todos en la Iglesia, no sólo los laicos, sino también los cardenales y obispos, eran igualmente fieles. Por otra parte, don Álvaro explicaba que «el sacerdote no es más cristiano que los demás fieles, pero es más sacerdote, e incluso lo es de un modo esencialmente distinto». Esa fue la tesis que desarrolló en su libro Fieles y laicos en la Iglesia, y que está presente en la teología del Concilio.

Pero también en este campo, don Álvaro fue un sacerdote enamorado de su vocación. A los sacerdotes de la Obra nos animaba a agrandar el corazón para comprender a todos y compartir las necesidades de los demás, y nos daba consejos semejantes a este: «la devoción en el misterio eucarístico será vuestro mejor apostolado». También nos instaba a que la predicación fuera alegre y doctrinal.

La constante preocupación de san Josemaría por la santidad de los sacerdotes fue igualmente uno de los grandes motores que impulsaron la acción pastoral de don Álvaro, que se tradujo en llevar muy en su corazón a los demás sacerdotes diocesanos cuando sucedió al fundador. El último año de su vida, tuvo la alegría de poder afirmar que «san Josemaría soñaba con la magnífica realidad que hoy contemplamos: que un gran número de sacerdotes, mediante el fidelísimo cumplimiento de sus propios deberes, encarnasen el espíritu del Opus Dei y contribuyesen a difundirlo por todo el mundo».

Don Álvaro fue el sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei, y el primer prelado de la Obra cuando se constituyó en prelatura personal, en 1982. En su día supuso una figura jurídica novedosa en el seno de la Iglesia: ¿qué balance hace usted después de todos estos años? ¿Y cómo vivió personalmente don Álvaro las objeciones que entonces hicieron algunos?

Don Álvaro alimentó siempre como prioridad continuar el legado fundacional de san Josemaría. Una de las tareas más importantes era la de culminar —a petición de Juan Pablo I y posteriormente Juan Pablo II— el camino jurídico del Opus Dei, dentro del derecho general de la Iglesia, para que su forma jurídica respondiera a su realidad eclesial. También en este aspecto secundó la voluntad de san Josemaría, que había dejado todo preparado para que la Obra pudiera ser erigida como prelatura personal, una figura jurídica contemplada por el Concilio Vaticano II. Con la prudencia que le caracterizó, trabajó, sin prisa, pero sin pausa, siempre en relación con la Santa Sede, para llevar a buen término esta misión en beneficio de toda la Iglesia. Soy testigo de cómo este obispo santo asumió cada día el consejo de san Josemaría de acudir ante todo a la oración cuando se quiere realizar un programa para la gloria de Dios. Durante años, don Álvaro rezó e hizo rezar por esta intención, y le gustaba detallar el inmenso caudal de oración, sacramentos y sacrificios de muchos miles y miles de personas, también entre los enfermos y los indigentes. En todos se apoyaba cuando surgían dificultades que suelen presentarse en este tipo de procesos y, en lugar de desanimarse, si surgían las agradecía al Señor, al mismo tiempo que nos insistía en la necesidad de rezar más.

¿Cómo desarrolla el Opus Dei el apostolado en un tiempo eclesial marcado por la evangelización, en el que el Papa Francisco ha puesto el acento en la familia?

La inmensa mayoría de los fieles de la Prelatura son fieles laicos, cristianos corrientes, padres y madres de familia que intentan seguir a Jesucristo tomando ocasión de su situación familiar, profesional y social. Una de las grandes enseñanzas de san Josemaría fue recordar el valor del matrimonio como un camino vocacional a la santidad. Actualmente todos comprobamos que la sociedad progresa o retrocede moralmente, según el termómetro del valor que se da al matrimonio, a la paternidad, a la maternidad, a la vida familiar, en general. Por eso, quienes participamos del espíritu del Opus Dei, hemos recibido con gran alegría la noticia de la decisión del Papa Francisco de la próxima celebración de las reuniones sinodales centradas en la familia. El Papa Francisco es un pastor muy cercano a los fieles, y conoce de cerca las posibilidades y los riesgos de las familias cristianas en la actualidad. Todos los católicos debemos secundarle en esta intención y apoyarle con nuestra oración y nuestro afán evangelizador.

Son numerosos los laicos vinculados al Opus Dei que tienen abierta su causa de canonización. ¿De verdad que un padre o una madre de familia, un trabajador en su puesto de trabajo, un estudiante normal y corriente... pueden llegar a ser santos, y santos de altar?

¡Así ha sido a lo largo de la historia del cristianismo! Especialmente en los primeros siglos, fueron numerosos los santos y santas que eran madres o padres de familia, adolescentes, soldados, artesanos, etc. Es cierto que, durante una época, esta realidad quedó en un segundo plano, pero nunca desapareció del caminar de la Iglesia. El Señor dispuso, inspirando a san Josemaría, despertar entre los fieles laicos la llamada a la santidad, que no consiste en no tener defectos, sino en luchar para ser leales al Señor, en aprender a amar a Dios y a los demás superando día a día nuestro egoísmo. Amar de verdad a todos no es fácil, pero está al alcance de cada uno si acudimos a quien nos amó y se entregó por nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios. Lógicamente, me da alegría cuando se abre una nueva causa de canonización de un fiel laico del Opus Dei, pero lo que más pido al Señor es que esas vidas sirvan de ejemplo y estímulo, para que muchos cristianos descubran la fascinación por Jesucristo, y la alegría de gastar la propia existencia con Él y por Él.

Romana, n. 59, Julio-Diciembre 2014, p. 308-313.

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