En el 75º aniversario del paso de san Josemaría por Sant Julià de Lòria, Principado de Andorra (1-XII-2012)
Excelentísimo y queridísimo señor Arzobispo, excelentísimas e ilustrísimas autoridades, gran artista de la escultura, hermanas y hermanos.
Estoy conmovido por el cariño que habéis demostrado a un santo que, puedo aseguraros, pasó por esta tierra agradeciendo y aprendiendo, porque por todos los lugares por los que se movía procuraba constantemente unirse al pueblo de aquella zona que transitaba, y se unía con la oración, con la mortificación —y también con el deseo de acompañar— a cada persona en todos los momentos de su vida. No pensemos, no penséis que es una imaginación. Yo he tenido el privilegio, el don de Dios, de poder acompañarle. Y puedo decir que es verdad que iba llenando las carreteras, las ciudades, los pueblos, de oración y de alegría, también con canciones, porque eran otra manifestación de esa alegría sobrenatural que le acompañaba.
Me ha removido también que hayáis escogido para esta ceremonia esa escena del evangelio en la que tanto se complacía san Josemaría. Porque —si queremos— de cada escena del evangelio podemos sacar consecuencias y motivos para rectificar y para emprender nuestra vida cotidianamente —ese fue el mensaje de san Josemaría— santificando las circunstancias ordinarias. Como a Pedro y como a Juan, nos dice de una manera directa: déjame tu barca; eso es lo que repetía san Josemaría. Dios es tan misericordioso y tan bueno, Jesucristo nos ha puesto tan al alcance esa santidad del cielo, que nos pide a cada uno de nosotros que colaboremos con las pobres maderas de nuestra pobre barca. Sí; no penséis que se dirige solamente a unas pocas personas.
No es excusa afirmar: yo no tengo nada, yo no valgo nada. Eso que tenemos, aunque sea aparentemente nada, en cuanto Jesús pone sus pies en la barca de nuestra alma, en cuanto le dejamos entrar, tiene un valor grande, porque nuestro Redentor ha venido a santificar la vida nuestra. Por eso y también recogiendo las palabras del beato Juan Pablo II —que tanto admiró y quiso a san Josemaría— os insisto (ojalá os lo pudiera repetir con el calor y la fuerza de su voz): “¡no tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo!” Las puertas, se entiende, de vuestra vida, de vuestra alma, de vuestra familia. Tanto más felices seremos cuanto más dejemos que Cristo pase a ser coprotagonista de nuestra vida, dejándole que Él nos marque el rumbo.
Y nos dirá esas palabras que tanto removían a san Josemaría: Duc in altum! (Lc 5, 4); ¡guía mar adentro! Tú y yo podemos ir mar adentro en esta tierra nuestra, para santificar los lugares allí donde nos encontremos. Y, como se deduce de la escena, el Señor confía en la manera de remar de aquellos hombres. Son los que conducen la barca en la que va Cristo. Tú y yo somos esos instrumentos que Dios quiere utilizar para que llevemos a Cristo a todas las personas. Puede ser que algunos no entiendan el mensaje que les comunicamos: querámosles igualmente, porque todavía les falta ese sabor, este conocer que Cristo se interesa enteramente por cada una de las criaturas, del mismo modo que se interesa por toda la humanidad, como ha dicho muy bien el Señor Arzobispo al recordarnos que Dios quiere que todas las almas se salven.
Pongamos esfuerzo. Si hacemos esto, se repetirán —como tantas veces comentaba el Fundador del Opus Dei— aquellas enseñanzas que fácilmente se deducen de la escena del Evangelio. Esa pesca no solamente fue un beneficio para Pedro, para Juan, sino que es tal la cantidad de peces que tomaron, que pudieron sacar del agua, que la barca se hundía. Hemos de cumplir con amor la Voluntad del Señor, con alegría, que no debe faltar nunca en la vida del cristiano, aunque nos veamos de poca categoría, pues somos hijos de Dios. Con alegría, aquellos dos hombres, y sobre todo Pedro, invitaron a los demás para que vinieran a ayudarles a llevar la carga: inmediatamente, en cuanto se trata a Cristo, surge la caridad, la fraternidad.
Os puedo referir —podría detenerme en muchas anécdotas— que san Josemaría se sentía hermano de toda la humanidad, también de los que veladamente o claramente comentaban que no le querían. “Pues yo te quiero mucho”, repetía. Por eso os pido que, tratando a Cristo, tengáis todos el alma abierta a una fraternidad que os una a todas las personas ¿Y sabéis cómo podemos conseguir esta caridad? Recibiendo los sacramentos, agradeciendo al Señor los sacramentos. Concretamente, que no descuidemos ese sacramento maravilloso que san Josemaría definía como “el sacramento de la alegría”: la Confesión. Es algo grandioso: nuestro Dios, como narra la parábola del hijo pródigo, cuando vamos a Él, arrepentidos, no nos rechaza. No es como los hombres, que tantas veces podemos guardar resentimientos. Él abre los brazos y san Josemaría, en una traducción un poco libre de la escena, comentaba que, cuando abraza al hijo pródigo, el padre “se lo comía a besos”.
Hermanos míos, acudamos a los sacramentos, que son la fuente de nuestra verdadera felicidad. La fuente, también, para que en las familias haya esa paz, esa concordia, ese saber ayudarnos los unos a los otros. Además os confirmo que no os importe veros como sois; yo me veo poca cosa, insignificante. Es bonito comprobar que Dios cuenta con nuestra insignificancia, porque no le somos indiferentes. Dios nos ama con toda su infinitud y quiere volcar todo el amor suyo en la poquedad del vasito que somos cada uno de nosotros. Pedro se asombra ante la maravilla que ha contemplado, al ser testigo de cómo se ha operado un gran milagro: él, experto en la pesca, había estado toda la noche pescando y no había conseguido nada; pero, obedeciendo al mandato del Señor, inmediatamente saca una multitud estupenda de peces. Pedro, que se da cuenta de que todo se debe al poder de Dios, exclama: apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador (Lc 5, 8).
Aquí os quería relatar otro detalle, y con esto terminaré. San Josemaría decía: “entiendo que Pedro reaccionase así, pero yo, precisamente porque me veo tan poca cosa, le digo con toda la fuerza de que soy capaz: ¡no te apartes de mí, Señor!” Os pido hermanas y hermanos míos que, aunque os encontréis aparentemente lejos de Cristo, salga de vuestra boca esta petición, aunque os parezca que lo decís solamente con los labios. La hacemos todos, unos en nombre de otros: Señor, no te apartes de nosotros, que no te dejemos marchar, que quieras estar con nosotros y que nosotros queramos estar contigo. Para conseguirlo, tenemos un camino maravilloso, que es el de nuestra Madre la Virgen, que aquí, en esta parroquia, veneráis con tanto afecto. Acojámonos a sus manos, a su intercesión y digámosle muchas veces: llévanos a Jesús y, con Jesús, al Padre y al Espíritu Santo.
¡Cuántas cosas querría deciros! Querría estar con vosotros tiempo y tiempo, pero no es posible. Sí os aseguro que me gustaría dejar toda mi vida, mi alma, en esta tierra que con tanto cariño acogió a quien ha abierto un camino de santidad a millares de personas. Porque, gracias a Dios, mucha gente en el mundo entero —también en lugares apartados de esta tierra de Andorra— sigue a Cristo y desea amarle cada vez con mayor profundidad.
Que recéis por mí. Que recéis por el queridísimo Arzobispo, por todas las autoridades. Que recéis para que todos formemos una sola cosa con ese Cristo, que en ningún momento quiere abandonarnos. Y que Dios os bendiga.
Romana, n. 55, junio-diciembre 2012, p. 304-306.