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Carta pastoral con ocasión del "Año de la Fe" (29-IX-2012)

SUMARIO

Inicio

NECESIDAD DE UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN

VOLVER A LAS RAÍCES DEL EVANGELIO

Ejemplo de los primeros cristianos

Es cuestión de fe

Un firme punto de apoyo

ALGUNOS CAMPOS PRIORITARIOS

La investigación y la enseñanza

Armonía entre fe y razón

La moralidad pública

La institución familiar

CONOCER Y PROFESAR LA FE

Ejemplos de fe

El ejemplo de san Josemaría

Pedir la fe y profundizar en esta virtud

FORMACIÓN DOCTRINAL

Formación en la doctrina de la Iglesia

Profundizar en la doctrina de la fe

UNIÓN CON CRISTO MEDIANTE LA ORACIÓN Y EL SACRIFICIO

Unión con Cristo en la Cruz

Meterse en las Llagas de Cristo

Recurrir al Espíritu Santo

El arma de la oración

La sal de la mortificación

LA TAREA APOSTÓLICA

Cada uno en su puesto

Como el fermento en la masa

¡Mar adentro!

Poner todos los medios

A MODO DE CONCLUSIÓN

Piedad eucarística

Veni, Sancte Spíritus!

La devoción mariana

Queridísimos: ¡que Jesús os guarde!

1. Todos hemos experimentado una gran alegría con la Carta apostólica Porta fídei, en la que el Papa nos anunciaba el Año de la fe. Benedicto XVI no se ha ahorrado esfuerzos para presentar los contenidos fundamentales del Evangelio, con un lenguaje accesible a los hombres del siglo XXI. Y en esta línea, con ocasión del quincuagésimo aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, convocó el 11 de octubre de 2011 un Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, para concluirse en la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, el 24 de noviembre de 2013. El inicio de este año coincide además con el vigésimo aniversario de la constitución apostólica Fídei depósitum, con la que el beato Juan Pablo II ordenó la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, un texto de extraordinario valor para la formación personal y para la catequesis que hemos de desarrollar sin tregua en todos los ambientes.

El Año de la fe se presenta, pues, como una nueva llamada a cada uno de los hijos de la Iglesia para que tomemos conciencia viva de la fe, nos esforcemos por conocerla mejor y ponerla fielmente en práctica y, al mismo tiempo, nos empeñemos en difundirla, comunicando su contenido —con el testimonio del ejemplo y de la palabra— a las innumerables personas que no conocen a Jesucristo o que no le tratan.

Se duele el Santo Padre de que un gran número de cristianos —también entre los que se consideran católicos— «se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ésta, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas»[1].

2. No resultan nuevas estas consideraciones. Por paradójico que pueda parecer, ya desde la conclusión del Concilio Vaticano II se entreveía el peligro de que, en amplios sectores de la Iglesia, el entusiasmo suscitado por aquella Asamblea pudiera quedarse en meras palabras, sin afectar en profundidad a la vida de los fieles; o que incluso, en aras de equivocadas interpretaciones y aplicaciones de las enseñanzas conciliares, el genuino espíritu cristiano acabara asimilándose equivocadamente al espíritu del mundo, en lugar de elevar el mundo al orden sobrenatural.

Quienes afrontamos aquellos tiempos, recordamos el dolor con que Pablo VI —una vez finalizado el Concilio— se lamentaba con frecuencia ante la gran crisis de fe, de disciplina, de liturgia, de obediencia, que se cernía sobre esos sectores de la Iglesia. San Josemaría se hacía eco de esa preocupación del Santo Padre y, en una carta dirigida a sus hijos, escrita poco antes de la clausura del Concilio, nos manifestaba: «Conocéis el amor con que he seguido durante estos años la labor del Concilio, cooperando con mi oración y, en más de una ocasión, con mi trabajo personal. Sabéis también mi deseo de ser y de que seáis fieles a las decisiones de la Jerarquía de la Iglesia hasta en los menores detalles, obrando no ya como súbditos de una autoridad, sino con piedad de hijos, con el cariño de quienes se sienten y son miembros del Cuerpo de Cristo.

»No os he ocultado tampoco mi dolor ante la conducta de los que no han vivido el Concilio como un acto solemne de la vida de la Iglesia y una manifestación del obrar sobrenatural del Espíritu Santo, sino como una oportunidad de afirmación personal, para dar rienda suelta a las propias opiniones o, peor aún, para hacer daño a la Iglesia.

»El Concilio está terminando: se ha anunciado repetidas veces que ésta será la última sesión. Cuando la carta que ahora os escribo llegue a vuestras manos, se habrá iniciado ya el periodo postconciliar, y mi corazón tiembla al pensar que pueda ser ocasión para nuevas heridas en el cuerpo de la Iglesia.

»Los años que siguen a un Concilio son siempre años importantes, que exigen docilidad para aplicar las decisiones adoptadas, que exigen también firmeza en la fe, espíritu sobrenatural, amor a Dios y a la Iglesia de Dios, fidelidad al Romano Pontífice»[2].

No había el menor atisbo de pesimismo en san Josemaría, al hablar así; quería resaltar que, entonces y en todas las circunstancias, hacen falta mujeres y hombres de fe.

3. A pesar de los esfuerzos del Magisterio en el último medio siglo, y del testimonio fiel de gran número de personas, entre las que no han faltado los santos, la desorientación ha ido extendiéndose por el mundo entero. Escribe el Papa: No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cfr. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en Él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cfr. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y con el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cfr. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que le escuchaban es también hoy la misma para nosotros: ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios? (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: La obra de Dios es ésta: que creáis en el que Él ha enviado (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación»[3].

4. El Año de la fe nos ofrece una ocasión magnífica para profundizar en el tesoro divino que hemos recibido y, con la gracia de Dios, difundir esta virtud en ondas concéntricas que lleguen muy lejos; se nos presenta una oportunidad inmejorable para dar un fuerte impulso a la nueva evangelización que necesita el mundo, comenzando por nuestra mejora diaria, con hechos, en el trato con las tres Personas de la Trinidad, amparándonos precisamente en la fe que tuvieron María y José, a los que tanto contempló y admiró san Josemaría, para dar pasos en su identificarse con Cristo, con la Voluntad divina. Si deseamos mover a las almas para que se acerquen a Dios, hemos de hablarles, ante todo, con nuestra vida de cristianos.

Conocemos que nuestro Padre volvió los ojos de modo incesante a los Apóstoles, a los primeros cristianos. En los Doce y en aquellas primitivas comunidades de hombres y mujeres que siguieron a Cristo, brillaba con fuerza la seguridad de su fe en Cristo, en sus enseñanzas. Supieron y quisieron escudriñar el paso del Redentor por los caminos de la humanidad. No es exagerado pensar que retendrían, con mucha fuerza, las múltiples ocasiones en las que Jesucristo reclamaba con exigencia, a los enfermos, a los tullidos, a ellos mismos, que acudieran a Él con fe, que rezaran o pidieran con fe. Como también resulta evidente que guardarían bien grabada en el alma aquella reprensión paterna, clara, sobre su falta de fe, precisamente antes de confiarles que fueran por todo el mundo para llevar la Buena Nueva (cfr. Mc 16, 14-15).

Salta a la vista que los primeros cristianos eran conscientes de que también a ellas y a ellos —son maravillosos los muchos testimonios que nos han transmitido con su conducta— les correspondía creer firmemente en la gracia del Cielo, para dar cumplimiento al mandato de extender las enseñanzas del Maestro.

Los Doce, y aquellos hermanos y hermanas nuestros, fueron conscientes de que esa virtud, tan exigida por el Hijo de Dios, abría el camino a la esperanza de que el plan redentor se cumpliría. A la vez, su amor y agradecimiento al Dios Uno y Trino se hizo cada día más recio, más apostólico, es decir, capaz también de arrastrar hacia la Verdad a personas de todos los ambientes y profesiones.

5. Hijas e hijos míos, otro tanto sucede ahora, porque los medios —como nos repetía san Josemaría— son los mismos: el Evangelio —¡vivido!— y el Crucifijo.

Pregonemos a toda hora que redescubrir el gozo y la seguridad de la fe es obligación de la Iglesia universal, de toda la Iglesia: por tanto, no sólo tarea de los pastores, sino que compete a todos los fieles. Lógicamente, los pastores han de ir por delante, con su ejemplo y sus exhortaciones, como escribe el Papa en el motu proprio con el que ha convocado este especial tiempo en la Iglesia; pero invita además a todos a asumir esa exigencia de transmitir a los demás el tesoro de la predicación de Jesucristo.

La Congregación para la Doctrina de la Fe, en una nota del pasado 6 de enero, aconseja a los Obispos dedicar una carta pastoral a este tema, teniendo en cuenta las circunstancias específicas de la porción de fieles que se les ha confiado[4]. Es lo que me he propuesto realizar con estas líneas, que no buscan más finalidad que transmitiros un estímulo más para que cada uno, por su cuenta y también en comunión con los demás, admire de nuevo la belleza de esa fe que ha recibido de Dios, la ponga en práctica en su existencia diaria y la difunda sin respetos humanos.

Ese documento afirma también que «los santos y beatos son los auténticos testigos de la fe»[5]; por este motivo, recomienda a los Pastores que se esfuercen por dar a conocer la vida y la doctrina de tantos santos. Nada más consecuente, por tanto, que en estas páginas me inspire frecuentemente en las enseñanzas escritas y orales de san Josemaría, amadísimo Fundador del Opus Dei, un santo que, por los frutos que ha producido, nos muestra con qué total adhesión confió en Dios.

NECESIDAD DE UNA NUEVA EVANGELIZACIÓN

6. La humanidad ha caminado y caminará siempre, también ahora, hambrienta de la palabra y del conocimiento de Dios, aunque muchas personas no sean conscientes de esa profunda necesidad de sus almas. Y a quienes el Señor nos ha concedido el don de la fe, nos incumbe el deber de despertarnos y de despertar a quienes se hallan sumidos en ese letargo de muerte, de ineficacia. El Año de la fe, que se inaugura en el marco de la Asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada a la nueva evangelización, supone otro acicate para todos. Ha llegado el momento de apresurar la marcha, como proceden los corredores cuando se aproximan a la meta de una carrera.

Conservo muy vivamente la memoria de cómo el Venerable Siervo de Dios Álvaro del Portillo nos alentaba a participar personalmente en la tarea de la nueva evangelización. Ya en la Navidad de 1985, escribió una carta pastoral con sugerencias para colaborar más intensamente en la recristianización de algunos países, en los que se manifestaba principalmente un debilitamiento progresivo de la vida cristiana. Alertaba contra el nuevo paganismo procedente de esas naciones más desarrolladas económicamente, que —así advertía— se caracterizaba, como ahora, «por la búsqueda del bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido —mejor sería decir miedo, auténtico pavor— de todo lo que pueda causar sufrimiento»[6].

A esa ingente tarea apostólica ha venido a sumarse la necesidad de atender también a los pueblos y sociedades de la Europa central y oriental que, durante decenios, han estado sometidos al yugo del materialismo comunista, y que —con un prolongado y silencioso martirio— nos han sostenido a los demás en la libertad.

Cada día hemos de renovar el deseo de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de las realidades humanas. Para eso, se precisa crecer en el trato personal con Dios y en la entrega a los demás, contribuyendo con nuestro granito de arena —la entrega diaria total— a la construcción de un mundo renovado por la gracia y la sal del Evangelio, que el Señor ha encomendado a sus discípulos. Si alguna vez pugnara por entrar en el alma el pesimismo, al no recoger enseguida el fruto de nuestros afanes, deberíamos arrojar lejos esa desesperanza, porque no somos nosotros —tan poca cosa, tan llenos de defectos— los que han de sacar adelante los planes divinos. Las diferentes perícopas de la Escritura, en sus múltiples alusiones, nos confirman que inter médium móntium pertransíbunt aquæ (Sal 103/104, 10). Esta certeza se opone hasta al menor atisbo de desaliento, aunque los obstáculos puedan llegar a las mismas cumbres; y ese camino es el oportuno para que nos lleguemos al Cielo, seguros de que las aguas divinas enjugan y también impulsan todas nuestras limitaciones para llegar a estar con Dios.

7. Acuden a mi mente unas palabras de san Josemaría, escritas poco antes de su marcha a la casa del cielo. Al contemplar la crisis de fe, de virtudes y de valores que ya entonces —era el año 1973— se había desatado en muchos ambientes, manifestaba lleno de sentido sobrenatural y de celo apostólico: «En los momentos de crisis profundas en la historia de la Iglesia, no han sido nunca muchos los que, permaneciendo fieles, han reunido además la preparación espiritual y doctrinal suficiente, los resortes morales e intelectuales, para oponer una decidida resistencia a los agentes de la maldad. Pero esos pocos han colmado de luz, de nuevo, la Iglesia y el mundo»[7]. Hemos de ocuparnos de que muchas mujeres y muchos hombres acojan la vida de la gracia, y se amparen y robustezcan en este refugio.

La nueva evangelización resulta especialmente urgente en Europa y en los países más desarrollados. En la exhortación apostólica Ecclésia in Europa, el beato Juan Pablo II retrataba la situación religiosa de la sociedad en el viejo continente. Aunque iba destinada a recoger las conclusiones de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos de Europa, sus afirmaciones cabía aplicarlas en gran medida a otros muchos lugares. En efecto, después de veinte siglos, aun en países de gran tradición cristiana, «crece el número de las personas no bautizadas, sea por la notable presencia de emigrantes pertenecientes a otras religiones, sea porque también los hijos de familias de tradición cristiana no han recibido el Bautismo»[8]. La conclusión del Papa recogía que, «de hecho, Europa ha pasado a formar parte de aquellos lugares tradicionalmente cristianos en los que, además de una nueva evangelización, se impone en ciertos casos una primera evangelización»[9]. Primera evangelización y nueva evangelización: dos formas de anuncio del Evangelio que hoy nos exige la situación de la Iglesia y del mundo.

8. La realidad del «misionero —con misión— y no llamarte misionero», a la que san Josemaría se refiere en el punto 848 de Camino, se sitúa en el momento radical y originario de la misión como mi Padre me envió a mí, así os envío Yo a vosotros (Jn 20, 21), que configura las formas históricas que la misión de Cristo tomará en la vida de la Iglesia: desde el cuidado de la vida de fe de los católicos (pastoral, fraternidad), a la proclamación de Cristo Salvador a los paganos (primer anuncio, evangelización); desde el trato fraterno con los cristianos no católicos para impulsarlos a la plena comunión (ecumenismo), al nuevo anuncio de Cristo y de su doctrina a los bautizados que lo han abandonado y rechazan su doctrina (nueva evangelización). Los fieles del Opus Dei, desde su plena secularidad, estamos llamados a asumir esas diferentes dimensiones de la “misión” única de la Iglesia.

San Josemaría lo repetía con insistencia: «Somos misioneros, con misión, sin llamarnos misioneros. Misioneros, lo mismo en las calles asfaltadas de Roma, de Nueva York, de París, de México, de Tokio, de Buenos Aires, de Lisboa o de Madrid, de Dublín o de Sidney, que en el corazón de África»[10]. La necesidad de comunicar el primer anuncio de la fe no se limita ya a aquellos países tradicionalmente conocidos como tierras de misión, sino que, desgraciadamente, afecta a todo el globo, y a esta magna tarea hemos de dedicarnos.

Pero esta responsabilidad no puede quedarse en meras consideraciones; cada una y cada uno ha de pensar: yo, ¿cómo contribuyo? Y aun antes, hemos de ponderar cómo influye la fe en nuestro actuar, y también si sabemos agradecer a diario este don y, como consecuencia, si buscamos transmitir a los demás tan grande tesoro. Alcemos nuestra alma al Señor, implorando: adáuge nobis fidem (Lc 17, 5) para rezar todos mejor; adáuge mihi fidem para trabajar santificándome y santificando a los demás; para dar a mi amistad un continuado sentido cristiano. No olvidemos el dicho de que el ejemplo es el mejor predicador, siguiendo los pasos de Jesucristo, que cœpit fácere et docére (cfr. Hch 1, 1), comenzó a hacer y enseñar.

Persuadámonos de que, en los lugares más diversos, «es necesario un nuevo anuncio incluso a los bautizados. Muchos (…) contemporáneos creen saber qué es el cristianismo, pero realmente no lo conocen. Con frecuencia se ignoran ya hasta los elementos y las nociones fundamentales de la fe»[11], y hemos de afrontar este desafío con nuestra vida y nuestra formación doctrinal. Sin pesimismo, consideremos que la misión apostólica, a la que el Señor urge a los cristianos, a los que nos sabemos hijos de Dios, adquiere en nuestro tiempo tonalidades diversas, según las circunstancias del ambiente, del lugar, de las personas que cada una o cada uno encuentra. En cualquier caso, hemos de poner, a quienes nos rodean o tratamos, en contacto con Cristo, haciéndoles conocer o reconocer el rostro de nuestro Redentor, y ayudarles a caminar en su seguimiento, aunque deban marchar contra corriente.

9. ¡Qué gran labor tenemos por delante! Con humildad, con afán personal de santidad, hemos de llegar a la gente, ante todo, con nuestro ejemplo. Seamos conscientes de que el esfuerzo por comportarnos como cristianos cabales —a pesar de nuestras personales miserias— forma parte de la luz que el Señor desea encender en el mundo. No tengamos miedo a chocar con el ambiente, en los puntos incompatibles con la fe católica, aunque esa actitud pueda acarrearnos incluso perjuicios materiales o sociales: «Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra corriente anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos —a lo largo de los siglos— han querido ser constantes discípulos del Maestro. Tened, pues, la firme persuasión de que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador»[12].

Por eso, volviendo los ojos al Redentor, pidiéndole que nos conceda su paz y la capacidad de perdonar y amar a los que promueven esas incomprensiones, recemos con obstinación por los que obstinadamente pretenden poner en la picota a la Iglesia, a la Jerarquía, a los católicos. Conscientes de nuestra debilidad personal, busquemos sin cansancio devolver bien por mal; y, como consecuencia de la unión con Dios, amemos a los que intentan perseguir o reducir la religión a la sacristía, al exclusivo ámbito de lo privado.

Por otro lado, si los respetos humanos no han de frenar el afán apostólico, menos aún lo detendrá el pensamiento real de la personal debilidad o de la falta de medios, porque no confiamos en nuestras fuerzas, sino en la gracia del Cielo: ómnia possum in eo, qui me confórtat (Flp 4, 13). A este propósito, el Fundador del Opus Dei comentaba: «Permanecer todos unidos en la oración: éste es (…) el origen de nuestra alegría, de nuestra paz, de nuestra serenidad y, por tanto, de nuestra eficacia sobrenatural»[13]. Y, en otro momento, añadía: «¿Qué otros consejos os sugiero? Pues los procedimientos que han utilizado siempre los cristianos que pretendían de verdad seguir a Cristo, los mismos que emplearon aquellos primeros que percibieron el alentar de Jesús: el trato asiduo con el Señor en la Eucaristía, la invocación filial a la Santísima Virgen, la humildad, la templanza, la mortificación de los sentidos (…) y la penitencia»[14]; una fe sólida, bien asentada en el Señor Omnipotente. Difícil de explicar resulta el optimismo y la firmeza de san Josemaría, a quien entre otros muchos textos, estimularon siempre las palabras del Salmo: in lúmine tuo vidébimus lumen (Sal 35/36, 10), porque —con Él— todas las tinieblas se disipan.

VOLVER A LAS RAÍCES DEL EVANGELIO

10. Muchas veces, en el pasado, Europa ha tenido que afrontar difíciles períodos de transformación y de crisis, pero «siempre los ha superado, sacando savia nueva de la inagotable reserva de energía vital del Evangelio»[15]. Estas palabras del beato Juan Pablo II, pronunciadas en 1995, nos confirman en el camino que es preciso seguir. No hay otro: acudir a las raíces de nuestra fe para impregnarnos nosotros de la savia vivificante que nos transmiten (a eso se dirige la formación doctrinal que nos da la Obra) y, desde ahí, poner por todas partes en contacto vital con Cristo a hombres y mujeres.

San Josemaría afirmaba que «vivir la fe es también transmitirla a los demás». Para lograrlo, hay que caminar con ellos. Y en el camino hay que escuchar las dificultades que tienen ante el mensaje cristiano, entenderlas y demostrarles que les entendemos, de manera que se sientan comprendidos e ilustrados con nuestra conversación orientadora; y así, andando con ellas o con ellos, comunicarles con afecto y amabilidad el Evangelio, la palabra viva del Señor; es decir, mostrarles la maravilla del espíritu cristiano, que armoniza razón y fe y ofrece respuesta a todos los interrogantes y aquieta las inquietudes de los corazones humanos; y de este modo les vamos preparando para desear los sacramentos y disponerse a recibirlos.

En muchos casos, la gracia divina habrá de construir en las almas el edificio sobrenatural desde los mismos cimientos. Tomemos ocasión de esos afanes de hacer el bien y de solidaridad, que se advierten en las nuevas generaciones —y no sólo en éstas—, para que descubran al Salvador, anunciándoles la doctrina con don de lenguas y poniendo las bases —poco a poco, por un plano inclinado— hasta que adquieran una firme vida cristiana.

Ejemplo de los primeros cristianos

11. Os insisto en que, con frecuencia, nos conviene volver a considerar la conducta de los Apóstoles y de nuestros primeros hermanos en la fe. Eran pocos, carecían de medios humanos, no contaban entre sus filas —así sucedió, al menos, durante mucho tiempo— con grandes pensadores o gentes de relieve público. Se desenvolvían en un ambiente social de indiferentismo, de carencia de valores, semejante, en muchos aspectos, al que nos toca ahora afrontar. Sin embargo, no se amedrentaron. «Tuvieron una conversación maravillosa con todas las personas a las que encontraron, a las que buscaron, en sus viajes y peregrinaciones. No habría Iglesia, si los Apóstoles no hubieran mantenido ese diálogo sobrenatural con todas aquellas almas»[16]. Mujeres y hombres, sus contemporáneos, experimentaron una profunda transformación al ser tocados por la gracia divina. No se adhirieron simplemente a una nueva religión, más perfecta que las que ya conocían, sino que, por la fe, descubrieron a Jesucristo y se enamoraron de Él, del Dios-Hombre que se había entregado en sacrificio por ellos y había resucitado para abrirles las puertas del Cielo. Este hecho inaudito penetró con enorme fuerza en las almas de aquellos primeros, confiriéndoles una fortaleza a prueba de cualquier quebranto. «Ninguno ha creído a Sócrates hasta morir por su doctrina —anotaba sencillamente san Justino a mediados del siglo II—; pero, por Cristo, hasta los artesanos y los ignorantes han despreciado, no sólo la opinión del mundo, sino también el temor de la muerte»[17].

En un mundo que anhelaba ardientemente la salvación, sin saber dónde encontrarla, la doctrina cristiana se abrió paso como una luz encendida en medio de la obscuridad. Aquellos primeros supieron, con su comportamiento, hacer brillar ante sus conciudadanos esa claridad salvadora y se convirtieron en mensajeros de Cristo —sencillamente, con naturalidad, sin alardes llamativos— con la coherencia entre su fe y sus obras. «Nosotros no decimos cosas grandes, pero las hacemos»[18], escribió uno de ellos. Y cambiaron el mundo pagano.

En la Carta apostólica que dirigió a toda la Iglesia, en preparación del gran jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II explicaba que «en Cristo la religión ya no es un “buscar a Dios a tientas” (cfr. Hch 17, 27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a Dios»[19].

Es cuestión de fe

12. Veo en estas palabras otra consideración que querría proponeros, de cara a la necesidad de empeñarnos sin tregua en la tarea de la nueva evangelización de la sociedad. Ante todo necesitamos fe y esperanza firmemente asumidas; es decir, caminar en cada momento íntimamente convencidos —con un convencimiento que brota del trato con la Trinidad— de que es posible cambiar el rumbo de este mundo nuestro, enderezar a la gloria del Señor y a la conversión de las almas todas las actividades humanas. Ciertamente no faltarán la lucha, los sufrimientos, pero siempre avanzaremos in lætítia, con alegría y confianza, porque nos asiste la promesa divina: pídeme y te daré en herencia las naciones, los confines de la tierra en propiedad (Sal 2, 8).

Impresiona —vuelvo a repetir— contemplar cómo los Apóstoles, sin más medios que la fe en Cristo y animados por una esperanza segura y alegre, se dispersaron por la tierra entonces conocida y difundieron la doctrina cristiana en todas partes. ¡San Josemaría gozaba al celebrar sus fiestas, y las de aquellas santas mujeres que acompañaron a Jesús durante sus pasos terrenos! Las figuras de los Apóstoles, de María Magdalena, de Lázaro, de Marta y María, hermanas de Lázaro, le entusiasmaban. De cada uno, de cada una, podemos aprender a creer más, del todo, en Jesucristo y a amarle con la intensidad con que le amaron los que le trataron. Como nosotros, también ellos se verían con miserias y, a pesar del escaso número en comparación con la población de las naciones conocidas, extendieron la semilla divina con su ejemplo cotidiano y con su palabra confortadora.

Recuerdo la fuerza con que nuestro Padre, al hablar del apostolado en un ambiente difícil, aseguraba: «¡Es cuestión de fe!» Sí, ¡es cuestión de fe! Esa fe que, como señala el Señor en el Evangelio, tiene la capacidad de remover los montes de su sitio (cfr. Mt 17, 20) y de superar cualquier obstáculo; que es como los ríos, que se abren cauce hasta el mar desde las peñas altas (cfr. Sal 103/104, 10). Por eso os pregunto y me pregunto: ¿con qué fe nos movemos a la hora del apostolado, sabiendo que es siempre hora? ¿Estamos verdaderamente convencidos de que, como escribe san Juan, ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1 Jn 5, 4)? ¿Actuamos en consecuencia? ¿Afrontamos los obstáculos que surjan con espíritu optimista, con moral de victoria? Y para eso, ¿apoyamos cada actividad apostólica concreta con la oración y con el sacrificio? ¿Damos testimonio de nuestra fe, sin dejarnos atemorizar por las dificultades del ambiente?

Repitamos más frecuentemente al Señor: ¡creo, Señor; ayuda mi incredulidad! (Mc 9, 24). Muy profundamente conmovía a san Josemaría esta petición del padre de aquel hijo lunático. No nos conformemos con nuestros modos de implorar las virtudes teologales al Señor. San Josemaría, consciente de que la fe es un don sobrenatural que sólo Dios puede infundir e intensificar en el alma, manifestaba en una ocasión: «Todos los días, no una vez sino muchas, se lo repito yo (…). Le diré algo que le pedían los Apóstoles (…): adáuge nobis fidem! (Lc 17, 5), auméntanos la fe. Y añado: spem, caritátem; auméntanos la fe, la esperanza y la caridad»[20].

Un firme punto de apoyo

13. El Santo Padre Benedicto XVI, en diversas ocasiones, ha hecho notar las contradicciones del tiempo en que vivimos. «En numerosas partes del mundo existe hoy un extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin Él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de exclamar: ¡no es posible que la vida sea así! Verdaderamente no. Y de este modo, junto al olvido de Dios existe como un “boom” de lo religioso. No quiero desacreditar todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también la alegría sincera del descubrimiento. Pero, a menudo, la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que agrada, y algunos saben también sacarle provecho. Pero la religión buscada a la “medida de cada uno” a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte»[21]. Y el Papa concluye con la siguiente invitación: «Ayudad a los hombres a descubrir la verdadera estrella que nos indica el camino: Jesucristo»[22].

A pesar del clima de relativismo y permisivismo dominante en amplios estratos de la sociedad, muchas personas se hallan sedientas de eternidad, quizá tras haber tratado inútilmente de saciarla en las cosas perecederas. ¡Qué gran verdad se encierra en aquellas conocidas palabras de san Agustín!: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti»[23]. Sólo Dios, en efecto, satisface completamente los anhelos del espíritu humano. Por eso, seamos mujeres y hombres de recia piedad, que acuden a los diversos modos de orar —el auténtico quitapesares— con sinceros deseos de ser más rezadores. Acerquémonos a la Santa Misa con fe honda, persuadidos de que se hace sacramentalmente presente el Sacrificio del Calvario, el Sacrificio que nos trajo la salvación y nos revitaliza para la batalla de cada día hacia la santidad.

14. Causaba una profunda impresión la fe, la piedad, el recogimiento con que san Josemaría se metía —cuerpo y alma— en el tiempo de la Consagración eucarística. Se maravillaba a diario, con renovado agradecimiento y nueva devoción ante el misterio de la transustanciación, ante este entregamiento del Hijo de Dios al Padre, con el Espíritu Santo, por las almas. Pienso que no exagero al afirmar que, al saberse en esos instantes ipse Christus, de ahí extraía toda la fuerza de su eficacia y de su extensa actuación apostólica. Con idéntica fe ardiente se le contemplaba mientras repetía, antes de dar la Sagrada Comunión, las palabras del Bautista: ecce agnus Dei! Exhortó a todos los católicos, y lo repetía a sus hijas e hijos, a los sacerdotes, que es necesario identificarse con Cristo, porque así nos ha invitado Él y porque así atraeremos a las almas hacia el Amor de Dios. Actualizar nuestra fe, como nuestro Padre, precisamente en el momento de la transustanciación es una ayuda poderosa para hacer de cada día una misa.

Esta certeza de que Dios quiere contar con nosotros puede y debe constituir un firme punto de apoyo para renovar diariamente nuestro afán apostólico; ha de ser un impulso que nos empuje —llenos de esperanza y optimismo sobrenatural— al servicio de las personas que pasan a nuestro lado: «Nos hemos de encender en el deseo y en la realidad de llevar la luz de Cristo, el afán de Cristo, los dolores y la salvación de Cristo, a tantas almas de colegas, de amigos, de parientes, de conocidos, de desconocidos —sean cualesquiera sus opiniones en cosas de la tierra—, para darles a todos un buen abrazo fraterno. Entonces seremos rubí encendido, y dejaremos de ser esta nada, este carbón pobre y miserable, para ser voz de Dios, luz de Dios, ¡fuego de Pentecostés!»[24].

ALGUNOS CAMPOS PRIORITARIOS

15. En todo el mundo y siempre, hay que realizar un hondo apostolado de la inteligencia. “Comunicar” sobre la verdad para “comunicar” la Verdad. Esta es la síntesis de toda la tarea apostólica. No cabe el cansancio en la petición a Dios —con humildad, con insistencia, con confianza— de que abra a su luz las inteligencias y los corazones. Muchas gentes repiten, como los Magos: hemos visto su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle (Mt 2, 2). Nos lo manifestarán si los que creemos en Cristo nos acercamos a todos con sincera amistad, impregnada de caridad y comprensión, de simpatía también humana, avalada por la vida de piedad; y también con agradecimiento por el bien que no pocos realizan en tantas áreas.

Lo que maravilla en la actitud de los Magos —comenta Benedicto XVI—, «es que se postraron en adoración ante un simple niño en brazos de su madre, no en el marco de un palacio real, sino en la pobreza de una cabaña en Belén (cfr. Mt 2, 11). ¿Cómo fue posible? ¿Qué convenció a los Magos de que aquel niño era “el rey de los judíos” y el rey de los pueblos? Ciertamente los persuadió la señal de la estrella, que habían visto “al salir”, y que se había parado precisamente encima de donde estaba el Niño (cfr. Mt 2, 9).

»Pero tampoco habría bastado la estrella, si los Magos no hubieran sido personas íntimamente abiertas a la verdad. A diferencia del rey Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y riqueza, los Magos se pusieron en camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando la encontraron, aunque eran hombres cultos, se comportaron como los pastores de Belén: reconocieron la señal y adoraron al Niño, ofreciéndole los dones preciosos y simbólicos que habían llevado consigo»[25].

No olvidemos que «Nuestro Señor se dirige a todos los hombres, para que vengan a su encuentro, para que sean santos. No llama sólo a los Reyes Magos, que eran sabios y poderosos; antes había enviado a los pastores de Belén, no ya una estrella, sino uno de sus ángeles (cfr. Lc 2, 9). Pero, pobres o ricos, sabios o menos sabios, han de fomentar en su alma la disposición humilde que permite escuchar la voz de Dios»[26].

16. Esta labor no está reservada a personas que trabajen en campos especialmente cualificados. De gran eficacia será siempre el apostolado personal de cada cristiano, en el ámbito en el que habitualmente se desenvuelve su existencia ordinaria. Por eso, os sugiero que nos detengamos, en un examen personalísimo, sobre cómo procuramos ayudar a las almas para que se avecinen a Dios: qué oración; qué sacrificios; cuántas horas de trabajo bien acabado hemos ofrecido; qué conversaciones hemos mantenido —oralmente, por escrito— con amigos, parientes, compañeros, conocidos. Contagiemos esta santa preocupación a quienes con nosotros conviven, porque la fe en la eficacia de las enseñanzas de Cristo nos ha de estimular a servir y a querer más a nuestros hermanos y hermanas: nadie nos puede dejar indiferentes.

El apostolado de la inteligencia, como digo, es tarea de todos. Pero, sin perder de vista los numerosos campos en los que resulta urgente una nueva evangelización, hoy resulta prioritario impregnar con la doctrina de Cristo algunos ámbitos particulares. Basta considerar las tareas de los gobernantes, de los científicos e investigadores, de los profesionales de la opinión pública, etc.; sin olvidar que todos los hombres y mujeres experimentan —experimentamos— la necesidad de escuchar la voz del Señor y de seguirla.

«La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este mundo parece más poderoso», escribía el beato Juan Pablo II, a causa de la existencia «de “modernos areópagos”, es decir, de nuevos púlpitos. Estos areópagos son hoy el mundo de la ciencia, de la cultura, los medios de comunicación; son los ambientes en los que se crean las élites intelectuales, los ambientes de los escritores y los artistas»[27].

La investigación y la enseñanza

17. Aunque hemos de estar siempre abiertos a todos, queda claro que dar a conocer el Evangelio a las personas que se mueven en ambientes intelectuales, adquiere una gran importancia. Concretamente, quienes trabajan en instituciones universitarias han de recordar unas palabras del Señor, dirigidas a todos, y cabe considerar que van especialmente a ellos: vos estis lux mundi (Mt 5, 14), debéis ser luz del mundo. En efecto, su tarea profesional les coloca en la vanguardia de la nueva evangelización. San Josemaría, que tanto impulsó —incluso antes de 1928— el apostolado con intelectuales, escribía: «La Universidad tiene como su más alta misión el servicio a los hombres, el ser fermento de la sociedad en que vive»[28].

Palabras que expresan muy bien cuál ha de ser la dirección apostólica que han de seguir quienes actúan en esos ambientes: ser fermento, dar luz y calor —la luz y el calor del Evangelio— para que sus amigos y colegas, sus alumnos, impregnen su alma y su actuación con la Buena Nueva de Cristo, en plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia. De este modo contribuirán a la evangelización de la cultura. De perenne actualidad se demuestra aquel punto de Camino: «Has de prestar Amor de Dios y celo por las almas a otros, para que éstos a su vez enciendan a muchos más que están en un tercer plano, y cada uno de estos últimos a sus compañeros de profesión.

»¡Cuántas calorías espirituales necesitas! —Y ¡qué responsabilidad tan grande si te enfrías!, y —no lo quiero pensar— ¡qué crimen tan horroroso si dieras mal ejemplo!»[29].

No permitamos que caiga en el vacío el sano reto de fomentar que muchas personas e instituciones, en todo el mundo, promuevan —empujados por el ejemplo de los primeros cristianos— una nueva cultura, una nueva legislación, una nueva moda, coherentes con la dignidad de la persona humana y su destino a la gloria de los hijos de Dios en Jesucristo (cfr. 2 Cor 3, 18). Si todos hemos de rezar y colaborar con entera generosidad para lograrlo, a los profesores de universidad y a los investigadores les incumbe la responsabilidad de un empeño hondo y perseverante, para aprovechar cada una de las ocasiones que les proporciona el ejercicio de la profesión. La fe se configura, en este contexto, como el apoyo para avanzar hacia la verdad al tiempo que nos empeñamos, por la misma fuerza de la virtud, a llevarla a todos los ámbitos, y ayudar a que la reciban o la aumenten quienes nos rodean.

18. La investigación ocupa un lugar destacado en el trabajo de los profesores universitarios y de otros intelectuales. En esa tarea, el cristiano empeñado en la búsqueda y difusión de la verdad, animado por el recto afán de colaborar en la configuración de un saber que supere la fragmentación y el relativismo, descubre constantes oportunidades para desarrollar un hondo apostolado doctrinal. Ningún tema de investigación, ningún área del amplio campo de la enseñanza es neutra desde el punto de vista de la fe. Todo nuestro quehacer, hasta unas lecciones de ciencias químicas —por señalar un ejemplo bien gráfico— pueden cooperar o no a la extensión del Reino de Cristo. «La necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico»[30]. Si al profesor, al investigador, le mueve principalmente el deseo de dar gloria a Dios y de servir a las almas, entonces la coherencia cristiana de su ejemplo, la disponibilidad que muestra hacia alumnos y colaboradores, la rectitud con que enfoca su labor, el empeño por formar a sus discípulos y transmitir su saber, contribuyen indudablemente a que las personas que le escuchan o que reciben el eco de su trabajo, descubran o palpen la huella de los seguidores de Cristo.

Por otra parte, estos trabajos científicos facilitan las relaciones profesionales con investigadores prestigiosos del propio país o de otros países; conducen a establecer amistades sinceras, que son el ambiente natural del apostolado personal, que facilita lograr que los colegas, en su trabajo investigador, respeten al menos los principios morales fundamentales.

Los católicos responsables que intervienen en estos lugares cruciales para la nueva evangelización, deberían preguntarse cómo llegar, en la medida de sus posibilidades, también a los medios de comunicación y a los foros de opinión, para transmitir buena y sólida doctrina en materias de su especialidad: colaborando en la prensa; interviniendo en programas de radio y de televisión o a través de internet; participando en actividades culturales, ofreciendo una opinión científica autorizada sobre temas que surgen en el debate público, etc. Y, a su vez, los católicos que promueven empresas de comunicación y opinión pública, o trabajan profesionalmente en esos medios, deben esforzarse para que sus páginas o sus cámaras presenten, con altura y rigor, lo limpio y lo recto que se realiza en estos espacios.

Me interesa que quede bien claro que quienes intervienen en estas áreas, han de sentir la responsabilidad de sacar partido a sus talentos, sin olvidar que otras muchas personas, con trabajos materiales o aparentemente de poco relieve, se esmeran en convertir su ocupación en plegaria a Dios, para que los hombres y mujeres que cuentan en las áreas que dirigen la sociedad sepan ser enteramente responsables, conscientes de que Dios les pedirá cuenta de su rendimiento; y han de mostrarse muy agradecidos a los que trabajan, por así decir, en la penumbra. Viene muy al caso lo que comentaba san Josemaría: ¿quién tiene más importancia, el Rector Magnífico de una Universidad o la última persona que atiende la manutención del edificio? Y se contestaba sin dudar: el que cumple su tarea con más fe, con más afán de santidad.

Armonía entre fe y razón

19. Los que nos sabemos hijos de Dios hemos de propagar que no hay «motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización (…). Dios y el hombre, cada uno en su respectivo mundo, se encuentran así en una relación única. En Dios está el origen de cada cosa, en Él se encuentra la plenitud del misterio, y ésta es su gloria; al hombre le corresponde la misión de investigar con su razón la verdad, y en esto consiste su grandeza»[31].

Mantiene plena actualidad el horizonte que describía san Josemaría: «Sobre la base firme de un profundo saber científico, hemos de mostrar que no hay oposición alguna entre la fe y la razón»[32], sino que, al contrario, debe existir una plena sintonía, porque los dos ámbitos de conocimiento proceden de Dios, del Logos creador que, además, se ha hecho hombre.

En la Carta apostólica Novo millénnio ineúnte, Juan Pablo II escribió: «Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos delicados y controvertidos, es importante hacer un gran esfuerzo con el fin de explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando, sobre todo, que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización»[33]. Para esta tarea, se necesita don de lenguas, que se alcanza cuando se invoca con fe al Espíritu Santo y se ponen los medios humanos.

De todos es conocida la plena libertad que, dentro de la doctrina católica, la Iglesia reconoce a sus hijos en la propia actuación profesional y en cuanto ciudadanos, iguales a los demás ciudadanos. La sensibilidad hacia los problemas humanos, el sentido sobrenatural para enjuiciarlos y resolverlos cristianamente, según la recta conciencia bien formada, ha de espolear la responsabilidad apostólica personal, para aportar al debate científico una visión más humana y siempre cristiana. Por eso, conviene abordar con rectitud seria aquellos trabajos que presentan especial relevancia doctrinal y ética, en las áreas científicas y humanistas propias de cada uno. La crisis moral por la que atraviesa la sociedad, y la necesidad perenne de evangelizar, vuelven aún más urgente que los investigadores cristianos no cejen en esta labor y desarrollen con constancia y hondura esos temas, para contribuir a resolver correctamente los problemas actuales.

La moralidad pública

20. Otro desafío prioritario de evangelización es el de la moralidad pública. Uno de los obstáculos que con mayor virulencia se opone al reinado de Cristo, en las almas y en la entera sociedad, se alza con la ola de sensualidad que invade las costumbres, las leyes, las modas, los medios de comunicación, las expresiones artísticas. Para frenar este ataque virulento, además de rezar y de invitar a rezar, de reparar y de mover a la reparación, movidos por una responsabilidad cristiana y también humana, hemos de movilizar a muchas personas —católicos o no, pero hombres y mujeres de buena voluntad— instándoles a que sientan la urgencia de hacer algo. Sobran los lamentos estériles, y mucho más cualquier actitud de indiferencia, de conformarse con no causar personalmente el mal. Por el contrario, a toda hora se presenta el momento propicio de lanzarse con mayor brío a un apostolado capilar, a una mudanza radical, comenzando por la propia vida, el propio hogar, el propio ambiente profesional.

Escuchemos al Apóstol de los gentiles, que nos exhorta: no recibáis en vano la gracia de Dios. Porque dice: “en el tiempo favorable te escuché. Y en el día de la salvación te ayudé”. Mirad, ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación (2 Cor 6, 1-2). Hemos de proceder los cristianos con la seguridad de la fe, precisamente para sanar todo lo que a nuestro alrededor desentona con la ley de Dios, sin respetos humanos, sin miedo a que se note nuestra condición de personas convencidas de nuestra fe. Hay valores que no son negociables, como repetidas veces ha manifestado Benedicto XVI: «La protección de la vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; el reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas radicalmente diferentes de unión que, en realidad, la perjudican y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable papel social; la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos»[34].

El Papa aclaraba que «estos principios no son verdades de fe, aunque reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Esta acción es tanto más necesaria cuanto más se niegan o tergiversan estos principios, porque eso constituye una ofensa contra la verdad de la persona humana, una grave herida causada a la justicia misma»[35].

21. Idéntico razonamiento, con igual motivo, cabe sostener sobre puntos esenciales de la doctrina cristiana que sufren, en nuestros días, un acoso intolerante por parte de grupos de personas ciegamente obstinadas en eliminar el sentido religioso de la sociedad civil. Desgraciadamente abundan los ejemplos; desde burdos ataques a Jesucristo, a quien tratan de poner en ridículo, hasta acusaciones calumniosas contra la Iglesia, sus ministros, sus instituciones.

La tarea del cristiano, que desea ser coherente con su vocación, consiste en mostrar a Cristo a los demás, saberse altavoz —primero con el ejemplo, pero también con la palabra oportuna— de las enseñanzas de la Iglesia, especialmente en los temas más debatidos en la opinión pública. Salta a mi memoria lo que tan claramente expuso don Álvaro: «Como es preciso barrer primero la propia casa (…), cada uno debe examinar cómo se preocupa de este cometido eminentemente cristiano»[36]. Palabras que suenan como un eco de la predicación del Apóstol a los primeros fieles: ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (…); que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor, sin dejarse dominar por la concupiscencia, como los gentiles, que no conocen a Dios. En este asunto, que nadie abuse ni engañe a su hermano (…); porque Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad (1 Ts 4, 3-7).

La recomendación de san Pablo adquiere singular relieve en las circunstancias presentes. Resulta imposible, en efecto, luchar eficazmente contra esa ola viscosa y sucia que pugna por envolverlo todo, si en nuestro interior se admite alguna complicidad —aunque parezca pequeña— con esas «cosas perversas, que suben y suben, hirviendo dentro de ti, hasta querer anegar con su podredumbre bienoliente los grandes ideales, los mandatos sublimes que Cristo mismo ha puesto en tu corazón»[37].

Con el mismo relieve destaca el texto de san Gregorio Nacianceno, que el beato Juan Pablo II citaba en su exhortación apostólica sobre la misión de los Obispos. Así se expresaba ese Padre y Doctor de la Iglesia: «Primero purificarse y luego purificar; primero dejarse instruir por la sabiduría y luego instruir; primero convertirse en luz y luego iluminar; primero acercarse a Dios y luego llevar a otros a Él; primero ser santos y luego santificar»[38].

Porque no nos consideramos mejores que los demás —y no nos equivocamos en esta apreciación—, nos conviene volver una vez y otra a tratar de adecuar lo más perfectamente posible nuestra situación personal a la doctrina de Jesucristo. Hemos de persuadirnos de que, primero, hemos de pelear en nuestro interior, decididos de verdad a conformar con el querer de Dios nuestros pensamientos, proyectos, palabras y obras, hasta los más pequeños: «La lucha tiene un frente dentro de nosotros mismos, el frente de nuestras pasiones. Vigila quien pelea interiormente, para apartarse decididamente de la ocasión de pecado, de lo que puede debilitar la fe, desvanecer la esperanza o desmejorar el Amor»[39].

22. Aquí se centra —se centrará siempre— un punto de examen diario para los próximos meses. ¿Cómo es nuestra lucha por la santidad? ¿Descendemos a detalles concretos, en sintonía con lo que nos sugieren en la dirección espiritual personal? ¿Acudimos con frecuencia al Señor, implorando una fina delicadeza de conciencia —que en nada coincide con los escrúpulos—, para descubrir las pequeñas grietas en los muros del alma, por las que intenta introducirse el enemigo restando eficacia también a nuestra tarea apostólica? ¿Nos llena de contento la posibilidad de encontrar nuevos puntos de lucha, para afrontarlos decididamente, deportivamente, sostenidos por la gracia de Dios?

Non enim vocávit nos Deus in immundítiam sed in sanctificatiónem (1 Ts 4, 7). Nos ha llamado Dios, no a la inmundicia, sino a la santidad. Aunque otra cosa pretendan inculcar algunos medios de comunicación o desviaciones de cualquier tipo —con la complicidad, en primer término, de nuestras tendencias desordenadas—, la pelea por la limpieza de conducta se muestra siempre atractiva, siempre posible; por tanto, en cualquier circunstancia puede y debe proponerse este ideal a cada persona, por aparentemente lejos que se encuentre de esta meta. No existe criatura humana que no busque un asidero donde agarrarse, en este mar de olas y tempestades que atraviesa nuestra época, y que realmente no es una situación nueva. Los cristianos contamos con la inmensa fortuna y capacidad de transmitir esa seguridad, que muchos anhelan quizá sin darse cuenta. Sigamos adelante, peleando con alegría las batallas del Señor (cfr. 1 Mac 3, 2), in hoc pulchérrimo caritátis bello, en esta hermosísima pelea de caridad cuyo desenlace feliz se encuentra plenamente asegurado, con la victoria del Señor, para los que se mantienen fieles a su Amor.

23. Benedicto XVI ha subrayado recientemente la importancia de recurrir habitualmente al sacramento de la Penitencia. Hablando a sacerdotes y a candidatos al sacerdocio, en el contexto del Año de la fe, afirmaba que «la celebración del sacramento de la Reconciliación es por sí misma anuncio y por eso camino que hay que recorrer para la obra de la nueva evangelización.

»¿En qué sentido la Confesión sacramental es “camino” para la nueva evangelización? Ante todo porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el “motor” de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio»[40].

La institución familiar

24. En la Obra, debemos desenvolvernos siempre con el optimismo y con la visión sobrenatural que van anejos a la filiación divina, pero no podemos ignorar que, en estos momentos, uno de los ámbitos más amenazado por la ola del hedonismo es la familia. Entre los serios perjuicios que esta situación produce, salta a los ojos el aumento de las infidelidades matrimoniales y la creciente dificultad para que la gente joven se halle en condiciones de escuchar y de seguir la llamada de Dios, sobre todo al celibato apostólico. Por eso, hoy se revela especialmente urgente y necesaria una «cruzada de virilidad y de pureza»[41], en los diferentes niveles de la sociedad.

En esta batalla de limpieza, como en todas las demás virtudes, cobra gran importancia la delicadeza para practicar personalmente esta afirmación gozosa que es la santa pureza, dentro del estado de cada uno, y también para no descuidar el influjo que se puede ejercer mediante el apostolado de amistad y de confidencia. Además, siempre resultan útiles los estudios interdisciplinares sobre cómo promover que muchas personas e instituciones, en todo el mundo, fomenten —siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos— una nueva cultura, una nueva legislación, una nueva moda, a las que me refería antes.

Habrá que rezar perseverantemente, habrá que trabajar mucho, para alcanzar un objetivo tan ambicioso. Pero así se forjan los cristianos las metas: magnánimas en los deseos y adaptadas a la realidad de lo que individualmente se está en condiciones de lograr. Hemos de convencernos de que cada uno está capacitado para llegar a más, a bastante más de lo que pensamos, a base de cosas pequeñas —afirmaciones, ejemplos, santa intransigencia— en el propio ambiente. Me viene a la memoria una imagen que empleaba san Josemaría a propósito del problema ecológico. La recojo aquí, porque me parece muy ilustrativa de lo que voy comentando.

«Recientemente les decía a vuestros hermanos mayores, acordándome de que hemos charlado tantas veces de barcas y de redes, que ahora se habla y se escribe mucho en todos los sitios de ecología. Y se dedican, en los ríos y en los lagos, y en todos los mares, a tomar muestras de agua, a analizarlas… Casi siempre el resultado es que aquello está en malas condiciones: los peces no disponen de un ambiente sano, habitable.

»Cuando hemos hablado de barcas y de redes, vosotros y yo nos referíamos siempre a las redes de Cristo, a la barca de Pedro, y a las almas. Por algo dijo el Señor: venid en pos de mí, que Yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres (Mt 4, 19). Pues, puede suceder que alguno de esos peces, de esos hombres, viendo lo que está sucediendo en todo el mundo y dentro de la Iglesia de Dios, ante ese mar que parece cubierto de inmundicia, y ante esos ríos que están llenos como de babas repugnantes, donde no encuentran alimento ni oxígeno; si esos peces pensaran —y estamos hablando de unos peces que piensan, porque tienen alma—, podría venirles a la cabeza la decisión de decir: basta, yo doy un salto, y ¡fuera! No vale la pena vivir así. Me voy a refugiar a la orilla, y allí daré unas boqueadas, y respiraré un poquito de oxígeno. ¡Basta!

»No, hijos míos; nosotros tenemos que seguir en medio de este mundo podrido; en medio de este mar de aguas turbias; en medio de esos ríos que pasan por las grandes ciudades y por los villorrios, y que no tienen en sus aguas la virtud de fortalecer el cuerpo, de apagar la sed, porque envenenan. Hijos míos, en medio de la calle, en medio del mundo hemos de estar siempre, tratando de crear a nuestro alrededor un remanso de aguas limpias, para que vengan otros peces, y entre todos vayamos ampliando el remanso, purificando el río, devolviendo su calidad a las aguas del mar»[42].

25. En medio de coyunturas sociales y morales semejantes o peores que las que atravesamos ahora, comenzó la Iglesia con el afán de cambiar la atmósfera del decadente imperio romano, y así hemos de trabajar los cristianos siempre, buscando con decisión llevar el ambiente de Cristo a la humanidad.

En este cometido juegan un papel insustituible los padres y las madres de familia: su empeño para imprimir un tono profundamente cristiano en sus hogares y en la educación de sus hijos, hará de esas familias focos de conducta cristiana, remansos de aguas limpias que influirán en muchos matrimonios, facilitando por otra parte que broten vocaciones de entrega a Dios en el sacerdocio y en las variadísimas realidades eclesiales, tanto en el ámbito secular como en la vida consagrada; y nuevos «hogares luminosos y alegres», como comentaba san Josemaría.

A los padres y madres de familia les corresponde por derecho propio —insisto— una amplia gama de apostolado personal con diversas manifestaciones. Y nada más lógico que libremente se asocien a otras muchas personas que experimentan problemáticas similares, para afrontar esta situación de clara trascendencia: el empleo del tiempo libre, el esparcimiento y la diversión, los viajes, la promoción de lugares adecuados para que las hijas y los hijos vayan madurando humana y espiritualmente, etc. A los matrimonios con hijos en edad escolar, les compete a justo título —como parte muy importante de su responsabilidad educativa— la elección e incluso la promoción de escuelas y clubes juveniles; además de que es evidente la gran importancia de que intervengan activamente en la marcha de los centros escolares que frecuentan sus chicos o chicas, utilizando todos los instrumentos que la ley pone en sus manos, para orientarlos adecuadamente.

En estos últimos tiempos, después de muchos años de propaganda a favor de la coeducación, se está abriendo camino la idea de que la educación separada de niños y niñas, en los niveles primario y medio, resulta beneficiosa para la formación de las nuevas generaciones. Conviene no desentenderse de esta labor, y favorecer el empeño de investigación y de divulgación —en los aspectos jurídico, pedagógico y de opinión pública— para mostrar la legitimidad y ventajas de este modo de proceder, que entraña un gran respeto hacia las niñas y los niños, hacia las chicas y los chicos adolescentes, y una comprobada eficacia educativa, y también de formación humana.

26. Igualmente, en este contexto, es necesario un recto concepto de la libertad, ya que con frecuencia se identifica equivocadamente este don con la simple capacidad de elegir lo que más apetece en cada momento, lo que satisface el capricho o la comodidad, sin considerar su íntima ligazón con la verdad. La libertad, un gran bien natural, quedó debilitada por el pecado, pero Cristo la sanó con la gracia y la elevó a la categoría de la nueva y verdadera libertad sobrenatural: la de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 18-19.21). San Josemaría, precisamente porque se sabía y se sentía muy hijo de Dios Padre —filiación que entraña la verdad más íntima del hombre y de la mujer—, llegó a alcanzar una comprensión especialmente profunda de la libertad cristiana, y puso en guardia contra «el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces —advertía—, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo (cfr. Gal 4, 31), ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida (cfr. Jn 14, 6)»[43]. Y añadía: «La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres»[44].

Como ciudadanos responsables, los cristianos hemos de hacer todo lo posible para defender y promover la libertad propia y la de los demás, y —a la vez— ayudar a todos a descubrir esa nueva libertad: hac libertáte nos Christus liberávit (Gal 5, 1), con la que Cristo nos ha liberado. Se trata de una de las tareas más urgentes de la nueva evangelización. Ya he recordado que las personas que deben santificarse en el estado matrimonial juegan un papel insustituible en este cometido; pero deseo remachar que la obligación de difundir la recta doctrina sobre el matrimonio y la familia incumbe a la responsabilidad de cada una y de cada uno.

CONOCER Y PROFESAR LA FE

27. Todos los esfuerzos para llevar a cabo la nueva evangelización —sea en el apostolado de la inteligencia, sea en los campos prioritarios que acabo de señalar— han de sustentarse en el sólido fundamento de la fe. Sin fe, en efecto, es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6), precisa la Sagrada Escritura.

Esta virtud teologal, puerta de la vida cristiana, pide la adhesión libre del intelecto, y conduce a la fidelidad plena a la Voluntad de Dios, actualizada con las verdades que nos ha revelado, transmitiéndonos la seguridad de que han de ser aceptadas por la misma autoridad del Creador que, como narran los pasajes expresos del Génesis, sólo ha querido el bien de todo lo creado. Por eso, la fe seriamente asumida y practicada, estimula a una continuada confianza, plena, en Dios, que nos asegura —al ejercitarnos en ese abandono libre y responsable— la participación en su misma vida divina, que se nos ha comunicado con esas verdades como camino para alcanzar la unión con el mismo Dios.

«En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. En el misterio de su muerte y resurrección, Dios ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cfr. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección»[45].

Ejemplos de fe

28. La epístola a los Hebreos pone ante nuestros ojos una sucesión de hombres y mujeres fieles que, a lo largo de la historia de la salvación, desde el justo Abel, creyeron en Dios y se adhirieron a Él con todas las energías de su inteligencia y de su voluntad, gastando gozosamente su existencia en su servicio (cfr. Hb 11, 4-40). Destaca entre todos la figura de Abrahán, nuestro padre en la fe[46], de quien hemos de aprender también la fortaleza de su esperanza en Dios, porque todos hemos de crecer en vida teologal a lo largo de los próximos meses, fiándonos más y más de los medios que nos conducen al Cielo, y pidiendo con firmeza a la Trinidad que nos aumente la fe, la esperanza, la caridad.

Cuando se encontraba en la ciudad de Ur, en Caldea, «Abrahán oyó la palabra del Señor que lo arrancaba de su tierra, de su pueblo, y en cierto modo de sí mismo, para hacer de él un instrumento del designio de salvación que abarcaba el futuro del pueblo de la alianza e, incluso, de todos los pueblos»[47]. Inmediatamente, sin una vacilación, el patriarca se puso en camino.

Por la fe, Abrahán obedeció al ser llamado para ir al lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adónde marchaba. Por la fe, peregrinó por la tierra prometida como en tierra extraña, y habitó en tiendas, igual que harían Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas; porque esperaba la ciudad fundada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también Sara, que era estéril, recibió vigor para concebir, aun superada ya la edad oportuna, porque creyó que era digno de fe el que se lo había prometido. De modo que de uno solo, y ya decrépito, nacieron hijos tan numerosos como las estrellas del cielo e incontables como las arenas de las playas del mar (Hb 11, 8-12).

La misma epopeya de creer firmemente continúa y se desarrolla —con una intensidad y extensión mayor— en el Nuevo Testamento. Maestra inigualable se nos muestra la Virgen Santísima, que por la fe «acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cfr. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cfr. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único Hijo, manteniendo intacta su virginidad (cfr. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con Él hasta el Calvario (cfr. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cfr. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con Ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 14; 2, 1-4)»[48].

Por eso, meditar y adentrarse en la fe de María nos conduce y ayuda a sentir la dependencia total que de Dios tenemos; dependencia que nos hace entender que, agarrados firmemente a su mano, nos volvemos capaces de cumplir maravillas, con un relieve extraordinario para nuestra propia existencia, para la Iglesia, para la corredención que nos ha sido confiada; un relieve extraordinario que desciende lógicamente a los quehaceres y pequeñeces, aparentemente más indiferentes, ya que con Dios póssumus!, lo podemos todo; y sin Él, nihil, nada.

Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro. Del mismo modo actuaron los discípulos de la primera hora, y los mártires que entregaron su vida por testimoniar el Evangelio, e innumerables cristianos de todos los tiempos, también recientes. «Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cfr. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban»[49].

El ejemplo de san Josemaría

29. Fijemos nuestros ojos en la historia de la Iglesia, en la que nunca han faltado hombres y mujeres que han sido instrumentos en las manos de Dios para dar nuevo impulso y vitalidad a la fe del pueblo cristiano en momentos de dificultad. Yo pienso en el ejemplo de nuestro Fundador. San Josemaría meditó mucho sobre la figura y la respuesta de aquellos predecesores nuestros en la fe. Por eso, como el patriarca Abrahán, nuestro Padre abandonó sus proyectos nobles y, obediente a la voz divina, se hizo peregrino por todos los senderos del mundo, para enseñar a sus hermanos y hermanas una doctrina «vieja como el Evangelio y como el Evangelio nueva»[50]: que Dios nos convoca a todos a ser santos en el trabajo y en las circunstancias de la vida ordinaria, en medio de las realidades temporales. Fue un hombre, un sacerdote, de fe y de esperanza: virtudes que, junto con la caridad, el Señor infundió con creciente intensidad en su alma. Por cultivar esa fe gigante y esa gran esperanza, alcanzó la capacidad de llevar a término la misión que había recibido, y hoy son innumerables —como las estrellas del cielo, como las arenas de la playa (Gn 22, 17)— las personas de diferente edad, raza y condición que se alimentan de ese espíritu y buscan así la gloria de Dios.

La existencia de san Josemaría manifiesta que cada jornada nuestra puede y debe ser tiempo de fe, de esperanza, de amor, sin concesiones al egoísmo. Conviene, pues, que nos preguntemos cómo se manifiestan las virtudes teologales en nuestra conducta diaria: si sabemos reconocer la mano providente de nuestro Padre Dios en todas las circunstancias, tanto en las que se presentan con un aspecto favorable como en aquellas que parecen adversas; es decir, si estamos firmemente persuadidos de que ómnia possibília credénti (Mc 9, 23), que todo es posible para el que cree, aunque carezca de méritos personales y de medios humanos; si somos optimistas en el apostolado, con un optimismo sobrenatural basado en la convicción de que —como afirma el Apóstol— ómnia possum in eo, qui me confórtat (Flp 4, 13), todo lo podemos en Cristo, que es nuestra fortaleza.

Quizá hayamos de concluir que todavía no nos ejercitamos con suficiente intensidad en estas virtudes. Cabe, entonces, aplicarnos las consideraciones de san Josemaría: «Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud —confiando en Dios y en su Madre—, seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.

»—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»[51].

Nuestro Padre imploró muchas veces, para sí mismo, para sus numerosos hijos e hijas, y para todos los cristianos, el crecimiento en las virtudes teologales: adáuge nobis fidem, spem, caritátem!, auméntanos la fe, la esperanza y el amor, rezaba cada día, pidiéndolo también —sin palabras, con el corazón— mientras alzaba la Hostia o el cáliz en la Santa Misa. Le movía el único fin de ser mejor servidor —y de que fuésemos mejores servidores— de Dios y de las almas en cualquier hora y situación. En esto radica, insisto, el presupuesto necesario para que el caminar de la Iglesia se llene de nuevos frutos, ahora y siempre. Como escribe el Papa, «deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza»[52].

«Reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree —añade el Papa—, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año. No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo»[53].

Pedir la fe y profundizar en esta virtud

30. A lo largo de estos meses —ojalá consigamos crear ese ánimo para siempre—, al rezar el Credo en la Misa y en otros momentos, esforcémonos para profesar la fe de la Iglesia con mayor conciencia, con una atención más inmediata a las palabras y a su significado. También supondrá una gran ayuda el estudio y la frecuente meditación de los diversos artículos que componen el Símbolo. Entre los medios que Benedicto XVI sugiere para dar relieve y verdadera eficacia a ese tiempo, uno de primordial importancia se concreta en el estudio del Catecismo de la Iglesia Católica —o también de su Compendio—, preciosa herencia del Concilio Vaticano II, donde se recogen de modo completo, orgánico y ordenado todas las verdades de la doctrina católica.

«Existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento»[54]. El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para poder darles el propio asentimiento, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia; esa aceptación implica, por tanto, que, cuando se cree, se acoge libremente todo el misterio de la fe, ya que Dios mismo garantiza su verdad al revelarse y ofrecer a nuestra razón su misterio de amor.

«Por otra parte —prosigue el Papa—, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aun no reconociendo en ellos mismos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico “preámbulo” de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios»[55].

No desfallezcamos en el estupendo intento de sacar al descubierto las inquietudes espirituales que anidan en todas las almas, para ofrecerles la formación oportuna que sacie su sed de la Verdad. Especialmente en los tiempos actuales, adquiere seria importancia enseñar o recordar, a quienes tratamos por un motivo u otro, que la vida terrena constituye una etapa transitoria de la existencia humana. Dios nos ha creado para la vida eterna, nos ha destinado a participar de su misma Vida divina, alcanzando así una dicha completa e inacabable. Este don de la Trinidad Santísima sólo se logra en plenitud después de la muerte corporal, pero comienza ya aquí abajo. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado (Jn 17, 3). El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día (Jn 6, 54).

31. En los meses venideros se nos presenta una nueva oportunidad de meditar con hondura en el misterio de Jesucristo. Con sus obras y sus palabras, Jesús nos ha manifestado al Padre y nos ha mostrado el camino que a Él conduce; nos ha facilitado lo necesario para alcanzar la meta: la Iglesia, con sus sacramentos e instituciones; y, más aún, nos ha enviado el Espíritu Santo que, habitando por la gracia en las almas, impulsa constantemente a los hombres hacia la casa del Padre. Todo brota como fruto de la benevolencia divina, porque en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados (1 Jn 4, 10).

Convenzámonos del papel fundamental de meditar y de invitar a los demás a meditar esta verdad esencial: «¡Dios nos ama!: el Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra»[56]. Asombrémonos y agradezcamos este impresionante anuncio, que hemos de difundir por todas partes mediante una universal catequesis. Precisamente esta palabra, catequesis, en su etimología griega más literal, significa “hacer sonar en los oídos” un mensaje; para los cristianos, el método de enseñanza usado por la Iglesia ya en los primeros momentos, desde que comenzó a transmitir a la humanidad la margarita preciosísima y el tesoro de la salvación, como explicaba el Maestro. Así, escuchando, acogieron la buena nueva los primeros discípulos del Señor, y la transmitieron a otros de forma que comprometía el querer y el obrar de quienes la oían y la incorporaban a su conducta.

Y del mismo modo hemos de comportarnos ahora, después de veinte siglos de cristianismo: hacer resonar la Verdad traída por Jesucristo en el corazón de las personas con las que coincidimos en nuestro caminar por la tierra, y también —mediante la oración— en quienes no tratamos personalmente. A cada uno, a cada una, del modo oportuno, hemos de manifestarle: ¡Dios ha pensado en ti desde toda la eternidad! ¡Dios te ama! ¡Dios ha preparado para ti un lugar inefable, el Cielo, donde Él mismo se te entregará en posesión y goce eternos, saciando con creces las ansias de felicidad que anidan en tu corazón!

32. No cabe dar por supuestas estas verdades fundamentales. Muchas personas no conocen a Dios o se han formado de Él una idea equivocada. Unos se imaginan un Dios celoso del cumplimiento de la ley, siempre pronto al castigo, o un Dios al que se acude sólo en caso de necesidad; otros piensan en un Dios encerrado en su propia felicidad, muy lejos de las penas y angustias de los hombres… No dejemos de preguntarnos si, por nuestra alegría y nuestra paz, los que nos ven pueden tocar la Bondad del Señor con sus hijos.

Todos necesitamos reforzar constantemente «esa base de ideas claras sobre los temas fundamentales, para estar en condiciones de iluminar tantas inteligencias y de defender a la Iglesia de los ataques, que recibe a veces de todas las partes: ideas claras sobre las verdades dogmáticas y morales; sobre las exigencias de la familia y de la enseñanza cristiana; sobre los derechos al trabajo, al descanso, a la propiedad privada, etc.; sobre las libertades fundamentales de asociación, de expresión, etc. De esta manera podréis experimentar gozosamente la verdad de aquellas palabras: véritas liberábit vos (Jn 8, 32), porque la verdad os dará alegría, paz y eficacia»[57].

Pidamos reciamente al Espíritu Santo que nos asista, para que sepamos presentar un testimonio convincente, y exponer —según la ciencia y la formación de cada uno— los argumentos racionales que ayuden a cada criatura a abrir su mente a la verdad. Recemos con perseverante confianza. Este punto se alza como el más importante, y recordemos la promesa del Señor: os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá (Mt 18, 19). Si permanecemos bien unidos en la oración, cerrando filas como un ejército en orden de batalla (Ct 6, 4), una batalla de paz y de alegría, conseguiremos del Cielo lo que a Dios suplicamos.

Comentando el versículo del Evangelio, que acabo de transcribir, Benedicto XVI señala que «el verbo que usa el evangelista para decir “se ponen de acuerdo” (…) encierra la referencia a una “sinfonía” de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. El acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial»[58]. Mantengámonos siempre muy pegados al Papa y a sus intenciones, pues de esta manera nos acercaremos más a Cristo y, con Él, por el Espíritu Santo, nuestra plegaria arribará eficazmente a Dios Padre.

FORMACIÓN DOCTRINAL

33. Nuestro Padre enumeraba cinco aspectos fundamentales de la formación: humana, doctrinal-religiosa, espiritual, apostólica y profesional. El Año de la fe nos ofrece, de manera muy destacada, una invitación a reflexionar de nuevo sobre nuestra formación doctrinal. Y esto, por la sencilla razón de que toda esta formación se dirige, desde diversas perspectivas, a que profundicemos personalmente en los contenidos de la fe y en el sentido de la fe misma; y de esta manera, por la mediación de ese renovado intelléctus fídei, podamos anunciar y proponer de manera adecuada, a colegas y amigos, el misterio del Amor de Dios en Jesucristo.

Formación en la doctrina de la Iglesia

34. Por eso, nuestro Fundador sintetizó, con frase gráfica, la actividad fundamental de la Obra: «dar doctrina». De ahí el constante esfuerzo gustoso para asegurar a los fieles de la Prelatura el alimento de la formación, especialmente en su aspecto doctrinal-religioso. Pienso en el gozo de nuestro Padre, al contemplar desde el Cielo cómo ininterrumpidamente se organizan esas clases, de acuerdo con los planes y las necesidades de cada lugar. A todos os recuerdo lo que nos repetía insistentemente, para que se nos grabara a fondo: «Poned mucho empeño en asimilar la doctrina que se os da, de manera que no se estanque; y sentid la necesidad y el deber gustoso de llevar a otras mentes la formación que recibís, para que cuaje en buenas obras, llenas de rectitud, también en los corazones de otros»[59].

Para servir, servir, comentaba muy frecuentemente san Josemaría, utilizando los diversos significados de este verbo servir: ser útil a los demás y tener capacidad real para afrontar las diferentes circunstancias. Resumía en esta frase la importancia de prepararse bien, en todos los terrenos, deseosos de prestar una efectiva colaboración a los planes de Dios y a la Iglesia. «Para poder servir a las almas, tenemos, primero, que servir nosotros; es decir, formarnos. Si no, no seremos buenos instrumentos, no servimos»[60]. Aplicado a nuestro fin apostólico: sólo sirve el que tiene y cultiva una fe viva e ilustrada, porque sólo desde esa fe puede servir al apostolado de la Obra y a la formación doctrinal de los demás.

Convencido de esta perenne necesidad, san Josemaría fijó las pautas para la formación doctrinal-religiosa de los fieles de la Obra y las desarrolló paulatinamente. Repasemos en nuestro trato con el Señor lo que sin interrupción nos exponía. «Los fines que nos proponemos corporativamente son la santidad y el apostolado. Y para lograr estos fines necesitamos, por encima de todo, una formación. Para nuestra santidad, doctrina; y para el apostolado, doctrina. Y para la doctrina, tiempo, en lugar oportuno, con los medios oportunos. No esperemos unas iluminaciones extraordinarias de Dios, que no tiene por qué concedernos, cuando nos da unos medios humanos concretos: el estudio, el trabajo. Hay que formarse, hay que estudiar»[61].

El Paráclito, aposentado en las almas en gracia, con el Padre y con el Hijo, es verdaderamente —para quienes escuchan su voz y se muestran dóciles a sus inspiraciones— el que hace «penetrar en el espíritu y en el corazón de los hombres la enseñanza de Jesús»[62]. Jesucristo mismo le llamó Espíritu de verdad, y nos aseguró: cuando venga Aquél, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad, pues no hablará por sí mismo, sino que os dirá todo lo que oiga (…). Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará (Jn 16, 13-14). Y el Santo Padre Juan Pablo II, comentando estos textos evangélicos, enseñaba: «Si Jesús ha dicho de sí mismo: Yo soy la Verdad (Jn 14, 6), es esta verdad de Cristo la que el Espíritu Santo hace conocer y difunde (…). El Espíritu es Luz del alma: Lumen córdium, como le invocamos en la secuencia de Pentecostés»[63].

Los cristianos podemos sabernos más libres que nadie, si no permitimos que nos arrastren las tendencias caducas del momento. La Iglesia alienta a sus hijos a que se comporten como «ciudadanos católicos responsables y consecuentes, de forma que el cerebro y el corazón de cada uno de nosotros no vayan dispares, cada uno por su lado, sino concordes y firmes, para hacer en todo momento lo que se ve con claridad que hay que hacer, sin dejarse arrastrar —por falta de personalidad y de lealtad a la conciencia— por tendencias o modas pasajeras: para que no seamos ya niños que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por la falsedad de los hombres, que para engañar, emplean astutamente los artificios del error (Ef 4, 14)»[64].

Profundizar en la doctrina de la fe

35. Si anhelamos conocer y amar a Dios, si deseamos que los demás le conozcan y le amen, resulta imprescindible que la doctrina católica informe cada vez más nuestro entendimiento y mueva nuestra voluntad. Ahora, además, ante una cultura dominante que tiende a apartarse de Dios, ese deber se torna especialmente apremiante.

De ahí la importancia decisiva que adquiere la urgencia de prepararnos doctrinalmente, sin soluciones de continuidad. No abandonéis nunca el estudio y, más concretamente, el dedicado a la teología, cada uno según sus posibilidades, para adquirir ese intelléctus fídei de que os hablaba. Debemos sentir, pujante y gozosa, la íntima tensión de la «fides quærens intelléctum[65]: la de la inteligencia informada por la fe, que impulsa a conocer cada vez más profundamente lo que se cree. El estudio de la teología, no rutinario ni simplemente memorístico, sino vital, ayuda en gran medida a que lleguen a ser plenamente connaturales a la inteligencia las verdades de nuestra fe y a aprender a pensar en la fe y desde la fe. Sólo así se está en condiciones de valorar las múltiples cuestiones, en ocasiones complejas, que suscitan las ocupaciones profesionales y el desarrollo de la sociedad en su conjunto. Precisamente porque sois libres, hijas e hijos míos, porque cada uno decide y actúa con plena y total autonomía, esforzaos con particular atención en la necesidad de formar bien vuestra inteligencia y vuestra conciencia, para contar con un acervo de conocimientos, no sólo de las ciencias humanas, sino también de la ciencia teológica, que os permitan pensar, juzgar y obrar como corresponde a un cristiano.

Hemos de enriquecernos intelectualmente para afrontar con solvencia aquellos temas de la doctrina católica que guardan particular importancia en el ámbito de la propia profesión, o que gozan de especial actualidad en el país. Serán diversos de un sitio a otro, pero hay algunos que —en los momentos actuales— tienen vigencia en todas partes: los relacionados con el matrimonio y la familia, la educación, la bioética, etc.

36. En esta línea, os he insistido en que se siga impulsando la mejora y la especialización de profesores en los diversos Stúdia Generália de la Prelatura; que se fomenten líneas de investigación de alto nivel en las universidades a las que el Opus Dei presta una asistencia espiritual; que se promuevan grupos interdisciplinares —por ejemplo, de médicos, biólogos, juristas, filósofos, sociólogos— que se dediquen con sentido apostólico a esta tarea.

No pocos fieles de la Prelatura podrán realizar una labor análoga, junto con otras personas, en los centros académicos, públicos o privados, en los que trabajan. Y muchos más, aunque no se dediquen profesionalmente a estos campos específicos, están en condiciones de aportar su granito de arena, contribuyendo a crear una opinión pública sana, respetuosa de la ley natural e informada por el mensaje cristiano, utilizando oportunamente los medios de comunicación social. Me habéis oído comentar que una sencilla carta o un e-mail a un periódico, explicando con simpatía y claridad —con don de lenguas— un punto de la doctrina católica, en ocasiones resulta más eficaz que un voluminoso tratado. Cuando la opinión pública de un país ofrece una visión deformada de la Iglesia, e incluso cuando se organizan abiertas campañas denigratorias, no cabe de parte de los católicos permanecer pasivos: hemos de reaccionar —por justicia con Dios y con la sociedad— contra esos abusos, desenmascarar los ataques más o menos solapados y exigir el respeto que merece la Iglesia, prescindiendo de las faltas de algunos de sus miembros.

Para eso, insisto, asimilemos la urgencia imprescindible de avanzar constantemente en nuestra formación teológica, de ahondar —en la medida de las necesidades y de las circunstancias individuales— en las cuestiones presentes en la opinión pública relacionadas con aspectos fundamentales de la Revelación. Aprovechemos seriamente las clases y conferencias sobre filosofía, teología, derecho canónico, asistiendo a esos tiempos de formación con ilusión, con puntualidad y deseos de sacar mucho fruto; porque, además, esas actividades ofrecen la ocasión de facilitar a otras personas la catequesis doctrinal y espiritual a la que aspiran.

37. Analizando las enseñanzas de los Santos Padres, Benedicto XVI se detiene en un punto de especial relieve en los momentos actuales. Afirma que el gran error de las antiguas religiones paganas consistió en no atenerse a los caminos trazados en el fondo de las almas por la Sabiduría divina. «Por eso, el ocaso de la religión pagana resultaba inevitable: era la consecuencia lógica del alejamiento de la religión de la verdad del ser, al reducirse a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres»[66]. Y añade el Papa que los antiguos Padres y escritores cristianos, en cambio, optaron «por la verdad del ser contra el mito de la costumbre»[67]. Tertuliano, como menciona el Pontífice, escribió: «Dóminus noster Christus veritátem se, non consuetúdinem, cognominávit. Cristo afirmó que Él era la Verdad, no la costumbre»[68]. Y el Sucesor de Pedro nos señala que, «a este respecto, conviene observar que el término consuetúdo, que utiliza Tertuliano para referirse a la religión pagana, en los idiomas modernos se puede traducir con las expresiones “moda cultural”, “moda del momento”»[69].

No lo dudemos: a pesar de la aparente victoria del relativismo en algunos lugares, este modo de pensar y de desorientar a tanta gente acabará derrumbándose como un castillo de naipes, por no estar anclado en la verdad de Dios Creador y Providente, que dirige las vías de la historia. A la vez, la realidad que vemos a nuestro alrededor ha de animarnos a no abandonarnos y a no abandonar a las personas que se mueven en una situación de desencanto y de falta de contenido.

UNIÓN CON CRISTO MEDIANTE LA ORACIÓN Y EL SACRIFICIO

38. Me consta que san Josemaría repitió y meditó con frecuencia las palabras de san Ignacio de Antioquía, cuando de camino a Roma, donde padecería martirio, consideraba que era «trigo de Dios» y que había de ser molido por los dientes de las fieras «a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo»[70]. También los cristianos nos sabemos trigo de Dios, porque tenemos la gustosa obligación de facilitar alimento espiritual a quienes, por un motivo u otro, pasan a nuestro lado.

Convenzámonos hondamente de que Dios desea que seamos pan de Cristo, para calmar el hambre de las almas. Y para lograrlo, hay que dejarse moler sin resistencias, como los granos de las espigas; y decidirse a aprovechar a fondo, no a medias, las maneras de las que el Señor se sirve para pulirnos, para limar las aristas de nuestro carácter, para arrancar de nuestra conducta externa e interna —por amor, aunque cueste— ese yo que cada uno guarda en grado superlativo. Esta labor de purificación —no nos falta la propia personal experiencia— se requiere para conseguir los frutos sobrenaturales oportunos. Nos lo explicó de modo gráfico el Maestro: si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto (Jn 12, 24).

Unión con Cristo en la Cruz

39. Jesucristo quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4). Y esta santa ambición debe informar nuestro comportamiento: hemos de dar una decidida carga apostólica a cuanto hacemos, en las situaciones y en los momentos más diversos. Así, cada fiel en la Obra, incluso quien no esté en condiciones de realizar un apostolado inmediato —por encontrarse enfermo, por hallarse en un sitio nuevo o desconocer la lengua, etc.—, desarrollará una labor apostólica directísima muy fecunda. Lo lograremos todos, si nos esmeramos en el trato con Dios a través de las Normas de piedad; empeñándonos en la realización de un trabajo bien terminado, presentándolo a Dios cada día en la Santa Misa. El Señor espera que le ofrezcamos ese aprovechar y buscar las pequeñas mortificaciones o exigencias con un ritmo constante, «como el latir del corazón»[71].

La unión con Cristo en la Cruz es de importancia capital para llevar a cabo este programa apostólico. No hay posibilidad de seguir a Jesús sin negarnos a nosotros mismos, sin cultivar el espíritu de mortificación, sin practicar obras concretas de penitencia. El Santo Padre señala que «todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo de Dios— es, en definitiva, el “signo” por excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso, como escribí en la encíclica Deus cáritas est, en la cruz “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (n. 12)»[72].

Meterse en las Llagas de Cristo

40. Hemos oído no pocas veces una comparación a la que recurría san Josemaría. Comentaba que los cristianos que ansían caminar cerca del Maestro hemos de ser, «en las manos llagadas de Cristo, la semilla que el Sembrador divino lanza en el surco. Y como el sembrador mete el puño en la talega, lo saca cuajado de granos dorados, y los tira a voleo, así nos hemos de dar vosotros y yo, sin esperar nada en la tierra, ni inventarnos penas que no existen. Pero es preciso, como afirma el Evangelio, que el grano se entierre y muera en apariencia, para ser fecundo (cfr. Jn 12, 24). Sólo así seremos una buena semilla, en la siembra que el Señor quiera hacer para abrir caminos divinos en la tierra»[73].

A la luz de estas consideraciones, examinemos si nos esforzamos seriamente por ser almas piadosas y penitentes, firmemente persuadidos de que «la acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio»[74]. Roguemos al Señor que nos conceda hambres diarias de mayor entrega, deseos eficaces de gastarnos gustosamente por el bien de las almas. Y esto sólo se alcanza si tratamos de actualizar cada día, en la Santa Misa, el afán de ser hostia viva en unión con Cristo.

Nadie niega la grandeza y la importancia de lo que se nos propone: ser hostia con Cristo. Fomentemos estos anhelos santos en nuestros ratos de trato personal más detenido con Él. Invoquemos a Jesús, a través de su Madre Santísima —Maestra de fe—, que nos conceda la gracia de renovar cotidianamente el afán apostólico, y plasmemos estos propósitos en obras concretas, de acuerdo también con los consejos que nos sugieran en la dirección espiritual.

Entonces, sí: Jesucristo nos tomará en su mano llagada y después de empaparnos —como insistía san Josemaría— en su Sangre preciosa, sin abandonar el sitio donde a cada uno y a cada una nos ha puesto, nos lanzará lejos, muy lejos: tornará fecunda nuestra entrega en lugares cercanos y remotos; se servirá de nuestro trabajo y de nuestro descanso, de nuestras alegrías y de nuestros dolores, de nuestras palabras y de nuestros silencios, para arrojar su semilla divina en miríadas de corazones. Seremos verdaderamente «pan para el altar y pan para la mesa: divinos y humanos»[75]. Y Jesús realizará nuevos milagros portentosos, como antes los operó en las almas y en los cuerpos de los que le buscaban, cuando la multitud trataba de tocarle porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 19).

Recurrir al Espíritu Santo

41. De igual manera que Jesucristo predicó la buena nueva a impulsos del Espíritu Santo (cfr. Lc 4, 14), así los cristianos hemos de acudir llenos de confianza al Paráclito, como recomendaba el beato Juan Pablo II cuando se acercaba el Jubileo del año 2000. «Entre los objetivos prioritarios (…) —escribió en una Carta apostólica— se incluye, por tanto, el redescubrimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia tanto sacramentalmente, sobre todo por la Confirmación, como a través de los diversos carismas, tareas y ministerios que Él ha suscitado para su bien»[76].

Nada más lógico, por tanto, que en el apostolado personal y en cualquier labor apostólica contemos ante todo con la consoladora realidad de que el Espíritu Santo actúa sin cesar, en orden a la santificación de las almas, aunque ordinariamente lleve a cabo su acción en el silencio. Él es, «también para nuestra época, el agente principal de la nueva evangelización (…), Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro del vivir humano las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos»[77]. No lo dudemos: si recurrimos con fe al Consolador, Él pondrá en nuestras bocas la palabra acertada, la sugerencia oportuna, la corrección amable y humilde ante conductas equivocadas, que ayudarán a que esas personas reaccionen.

Cultivemos seriamente, por tanto, el trato con el Espíritu Santo; porque, como también enseñaba san Josemaría, hablando de la actuación del Señor en los hijos fieles, «no sólo pasa Dios, sino que permanece en nosotros. Por decirlo de alguna manera, está en el centro de nuestra alma en gracia, dando sentido sobrenatural a nuestras acciones, mientras no nos opongamos y lo echemos de allí por el pecado. Dios está escondido en vosotros y en mí, en cada uno»[78].

El arma de la oración

42. Releamos unas palabras del beato Juan Pablo II, el día de la canonización del Fundador del Opus Dei. «Para llevar a cabo una misión tan comprometedora hace falta un incesante crecimiento interior alimentado por la oración. San Josemaría fue un maestro en la práctica de la oración, que consideraba un “arma” extraordinaria para redimir el mundo. Aconsejaba siempre: “Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy ‘en tercer lugar’, acción” (Camino, n. 82). No es una paradoja —proseguía el Papa—, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado está sobre todo en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Este es, en el fondo, el secreto de la santidad y del verdadero éxito de los santos»[79].

Se trata de una actitud espiritual que este santo sacerdote —nuestro Padre— puso en práctica desde que el Señor pasó por su alma, y se refleja de modo diáfano en los primeros años del Opus Dei, cuando todo estaba por hacer. En 1930 —el Opus Dei era entonces como una criatura recién nacida—, san Josemaría escribía a Isidoro Zorzano, el único fiel de la Obra en aquellos momentos, unas palabras que conservan validez perenne. «Si hemos de ser lo que el Señor y nosotros deseamos —anotaba—, hemos de fundamentarnos bien, antes que nada en la oración y en la expiación (sacrificio). Orar: nunca, repito, dejes la meditación al levantarte; y ofrece cada día, como expiación, todas las molestias y sacrificios de la jornada»[80].

Sigamos esta pauta de conducta, imprescindible para aumentar nuestra vida de fe y dar cumplimiento a la misión sobrenatural que el Maestro confía a los cristianos. Por eso, en primer término hemos de crecer cotidianamente en el trato personal con Jesucristo. Tanto en medio de la labor profesional más exigente, como en la quietud de un oratorio o de una iglesia, o en el tráfico de las calles, también en los ratos de esparcimiento o descanso, y naturalmente en las ocupaciones familiares, en la enfermedad y en las contrariedades, ¡en todo momento!, hemos de hablar a Dios con el alma, con el corazón, con los sentidos, con los labios, empeñándonos en convertir todo lo que hacemos en plegaria grata a Dios, muchas veces sin palabras. Pero, insisto, la oración es fruto de la vida de fe. Se necesita una fe grande para pedir de verdad, con convencimiento, como hizo san Josemaría: «Jesús, dime algo; dime algo, Jesús».

No olvidemos que la persona que reza de verdad avanza en la virtud de la humildad; posee la alegría de la filiación divina; siente la urgencia del apostolado diario; actúa siempre con amabilidad y cordialidad; sabe servir; busca desaparecer y es dócil en la dirección espiritual.

La sal de la mortificación

43. Inseparablemente del trato con el Señor, necesitamos de la mortificación, que se eleva a Dios como «la oración de los sentidos». Hay gentes a quienes asusta la palabra “expiación”, imaginando quién sabe qué penas insoportables. Nada más contrario a la realidad. Ordinariamente Dios nos reclama un espíritu de penitencia que se manifiesta en el cumplimiento bien acabado de los propios deberes de estado y circunstancias de cada uno; llevado a cabo perseverantemente con alegría —aunque cueste—, sin soluciones de continuidad, con fidelidad heroica en lo pequeño.

San Josemaría, que tan generoso fue en las grandes penitencias a las que le invitaba el Señor —pues formaban parte de su misión fundacional—, concedía también extraordinaria importancia a la expiación menuda pero rebosante de amor. Así lo expone en unos breves apuntes de 1930, sobre el modo de hacer el examen de conciencia. «Expiación: ¿Cómo recibí, en este día, las contradicciones venidas de la mano de Dios?, ¿las que me proporcionaron, con su carácter, mis compañeros?, ¿las de mi misma miseria? ¿Supe ofrecer al Señor, como expiación, el mismo dolor, que siento, de haberlo ofendido ¡tantas veces!?, ¿le ofrecí la vergüenza de mis interiores sonrojos y humillaciones, al considerar lo poco que adelanto en el camino de las virtudes?»[81].

El mundo tiene hoy especial necesidad —y la tendrá siempre—de almas que amen el sacrificio voluntariamente abrazado por amor a Dios. En cualquier momento, se alza también como arma capaz de vencer en la pelea contra el hedonismo, que tantas víctimas causa entre los cristianos y entre los no cristianos: contra el excesivo regalo del cuerpo y de los sentidos. Consideremos que —para pisotear el apegamiento desordenado al propio yo— el remedio se concreta en el ofrecimiento rendido, verdadero holocausto, de nuestros sentidos internos y externos, de nuestras potencias, de nuestra alma y de nuestro cuerpo, cumplido en estrecha unión con Jesucristo.

Hemos de «ofrecer nuestra vida, nuestra dedicación sin reservas y sin regateos, como expiación por nuestros pecados; por los pecados de todos los hombres, hermanos nuestros; por los pecados cometidos en todos los tiempos, y por los que se cometerán hasta el fin de los siglos: ante todo, por los católicos, por los elegidos de Dios que no saben corresponder, que hacen traición al amor de predilección que el Señor les ha tenido»[82]; añadiendo una faceta que nuestro Padre cuidó siempre: ganar esa pelea con esperanzado optimismo, con la seguridad de que el Señor nos hará vencedores, por la fe, la confianza en Él, y por la caridad con Dios y con las almas.

44. Esas palabras de san Josemaría nos ayudan a afrontar con generosidad las mortificaciones habituales. Todos necesitamos purificarnos sin vacilaciones: sólo así estaremos en condiciones de sanear, con el gozo propio de los hijos de Dios, el ambiente en el que nos movemos. «Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón»[83]. Os sugiero también que si, en algún momento, nos sentimos cobardes, contemplemos a Jesús en las horas de su Pasión por amor nuestro. «Después… ¿serás capaz de tener miedo a la expiación?»[84].

A través de estas coordenadas de la conducta cristiana, fomentemos en los demás la urgencia de una acción apostólica concreta y constante con los jóvenes y los mayores, con los sanos y los enfermos, o con aquellos a los que nos acercamos ordinariamente por motivos de trabajo profesional o por las relaciones de amistad, parentesco, aficiones, etc., que componen el entramado de nuestra participación en el ambiente en el que habitualmente nos movemos. Pidamos a la Santísima Virgen que nos aumente el afán apostólico en los próximos meses, para ser propagadores del júbilo de la fe en Dios, y que actuemos siempre así; roguémosle además que envíe abundantes gracias de su Hijo, para que muchos hombres y mujeres abran sus corazones a la gracia de Dios sin hermetismos, y se decidan a caminar con Cristo por la senda que conduce a la felicidad plena, que Él mismo ha preparado para cada uno, desde toda la eternidad.

LA TAREA APOSTÓLICA

45. La “misión”, la tarea apostólica, que el Señor nos ha confiado sólo es posible desde esa “vida de fe” que hemos ido describiendo: ha de ser como la “epifanía” de la fe. Es la fe —doctrina y vida— lo que da solidez y eficacia a la existencia cristiana y la hace sumamente atractiva, como lo prueba la realidad de que muchas personas que no tienen fe, desean —quizá sin llevar a la práctica esos deseos— alcanzar la dicha y la seguridad, la paz, que ven en los que creen en Dios.

Ocupémonos del apostolado, desde la virtud de la fe, os acabo de señalar. No debe menguar, por tanto, nuestro diario fiarnos del Señor. Hay que reparar mucho por las ofensas a Dios y por el daño que se causa a las almas. Hijas e hijos míos, nos percataremos de la urgencia y continuidad de ese desagravio, precisamente por el apostolado personal que realicemos: esa reparación es como el papel de tornasol que indica, sin ninguna duda, la hondura de los sentimientos de nuestra alma cristiana, la autenticidad de nuestro dolor ante la situación de la sociedad. Procedamos así sabiéndonos, como nos decía nuestro Padre, capaces de cometer los errores y los horrores de la criatura más pecadora, si nos soltamos de la mano de Dios. Rechacemos toda posibilidad de permanecer inactivos. Cada uno personalmente, cada una, en unión de miras apostólicas, encomendemos al Señor a las personas que comparten de un modo u otro los mismos ideales; acudamos sin miedo a esta siembra de paz, utilizando todos los resortes lícitos para que lleguen los toques de las campanas del gáudium cum pace hasta el último rincón de la tierra.

Cada uno en su puesto

46. Al fortalecer, con fe recia y perseverante, los fundamentos de nuestro diálogo con la Trinidad, serán eficaces las acciones apostólicas concretas: cuidemos todas las oportunidades de servir a las almas que se nos presenten, y caminemos con el gran aliciente de crear otras nuevas. Busquemos acabar nuestros trabajos —los que sean— con total rectitud de intención, vigilando sobre nosotros mismos, para que no se infiltre en esas tareas nada de vanagloria. La rectitud de intención no ha de desvanecerse o de estar ausente en nuestro quehacer diario. De este modo, cualquier actividad, bien terminada y ofrecida al Cielo, se convertirá en identificación con Jesucristo, y contribuirá poderosamente a la propia unidad de vida.

En el corazón de la nueva evangelización de la sociedad, cada persona tiene asignado por la Providencia un puesto preciso. Pero no hemos de comportarnos pasivamente ni conformarnos con el esfuerzo por ser fieles nosotros: salgamos al encuentro de las almas, a servirlas, allí donde están —en los mil nudos de la organización social, en la universidad y en los colegios, en los ambientes laborales y de descanso, en las familias—, para ofrecerles la formación cristiana que necesiten. Sintamos el apremio santo de contribuir a la labor de la Iglesia en el mundo, imitando a los primeros cristianos. A veces aparecerán ante nuestros ojos, con evidente crudeza, los obstáculos; y entonces llega la hora de aplicarnos los párrafos de una carta de san Josemaría, dirigidos a todos sin excepción:

«Es lógico, hijos míos, que —algunas veces— (…) sintáis vuestra pequeñez y penséis: ¿conmigo, toda esta labor?, ¿conmigo, que soy tan poca cosa?, ¿conmigo, tan lleno de miserias y errores?

»Yo os digo que abráis, en esos momentos, el Evangelio de San Juan y meditéis despacio aquel pasaje en el que se narra la curación del ciego de nacimiento. Ved cómo Jesús hace barro, con polvo de la tierra y saliva, y aplica ese lodo a los ojos del ciego para darle la luz (cfr. Jn 9, 6). El Señor usa como colirio un poco de lodo (…). Con el conocimiento propio de nuestra flaqueza, de nuestro ningún valer, pero con la gracia del Señor y la buena voluntad, somos medicina, para dar luz; somos —experimentando nuestra poquedad humana— fortaleza divina, para los otros»[85].

Algunas y algunos estaréis en condiciones de colaborar de modo más inmediato a la instauración de esa nueva cultura, esa nueva legislación, esa nueva moda —a las que me he referido ya varias veces—, que, informadas por el espíritu evangélico, se han de promover sin desmayos. Pero a todos, insisto, se nos asigna un puesto concreto en esta «guerra de amor y de paz». Cada una, cada uno, en la vanguardia o en la retaguardia, estamos en condiciones de llevar a cabo un apostolado directísimo que, en comunión con toda la Iglesia, incidirá eficazmente en la consecución de esos objetivos.

Como el fermento en la masa

47. Cuando, en alguna ocasión, percibáis con especial fuerza el peso del ambiente adverso —en el lugar de trabajo, en los propios parientes, en el círculo de amigos y conocidos—, pensad con honda responsabilidad que el Señor llama a los cristianos a ser fermento en medio de la masa. El Reino de los Cielos es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, hasta que fermentó todo (Mt 13, 33). Y explica san Juan Crisóstomo: «Como la levadura transfunde su propia virtud en una gran masa, así vosotros habéis de transformar el mundo entero»[86].

Así ha actuado y actúa Dios en la historia del mundo. En sus manos está la posibilidad de que todos caigan rendidos a sus pies, porque ninguna criatura puede resistirse a su poder; pero entonces no respetaría la libertad que Él mismo nos ha concedido. Dios no quiere vencer por la fuerza, sino convencer por el amor, contando con la colaboración libre y entusiasta de otras criaturas, sin pasar por alto que al Maestro le interesan las multitudes, las personas, los desorientados como ovejas sin dueño. No quiere imponer despóticamente su Verdad, pero tampoco se queda indiferente ante la ignorancia de las personas o las desviaciones morales; y por eso, de la boca del buen padre de familia que invita al banquete, brota la indicación: sal a los caminos y a los cercados, y obliga a entrar, para que se llene mi casa (Lc 14, 23): compélle intráre!

«Aunque permaneciendo en el mismo sitio hubiese podido Cristo atraer a las gentes a sí, para que oyesen su predicación, no lo hizo de este modo; dándonos ejemplo, para que recorramos también nosotros los caminos, buscando a los que se pierden como el pastor busca la oveja descarriada, como el médico acude al enfermo»[87].

Por este camino de trabajo constante se han producido innumerables conversiones en el abrirse paso la Iglesia por el mundo. Raramente han surgido como fruto de la acción de una personalidad excepcional, o como resultado de una estrategia pensada hasta en los mínimos detalles. Han brotado como efecto del buen ejemplo de hombres y de mujeres, de familias enteras, que con ayuda de la gracia han practicado su fe con naturalidad y han sabido con continuidad dar razón de la esperanza que habitaba en ellos (cfr. 1 Pe 3, 15).

¡Qué grande se alza la responsabilidad de los cristianos, de cada uno! De nuestro comportamiento, del afán de almas, dependen tantas tareas grandes, sumamente eficaces y atractivas. «Si los demás se tornan insípidos, vosotros les podéis devolver su sabor; pero si eso os pasara a vosotros, con vuestra pérdida arrastraríais también a los demás. Por eso mayor fervor y celo necesitáis, cuantos mayores encargos os ocupan»[88].

¡Mar adentro!

48. Desde los comienzos del Opus Dei, el apostolado de los fieles de la Prelatura, de los Cooperadores y amigos, ha surgido en el seno de la Iglesia como un instrumento en manos del Señor, para prestar grandes servicios en el mundo entero, a pesar de nuestra personal poquedad. Grátias tibi, Deus!, hemos de exclamar constantemente. Y, a la vez, debemos hacer más. Duc in altum! (Lc 5, 4), mar adentro, vayamos más lejos sin miedos ni vacilaciones, apoyados siempre en el fundamento firme del mandato del Maestro, llenos de fe segura en Él. ¡Qué panoramas apostólicos nos abre el Año de la fe! A cada uno corresponde el afán de aprovecharlos, y esa labor de almas cabe llevarla a cabo en cualquier situación en la que nos encontremos: cuidando, ante todo, la petición a Dios por personas e intenciones concretas.

Detengámonos en los campos prioritarios de la nueva evangelización que he mencionado más arriba; y, de cara al Año de la fe, revisemos cómo actuamos individualmente para transmitir más sabor cristiano a la propia familia, al ambiente profesional en el que nos movemos, al círculo cultural, social o recreativo que frecuentamos. Detengámonos con valentía en este examen, y saquemos consecuencias para la situación personal, sin ceder a inquietudes vanas, pero —cuando sea necesario— con dolor de amor. Entonces la suma será —en ocasiones— el convencimiento de que nos hemos quedado cortos; que podíamos haber rezado con mayor intensidad, confianza y perseverancia; o que quizá nos ha faltado más generosidad en el ofrecimiento de sacrificios, o que hemos de actuar con una mayor exigencia en las conversaciones apostólicas en servicio a los demás; o que estamos descuidando la formación doctrinal. En otras ocasiones, daremos gracias porque el Señor ha querido servirse de nosotros para su cosecha de almas.

Admitir esta realidad, lejos de impulsar al desánimo, ha de convertirse en nuevo acicate para pedir al Cielo una fe más viva y recomenzar. Nunc cœpi!, repetía san Josemaría con palabras del Salmo: ahora comienzo; esta mudanza es efecto de la diestra del Altísimo (cfr. Sal 76, 11, Vg). Así hemos de reaccionar nosotros, cuando tocamos que los resultados son más cortos que los deseos, e incluso cuando salte con evidencia la realidad de nuestra personal pequeñez o la aparente ineficacia de nuestros afanes. Entonces, con más urgencia, la solución consiste en comenzar de nuevo: eúntes docéte! (Mt 28, 19), fiados en la palabra del Señor, como en la expansión a la que envió Jesucristo a los discípulos.

49. Ésta era la invitación que el beato Juan Pablo II dirigió a los católicos al terminar el año 2000. «Al comienzo del nuevo milenio, mientras (…) se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a “remar mar adentro” para pescar: Duc in altum (Lc 5, 4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. “Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces” (Lc 5, 6)»[89].

Esta escena, que nuestro Padre consideró y predicó con frecuencia a lo largo de su vida. la contemplamos de modo muy inmediato en la lectura evangélica de la Misa en la fiesta de san Josemaría. Os invito a meditar una vez más con detenimiento cada versículo, porque también ahora, como en tiempos de Jesús, la muchedumbre padece hambres de escuchar la palabra de Dios.

El Señor ha subido a la barca de Pedro para que su palabra llegue a la multitud; y pide luego la colaboración material de Simón y de los otros discípulos, entonces para remar mar adentro, y en tantas ocasiones para que su mensaje se extienda más y más. Se concreta, de una parte, ese primer modo de participar en la misión evangelizadora: facilitar a la Iglesia —como Pedro su pobre barca— los medios materiales oportunos para trabajar con mayor eficacia en bien de las almas. Pero no basta este empeño. El Señor nos reclama además que contribuyamos personalmente en el apostolado, cada uno según la propia situación personal, sacando partido de sus posibilidades con entera generosidad. Existe una gran urgencia de mujeres y de hombres seriamente empeñados en la fascinante labor de llevar las almas a los pies de Cristo, como los primeros discípulos.

La pesca milagrosa se nos muestra como signo de la eficacia apostólica a raíz de la obediencia a la palabra del Maestro. Después de haber adoctrinado a la masa de gente, Jesús se dirige a Pedro y a los demás, diciéndoles: guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca (Lc 5, 4). Simón se ajusta a la orden del Señor, a pesar de su reciente experiencia negativa de conseguir resultados, y entonces —por esa docilidad— se opera el milagro: recogieron gran cantidad de peces (Lc 5, 6).

«Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre (Hb 13, 8)»[90].

Traigo además a vuestra mente, por su actualidad, lo que predicaba Benedicto XVI el día del inicio solemne de su servicio pastoral en la sede de Pedro:

«También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los Apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera (…). Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida»[91].

Poner todos los medios

50. La condición indispensable y primaria para recoger frutos apostólicos es —insisto— cultivar la vida de fe, que se traduce en recurrir a los medios sobrenaturales. Si frecuentamos la amistad con Jesús en la oración personal, si acudimos a los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía, si tratamos a la Virgen, a los Ángeles y a los santos, nuestros intercesores delante de Dios, contribuiremos como colaboradores eficaces en esa pesca divina, en la que el Señor Jesús quiere meternos. Para esto, siguiendo el ejemplo del Maestro, debemos amar sinceramente a los amigos, a los compañeros, a todas las almas, dando cauce al mandátum novum, al mandamiento nuevo por el que el Salvador anuncia que conocerán las gentes que somos sus discípulos (cfr. Jn 13, 34-35).

Por otra parte, el Señor desea que también pongamos a su servicio los medios materiales a nuestro alcance. Lo podemos deducir de la enseñanza de la primera lectura de la Misa de san Josemaría. Después de haber creado el mundo con su omnipotencia, y con particular amor al primer hombre y a la primera mujer, el Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado (…), para que lo trabajara y lo guardara (Gn 2, 8-15).

Este pasaje de la Sagrada Escritura había quedado muy arraigado en la mente del Fundador del Opus Dei. Desde el momento en el que el Señor le hizo ver su Voluntad, entendió que en estas palabras del libro del Génesis se hallaba una de las claves para cumplir la obligación de santificar el trabajo y de santificarse mediante el trabajo. Decisivo se nos muestra el ejemplo de Jesús, que durante treinta años se ocupó de una tarea profesional en el taller de Nazaret, evidenciando el deber de utilizar también los medios humanos para la instauración del Reino de Dios.

En cualquier actividad apostólica se requiere que confiemos, sobre todo, en la ayuda de Dios y, a la vez, que utilicemos para esa finalidad medios materiales. Las iniciativas del Opus Dei, por ejemplo, necesitan de las oraciones y de la ayuda de muchas personas. Y así, con la gracia de Dios y la aportación generosa de esa piedad, de sacrificio, de limosna, de tantas personas de condición social muy distinta, se saca adelante, al servicio de la Iglesia en todo el mundo, una labor evangelizadora cada vez más amplia.

San Josemaría nos sugería que nos preguntásemos todos los días: ¿qué he hecho hoy para acercar algunos conocidos a Nuestro Señor? En diferentes ocasiones, esa urgencia la actualizaremos con una conversación orientadora; con una invitación a acercarse al sacramento de la Penitencia; con un consejo que ayuda a comprender mejor algún aspecto de la vida cristiana. San Ambrosio, comentando la recuperación del habla por parte de Zacarías, padre de Juan Bautista (cfr. Lc 1, 64), escribe: «Con razón se soltó en seguida su lengua, porque la fe desató lo que había atado la incredulidad»[92]. La fe, si es viva, nos desata la lengua para dar testimonio de Cristo con el apostolado de amistad y confidencia. Y siempre es preciso el ofrecimiento generoso de la oración y de la penitencia personales, del trabajo bien terminado; aquí se nos presentan los instrumentos más importantes que hemos de emplear, para alcanzar los objetivos apostólicos.

A MODO DE CONCLUSIÓN

51. Antes de concluir, os sugiero tres metas para potenciar en los próximos meses vuestra “vida de fe”: piedad eucarística, trato con el Espíritu Santo, devoción a la Santísima Virgen. Cada uno, cada una, con la ayuda de la dirección espiritual, podrá adaptarlas a sus circunstancias personales.

Piedad eucarística

52. Benedicto XVI, en la Carta apostólica Porta fídei, expone su deseo de que el Año de la fe «suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza». Y puntualiza: «Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es “la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza” (Sacrosánctum Concílium, 10). Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año»[93].

Durante el 2012 se han cumplido o se cumplirán algunos aniversarios particularmente significativos de la historia del Opus Dei. Pienso en el centenario de la primera Comunión de san Josemaría, el 23 de abril; en el vigésimo aniversario de su beatificación (17 de mayo) y el décimo de su canonización (6 de octubre); en el trigésimo de la erección pontificia de la Prelatura (28 de noviembre)… Éstos y otros momentos de nuestra historia, en el marco de la preparación y del desarrollo del Año de la fe, han de convertirse en ocasiones bien aprovechadas para renovar nuestra gratitud y nuestra alabanza a la Trinidad Beatísima. ¿Y qué mejor modo de lograrlo sino por medio del Sacrificio de Cristo, sacramentalmente presente en la Santa Misa?

A lo largo del Año de la fe, por tanto, hemos de dar un nuevo impulso a las manifestaciones de piedad recia, firme, en la Sagrada Eucaristía, misterio «que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo»[94]. Tratemos de afinar más a fondo, con conciencia personal, en los dones que se nos han entregado con nuestra participación en el único sacerdocio de Cristo: todos hemos recibido en el Bautismo el sacerdocio común de los fieles y otros, además, al ser ordenados sacerdotes, el sacerdocio ministerial. Os invito a dar más relieve al ejercicio del alma sacerdotal cuando asistís a la Santa Misa o la celebráis; presentad cada día sobre el altar vuestro trabajo, vuestras ilusiones, vuestras dificultades, vuestras penas y vuestras alegrías. Jesucristo las unirá a su Sacrificio y ofrecerá todo al Padre, convirtiendo en una oblación grata a Dios los momentos y circunstancias de nuestro caminar terreno, de modo que sea un verdadero sacrificio de alabanza, de acción de gracias, de reparación por los pecados. Se hará realidad la aspiración que san Josemaría alentaba en lo más profundo de su corazón: que toda nuestra existencia, las veinticuatro horas de la jornada, se conviertan en una misa, por su estrecha unión con el Sacrificio del Altar.

53. Os invito a que en estos meses se multipliquen vuestros actos de fe en la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. ¡Con qué amor y con qué hondura se refería nuestro Padre al Santísimo Sacramento! Cada vez que, en el curso de sus viajes de catequesis, hablaba de este tesoro de la Iglesia, aprovechaba para hacer un profundo acto de fe. «El Señor no está solamente en el altar. Cuando el sacerdote guarda las especies sacramentales del Pan en el Sagrario, allí queda Jesucristo, el Hijo de Santa María siempre Virgen, el que nació de sus entrañas; el que trabajó en Nazaret calladamente, después de nacer en Belén; el que predicó, el que padeció la Pasión y la Muerte en la Cruz, el que resucitó y subió a los Cielos»[95].

Os he animado, al comienzo del año 2012, a repetir la profesión de fe del apóstol Tomás: Dóminus meus et Deus meus! (Jn 20, 28). Os sugiero también que, al contemplar al Señor oculto en la Sagrada Eucaristía, le dirijamos esas u otras palabras, como san Josemaría: «Señor, creo que eres Tú, Jesús, el Hijo de Dios y de María siempre Virgen, que estás realmente presente: con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y con tu Divinidad. Te adoro. Quiero ser tu amigo, porque Tú eres el que me ha redimido. Quiero ser el amor para ti, porque Tú lo eres para mí»[96].

Hijas e hijos míos, es de buena crianza asemejarse a tan buen padre, a san Josemaría, con el esfuerzo de recorrer cuidadosamente el sendero que nos ha trazado. Empeñémonos en cultivar el afán santo de ser cada jornada más delicados en la piedad eucarística. Dediquemos toda la atención de amistad cuando saludamos a Jesús Sacramentado, al entrar y salir de las iglesias o de los oratorios de nuestros Centros. ¿No sería lógico que le manifestáramos con frecuencia palabras de cariño, con el corazón? Así hemos de actuar, desde el lugar de trabajo, saboreando jaculatorias y comuniones espirituales. Y desagraviemos cuando veamos u oigamos algo que suponga una ofensa o descuido. Consideremos si nuestras genuflexiones son verdadera adoración.

Son pinceladas —hay muchas más— de ese amor eucarístico propio de quienes quieren ser Opus Dei y hacer el Opus Dei.

Veni, Sancte Spíritus!

54. Invoquemos con fe y esperanza al Paráclito, para que se renueven, en la Iglesia de nuestros días, los prodigios de la primera Pentecostés. Pienso que siempre nos quedamos admirados del profundo cambio obrado por el Espíritu Santo en los Doce. Tras arrojar lejos sus temores, se lanzaron a la calle, con audacia segura, para hablar de Cristo a todos los que hallaban. Cuando surgieron mayores dificultades, recurrieron a la oración, firmemente apoyados en las palabras del Señor, que había prometido una especial asistencia del Consolador en esos momentos (cfr. Jn 14, 15-18; Lc 21, 12-15). Y así, el libro de los Hechos narra que, cuando terminaron su oración, tembló el lugar en el que estaban reunidos y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y proclamaban la palabra de Dios con libertad (Hch 4, 31).

El Maestro anunció a los Apóstoles: cuando venga Aquél, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia toda la verdad (Jn 16, 13). El Paráclito inspiró a los Apóstoles hasta que, con la muerte del último de ellos, quedó completada la Revelación operada por Jesucristo. Además, esas palabras de Jesús nos hablan de que a la Iglesia de todos los tiempos no le ha faltado ni le faltará la asistencia del Espíritu de verdad, de modo especial al Magisterio auténtico; y el mismo Consolador conduce a cada uno de nosotros, si a Él acudimos, a un conocimiento cada vez más profundo del misterio del Salvador. Un conocimiento que es también amor, pues la caridad se difunde en nuestros corazones por el mismo Espíritu Santo (cfr. Rm 5, 5).

55. El Señor prometió también que el Espíritu convencería al mundo del pecado de no creer en Cristo (cfr. Jn 16, 8-9). Nosotros necesitamos igualmente esta persuasión, es decir, que aún debemos creer más en el Señor, fiarnos más plenamente de Él, poner en Él nuestra seguridad, nuestra alegría, y no en nosotros mismos, en nuestras capacidades, ni en nuestros medios.

Pidamos al Santificador que nos haga entender esta necesidad, evitando el riesgo de caer en el pecado de no creer del todo en Jesús; y roguemos al Paráclito además que, con su luz y su fuego, nos vaya librando de esa limitación, de modo que nuestra fe y nuestro amor a Cristo crezcan más y más. Quizá podemos meditar y saborear frecuentemente —diría que a diario— aquellas palabras que en los años 30 del siglo pasado compuso como oración nuestro Padre: «Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad…

»He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

»¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras…»[97].

Si ahondamos en esas peticiones, nos enriqueceremos más y más con la amistad íntima con el Paráclito, y tendremos, como escribió san Josemaría, necesidad de tratar a cada Persona de la Trinidad, distinguiéndolas[98].

Roguemos también al Santificador que ponga en nuestras palabras y en nuestras acciones ese fuego suyo, capaz de cambiar las almas. Deseemos seriamente que nos encienda con su llama, para actuar el apostolado por doquier. Recemos con la fe de san Josemaría: «Ure igne Sancti Spíritus!»; quema, Señor, con el fuego del Espíritu Santo.

La devoción mariana

56. Todas las grandes figuras de la Sagrada Escritura tienen su culmen en la Santísima Virgen. María resalta como el ejemplo emblemático de que, para amar a Dios e identificarse con Él, es preciso abandonarse libremente a su Voluntad, y creer siempre con más profundidad. La Iglesia nos la propone especialmente en el Año de la fe: «Durante este año será útil invitar a los fieles a dirigirse con particular devoción a María, imagen de la Iglesia, que “reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe” (Lumen géntium 65). Por lo tanto, se debería alentar toda iniciativa que ayude a los fieles a reconocer el papel especial de María en el misterio de la salvación, a amarla filialmente y a imitar su fe y virtud. Para esto será muy conveniente organizar peregrinaciones, celebraciones y reuniones en los principales Santuarios»[99].

En primer lugar procuremos, con profundo empeño durante este tiempo, gozarnos más y más por la celebración de las memorias litúrgicas de Nuestra Señora, que jalonan el calendario; os ruego que las vivamos verdaderamente como fiestas familiares, en las que los hijos se colman de gozo con los aniversarios de su Madre y la honran con delicado cariño.

Presentemos a Santa María, con especial esmero, nuestro yo, y el de los demás y de las demás, en las visitas a santuarios o ermitas marianos, cuando vayamos en compañía de nuestros parientes, amigos o colegas, bien unidos al Santo Padre y a sus colaboradores, y también a todos los demás Pastores de la Iglesia, para que se cumplan las intenciones que han movido a Benedicto XVI a convocar este Año de la fe. ¿Qué mejor modo de manifestar esos deseos a Dios, sino recurriendo a la intercesión de la Virgen, íntimamente asociada a Cristo en la Redención?

Confiados en su mediación poderosa, le instaremos a que nos alcance de la Trinidad Santísima la gracia de la vuelta a Dios del mundo y de la sociedad. Os recuerdo que, también a este propósito, nuestro Padre insistió siempre en la urgencia de cultivar la contrición, convencido de que este modo de rezar se acomoda a las limitaciones y faltas de generosidad de las almas, en primer lugar las nuestras. Reparemos por las personales ofensas y omisiones, por las del pueblo cristiano, por las de la humanidad entera.

57. Comentando el cántico de la Virgen, el Magníficat, Benedicto XVI afirmaba que «María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros. No tiene miedo de que Dios sea un “competidor” en nuestra vida, de que con su grandeza pueda quitarnos algo de nuestra libertad, de nuestro espacio vital. Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios»[100].

Al recurrir a la intercesión segura de la Omnipotencia Suplicante, insistamos perseverantemente al Señor para que vuelva eficaces nuestros esfuerzos, y los de todos los católicos, en la nueva evangelización de la sociedad. A esto ha de conducirnos este año, beáta María intercedénte, con la intercesión de la Virgen María: a despertar a muchas personas de su fe dormida o deteriorada, y a suscitar en otras la fe inexistente. No dejemos de aprovechar todas las ocasiones para dar a conocer a Cristo y su doctrina, y para extender, en servicio de la Iglesia, el espíritu del Opus Dei mediante un apostolado de amistad y confidencia más decidido; de modo que muchos más hombres y mujeres, de todas las condiciones, se incorporen a la labor apostólica.

58. Examinemos hasta qué punto nos hemos comprometido, cada una, cada uno, a diario, para convertir en realidad estos deseos. Seamos sinceros con nosotros mismos para ponderar cómo sacamos partido de las diversas circunstancias en el ámbito habitual de relaciones sociales —también los fines de semana, la temporada de vacaciones, los necesarios momentos de descanso— para llegar más lejos, para conocer y servir a más gentes; en pocas palabras: cómo llenamos las calles, y otros lugares, de oración apostólica, proselitista.

La Virgen Santísima es Maestra de fe. «Como el patriarca del pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, “esperando contra esperanza, creyó”. De modo especial, a lo largo de algunas etapas de este camino, la bendición concedida a “la que ha creído” se revelará con particular evidencia»[101]. Esta época de la historia de la Iglesia, que estamos recorriendo, ha de caracterizarse profundamente por la marcada presencia maternal de Nuestra Señora. «Su excepcional peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones y, en cierto modo, para toda la humanidad»[102].

59. Tras la Ascensión de Jesucristo al Cielo, los primeros discípulos aguardaron la venida del Espíritu Santo, en el Cenáculo de Jerusalén, reunidos en torno a María. Rezar con la Virgen y por medio de la Virgen nos ofrece la garantía más firme de que prontamente seremos escuchados. Por eso hemos de recurrir a la Madre de Dios y Madre nuestra en todas las tareas apostólicas. Lo renovamos ahora con palabras de san Josemaría:

«Santa María, Regína apostolórum, reina de todos los que suspiran por dar a conocer el amor de tu Hijo: tú que tanto entiendes de nuestras miserias, pide perdón por nuestra vida: por lo que en nosotros podría haber sido fuego y ha sido cenizas; por la luz que dejó de iluminar, por la sal que se volvió insípida. Madre de Dios, omnipotencia suplicante: tráenos, con el perdón, la fuerza para vivir verdaderamente de esperanza y de amor, para poder llevar a los demás la fe de Cristo»[103].

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 29 de septiembre de 2012.

[1] Benedicto XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 2.

[2] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 4.

[3] Benedicto XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 3.

[4] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota pastoral, 6-I-2012, III, 3.

[5] Ibid., II, 5.

[6] Venerable Álvaro del Portillo, Carta, 25-XII-1985, n. 4.

[7] San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 18.

[8] Beato Juan Pablo II, Exhort. apost. Ecclésia in Europa, 28-VI-2003, n. 46.

[9] Ibid.

[10] San Josemaría, Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, nota 231.

[11] Beato Juan Pablo II, Exhort. apost. Ecclésia in Europa, 28-VI-2003, n. 47.

[12] San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 4.

[13] San Josemaría, Carta 19-III-1954, n. 27.

[14] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 186.

[15] 15 Beato Juan Pablo II, Discurso, 9-IX-1995.

[16] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 13..

[17] San Justino, Apología 2, 10 (PG 6, 462).

[18] Minucio Félix, Octavio, n. 38 (PL 3, 357).

[19] Beato Juan Pablo II, Carta apost. Tértio millénnio adveniénte, 10-XI-1994, n. 6.

[20] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 7-IV-1974.

[21] Benedicto XVI, Homilía, 21-VIII-2005.

[22] Ibid.

[23] San Agustín, Confesiones, I, 1, 3 (CCL 27, 1).

[24] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 2-VI-1974.

[25] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Epifanía, 6-I-2007.

[26] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 33.

[27] Beato Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, p. 125.

[28] San Josemaría, Discurso en el acto de investidura de doctores “honoris causa” por la Universidad de Navarra, 7-X-1967.

[29] San Josemaría, Camino, n. 944.

[30] San Josemaría, Discurso en el acto de investidura de doctores “honoris causa” por la Universidad de Navarra, 9-V-1974.

[31] Beato Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio, 14-IX-1998, n. 17.

[32] San Josemaría, Carta 9-I-1951, n. 12.

[33] Beato Juan Pablo II, Carta apost. Novo millénnio ineúnte, 6-I-2001, n. 51.

[34] Benedicto XVI, Discurso a un grupo de parlamentarios de la Unión Europea, 30-III-2006.

[35] Ibid.

[36] Venerable Álvaro del Portillo, Carta, 1-I-1994.

[37] San Josemaría, Camino, n. 493.

[38] San Gregorio Nacianceno, Oración II, 71 (PG 35, 479); cit. en Beato Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastóres gregis, 16-X-2003, n. 12.

[39] San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 10.

[40] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en un curso sobre el fuero interno, 9-III-2012.

[41] San Josemaría, Camino, n. 121.

[42] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 20-V-1973.

[43] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 26.

[44] Ibid., n. 27.

[45] Benedicto XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 6.

[46] Misal Romano, Plegaria Eucarística I.

[47] Beato Juan Pablo II, Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados con la historia de la salvación, 29-VI-1999, n. 5.

[48] Benedicto XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 13.

[49] Ibid.

[50] San Josemaría, Instrucción, 19-III-1934, n. 45.

[51] San Josemaría, Forja, n. 235.

[52] Benedicto XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 9.

[53] Ibid.

[54] Ibid., n. 10.

[55] Ibid.

[56] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 144.

[57] San Josemaría, Carta 9-I-1959, n. 34.

[58] Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la fiesta de la Conversión de San Pablo, 25-I-2006.

[59] San Josemaría, Carta 9-I-1959, n. 34.

[60] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 6-V-1968.

[61] San Josemaría, Notas de una meditación, 21-XI-1954.

[62] Beato Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 24-IV-1991.

[63] Ibid.

[64] San Josemaría, Carta 6-V-1945, n. 35.

[65] San Anselmo, Proslógium, prœm. (PL 158, 225).

[66] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 21-III-2007.

[67] Ibid.

[68] Ibid. La cita de Tertuliano se halla en Sobre el velo de las vírgenes, I, 1 (PL 2, 889).

[69] Ibid.

[70] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos IV, 1 (Funk I, 216).

[71] San Josemaría, Forja, n. 518.

[72] Benedicto XVI, Homilía, 26-III-2006.

[73] San Josemaría, Notas de una meditación, 28-V-1964.

[74] San Josemaría, Camino, n. 81.

[75] San Josemaría, Carta 31-V-1954, n. 29.

[76] Beato Juan Pablo II, Carta apost. Tértio millénnio adveniénte, 10-XI-1994, n. 45.

[77] Ibid.

[78] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 8-XII-1971.

[79] Beato Juan Pablo II, Homilía en la Misa de canonización de san Josemaría, 6-X-2002.

[80] San Josemaría, Carta a Isidoro Zorzano, 23-XI-1930.

[81] San Josemaría, 28-VII-1930, en Apuntes íntimos, n. 75.

[82] San Josemaría, Carta 9-I-1932, n. 83.

[83] San Josemaría, Santo Rosario, IV misterio gozoso.

[84] Ibid., II misterio doloroso.

[85] San Josemaría, Carta 29-IX-1957, n. 16.

[86] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Mateo, 46, 2 (PG 58, 478).

[87] San Juan Crisóstomo, cit. por santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 40, a. 1 ad 2.

[88] San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Mateo, 15, 7 (PG 57, 231).

[89] Beato Juan Pablo II, Carta apost. Novo millénnio ineúnte, 6-I-2001, n. 1.

[90] Ibid.

[91] Benedicto XVI, Homilía en el comienzo del Pontificado, 24-IV-2005.

[92] San Ambrosio, Exposición del Evangelio según san Lucas, II, 32 (CCL 14, 45).

[93] Benedicto XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 9.

[94] San Josemaría, Conversaciones, n. 113.

[95] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 11-XI-1972.

[96] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 22-XI-1972.

[97] San Josemaría, Oración manuscrita, año 1934.

[98] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 306.

[99] Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota pastoral, 6-I-2012, I, 3.

[100] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2005.

[101] Beato Juan Pablo II, Carta enc. Redemptóris Mater, 25-III-1987, n. 14.

[102] Ibid., n. 6.

[103] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 175.

Romana, n. 55, junio-diciembre 2012, p. 335-384.

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