En la Vigilia Pascual, Iglesia Prelaticia de Santa María de la Paz, Roma (3-IV-2010)
1. Hermanas mías e hijas queridísimas.
Surrexit Dominus vere, allelluia! Jesús ha resucitado. Éste es el gran anuncio que la Iglesia proclama desde hace veinte siglos. No podía ser de otra manera, como San Pedro hace notar a los judíos el día de Pentecostés: Dios le resucitó rompiendo las ataduras de la muerte, porque no era posible que ésta lo retuviera bajo su dominio (Hch 2, 24). Y San Pablo exclama: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Cor 15, 55). Como escribió San Josemaría comentando el primer misterio glorioso del Rosario: «La Vida pudo más que la muerte»[1].
En nosotros ha de suceder lo mismo, pues somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Al final de los tiempos participaremos plenamente de la victoria de nuestra Cabeza, cuando nuestros cuerpos resuciten —por la misericordia de Dios— para la vida eterna. Porque si hemos sido injertados en Él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya (Rm 6, 5). Pero ya ahora se nos concede un anticipo de esa resurrección gloriosa. Si vivimos en Cristo por la gracia, si queremos acompañarle y dejamos que Él nos acompañe, si acudimos contritos al santo sacramento de la Penitencia, si recibimos con fe y devoción la Eucaristía, la última palabra no será la de nuestra debilidad ni la de nuestras miserias. La última palabra será la de Jesucristo, que desea librarnos también a nosotros del pecado y de la muerte.
Demos gracias al Señor muchas veces, porque nos ha dado la vida física y, sobre todo, la vida de la gracia; porque nos ha llamado a su Iglesia y ahí nos mantiene. ¡Gracias, Jesús! Queremos vivir tu Vida, identificarnos más y más contigo, porque esto es lo que da pleno sentido a toda nuestra existencia.
2. Para tener en nosotros la Vida de Cristo, que hemos recibido en el Bautismo, es preciso buscarle, como hicieron las santas mujeres en aquella primera Pascua cristiana. Hemos escuchado la narración de San Lucas, que nos cuenta cómo el día siguiente al sábado, todavía muy de mañana, llegaron las mujeres al sepulcro, llevando los aromas que habían preparado (Lc 24, 1). No pueden estar sin Cristo. Sin la compañía del Maestro, se sienten solas, incapaces de hacer nada; por eso lo buscan con afán y acuden a ofrecerle sus cuidados, como ya habían hecho cuando vivía entre ellas.
No se ahorran sacrificios para llegar cuanto antes al lugar del sepulcro. Nada les detiene: ni el cansancio de las jornadas anteriores, ni la oscuridad, ni el miedo a los soldados que vigilaban la tumba. Y el Señor, ante esa muestra de amor, les envía unos mensajeros del cielo: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado (Lc 24, 5-6). Las que habían permanecido fieles a Jesús, las que no le habían abandonado a la hora de la traición y del peligro, se convierten en apóstoles de los mismos Apóstoles. Jesús mismo, como narran otros evangelistas, se les aparece vivo en el camino y les da este encargo: Id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán (Mt 28, 10).
Jesús sale siempre al encuentro de los que le buscan perseverantemente, pasando por encima de las dificultades que puedan presentarse. También a nosotros nos llama por nuestro nombre, como llamó a María Magdalena, que le buscaba afanosamente; y, como a ella, nos llenará de alegría y de paz. Quien le busca, dócil a los impulsos de la gracia, le encuentra siempre.
Termina la Semana Santa del Año sacerdotal. Es buen momento para pedir al Señor que inflame nuestra alma sacerdotal —la tenemos todos los cristianos, vosotras también, por el Bautismo y la Confirmación— de modo que busquemos siempre a Jesús en las circunstancias ordinarias de la vida. De este modo crecerá en nosotros el deseo de que muchas otras personas —que anhelan a Jesús, quizá sin saberlo— le busquen, y le amen, y le encuentren.
3. Con su Muerte y su Resurrección, Jesucristo nos recuerda que, para gozar de la alegría de estar con Él, es necesario abajarse, andar —como Él— por el camino de la humildad. A San Josemaría le gustaba meditar aquellos versos que se atribuyen al místico castellano: Baja, si quieres subir, / pierde, si quieres ganar, / sufre, si quieres gozar, / muere, si quieres vivir.
Gracias, Señor, porque tanto al nacer, como al morir, como al resucitar, nos muestras que eres mitis et humilis corde (Mt 11, 28), manso y humilde corazón. Por eso, en la humildad de tu Nacimiento y en la de tu Muerte, los ángeles anuncian que la alegría del cielo ha bajado a la tierra.
Busquemos más a Cristo, imitándole en su abajamiento, para que su grandeza brille en nuestra vida y sirva a los demás. Como premio a su voluntaria humillación, Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: “¡Jesucristo es el Señor!”, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 9-11). Con palabras de Benedicto XVI os repito: «Que el anuncio de la Pascua se propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya. Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida simple, humilde y fecundo de buenas obras»[2].
4. Surrexit Christus spes mea: præcedet vos in Galilæa[3], rezamos en la secuencia de la Misa del Domingo de Pascua.
Si Jesucristo sale al encuentro de quienes no le abandonan, es lógico que fuera al encuentro de su Madre, apenas resucitado. María, Madre de Cristo y Madre nuestra, es Maestra de fe. El Concilio Vaticano II afirma que creció constantemente en fe, esperanza y caridad[4].
Belén, la huida a Egipto, la Pasión y Muerte de Jesús, fueron etapas de la sólida vida de fe de la Virgen Santísima, que alcanzó su máxima intensidad junto a la Cruz. También entonces creyó que Dios cumpliría sus promesas, la palabra que le había anunciado muchos años antes en Nazaret: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin (Lc 1, 31-33).
Se comprende que el Señor haya querido a su Madre en el cielo, en cuerpo y alma, porque María fue siempre totalmente de Dios, también en cuerpo y alma. Ya la había coronado en la tierra, haciéndola Madre suya, y luego en el cielo, que ha abierto a todos los que —como María— creen en Él y le aman. Nosotros queremos coronarla con nuestra fidelidad por agradar a su Hijo y con la rectificación de nuestras miserias, acudiendo a recibir el perdón divino en el sacramento de la Penitencia. Así podremos hacer nuestras las palabras de San Josemaría, cuando escribe que «le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo»[5]. Así sea.
[1] San Josemaría, Santo Rosario, primer misterio glorioso.
[2] Benedicto XVI, Homilía en el Domingo de Pascua, 12-IV-2009.
[3] Domingo de Pascua, Secuencia Victimæ paschalis laudes.
[4] Cfr. Concilio Vaticano II, const. dogm. Lumen gentium, n. 58.
[5] San Josemaría, Santo Rosario, quinto misterio glorioso.
Romana, n. 50, enero-junio 2010, p. 90-93.