En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, basílica de San Eugenio, (8-V-2010)
1. Queridísimos ordenandos. Queridos hermanos y hermanas.
Hace poco tiempo hemos celebrado el domingo litúrgicamente llamado del Buen Pastor, por razón de los textos que se leen en el Evangelio. Ya es habitual que en esa ocasión se celebren ordenaciones sacerdotales y se rece con más intensidad por los sacerdotes. Os exhorto, pues, al comienzo de esta celebración, que pidáis al Señor que haga verdaderamente santos a éstos y a todos los demás sacerdotes del mundo entero: acompañémosle de cerca con nuestra oración y nuestro sacrificio.
Hoy, mediante la imposición de las manos del Obispo y la invocación del Espíritu Santo, un nuevo grupo de hombres bien formados se añadirán a las innumerables promociones de sacerdotes que los han precedido. Desde hoy podrán colaborar con los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en la guía del pueblo cristiano, mediante el ministerio de la Palabra, la administración de los sacramentos y la cura pastoral de las almas que les sean encomendadas.
Detengámonos a considerar el origen divino del sagrado ministerio. Los Apóstoles, elegidos directamente por el Señor, eran hombres absolutamente normales, con nuestras mismas debilidades. Pero Jesucristo les promete que el Paráclito siempre estaría presente en la vida de la Iglesia. Por eso, cuando, después de Pentecostés, se presentaron algunas dificultades, los Apóstoles y los discípulos se reunieron para examinarlas a fondo, dejándonos este testimonio maravilloso que se recoge en los Hechos de los Apóstoles: Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las necesarias (Hch 15, 28).
Acude a mi memoria la admiración que manifestaba San Josemaría Escrivá de Balaguer, al considerar esta atrevida expresión de los Apóstoles. «Se pusieron de acuerdo, y redactaron sus decretos conciliares, con aquella afirmación fantástica: visum est enim Spiritui Sancto et nobis... Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros. ¡Qué valentía!»[1].
2. En el centro de la ceremonia de ordenación encontramos el gesto de la imposición de las manos por parte del Obispo, hecha en silencio. Significa que Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, toma posesión del sacerdote de modo especialísimo. Es como si el Señor —explica Benedicto XVI— dijese a cada candidato: «Tú me perteneces (...). Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas»[2].
A vosotros, hijos míos que estáis a punto de convertiros en presbíteros, os digo: permaneced siempre muy cerca del Señor por medio de la oración y del sacrificio. Procurad cumplir con amor, cada día, vuestros deberes ministeriales. Frecuentad a Jesucristo, no sólo en el momento de la celebración eucarística, sino a lo largo de toda la jornada. Sed muy devotos de la Virgen, nuestra Madre, y de San José. Imitad el ejemplo de San Josemaría, nuestro queridísimo Padre, y así siempre estaréis bien custodiados en las manos de Jesús.
Además de la imposición de las manos por parte del Obispo, signo esencial de la ordenación junto con la oración consagratoria que el prelado recita inmediatamente después, varios presbíteros impondrán las manos a los elegidos. Con esta acción se significa que los nuevos sacerdotes son fraternalmente acogidos en el orden del presbiterado. En efecto, el sacramento recibido crea una fuerte comunión entre todos los sacerdotes. Las alegrías y los sufrimientos de unos son los sufrimientos y las alegrías de los otros. Tenedlo bien presente, hijos míos, para servir de apoyo a vuestros hermanos en todas sus necesidades, para ser verdaderamente servidores de los demás sacerdotes, y también para dejaros ayudar dócilmente por los otros.
3. Después, una vez revestidos con los ornamentos sacerdotales para la celebración del Sacrificio del Altar, las manos de los nuevos sacerdotes se ungen con el óleo sagrado. También este gesto está lleno de significado. «La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de “dominarlo”. El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mundo para nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de su amor»[3].
La divina misericordia deposita grandes tesoros en las manos de los sacerdotes. Con esas manos toman el pan y el cáliz con el vino, que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Con esas mismas manos imparten el perdón divino en el sacramento de la Reconciliación y ungen a los enfermos con los santos óleos. Con esas manos bendicen las iniciativas apostólicas de sus hermanos en la Iglesia, ofrecen una ayuda fraterna a los necesitados, y expresan su deseo de servir a todos, sin excepciones de ninguna clase.
«Por el Sacramento del Orden —escribe San Josemaría—, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser»[4]. Éste es el fundamento de la incomparable dignidad del sacerdocio, que no depende —es dogma de fe definido por la Iglesia— de la dignidad personal de cada uno de los sacerdotes. Por este motivo, amonestaba San Josemaría, «si alguna vez os topáis con un sacerdote que, externamente, no parece vivir conforme al Evangelio —no le juzguéis, le juzga Dios—, sabed que si celebra válidamente la Santa Misa, con intención de consagrar, Nuestro Señor no deja de bajar a aquellas manos, aunque sean indignas. ¿Cabe más entrega, más anonadamiento? Más que en Belén y que en el Calvario. ¿Por qué? Porque Jesucristo tiene el Corazón oprimido por sus ansias redentoras, porque no quiere que nadie pueda decir que no le ha llamado, porque se hace el encontradizo con los que no le buscan»[5].
La misma cosa se ha de afirmar respecto a los demás sacramentos. «¡Es Amor! No hay otra explicación. ¡Qué cortas se quedan las palabras, para hablar del Amor de Cristo! El se abaja a todo, admite todo, se expone a todo —a sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad de la indiferencia de tantos—, con tal de ofrecer, aunque sea a un hombre solo, la posibilidad de descubrir los latidos de un Corazón que salta en su pecho llagado»[6].
4. Esta ordenación tiene lugar durante el Año sacerdotal que el Papa Benedicto XVI ha proclamado para conmemorar el 150º aniversario del dies natalis del Santo Cura de Ars. Escuchemos el testimonio de este gran pastor y demos gracias a Dios por el don de estos nuevos sacerdotes, que concede a la Iglesia. «Al sacerdote sólo lo entenderemos bien en el cielo. Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor». Y da las siguientes razones: «Todos los beneficios de Dios no nos serían de provecho sin el sacerdote. ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes»[7].
No hay, pues, por qué asombrarse si —como ha sucedido a menudo en la historia de la Iglesia— los enemigos de Dios se esfuerzan por desacreditar la institución del sacerdocio de mil modos posibles. «Cuando se quiere destruir la religión —afirmaba con razón el Santo Cura de Ars—, se comienza atacando al sacerdote, porque allí donde no hay sacerdotes no existe el sacrificio ni la religión»[8].
Gracias a Dios, esto no sucederá jamás, pues tenemos la promesa del Señor: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). También nosotros estamos llenos de confianza: Jesucristo no abandona nunca a la Iglesia y, como prenda de su promesa, ha enviado el Espíritu Santo al mundo.
No quiero concluir sin felicitar a los padres, a los hermanos y hermanas, a las familias y a los amigos de los nuevos presbíteros. Ahora tienen más necesidad que nunca de vuestras —de nuestras— oraciones. Recemos por ellos y por los demás sacerdotes, para que sean santos y en número suficiente para atender las necesidades de la Iglesia en todo el mundo. Supliquemos al Dueño de la mies que envíe muchos y santos trabajadores a su mies (cfr. Mt 9, 38).
Recemos de modo especial por el Papa, por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por el Cardenal Vicario de Roma y por los Obispos del mundo entero. Confiemos esta plegaria a la Madre de los sacerdotes, suplicándole que cuide especialmente de estos hijos suyos y los ayude a identificarse cada día más con Jesucristo, el Sumo y Eterno sacerdote. Así sea.
[1] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 23-VI-1974.
[2] Benedicto XVI, Homilía en la Misa crismal, 13-IV-2006.
[3] Ibid.
[4] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] San Juan María Vianney, cit. en A. Monnin, Spirito del Curato d’Ars. Pensieri, omelie, consigli. Ed. Ares, 2009, p. 77.
[8] Ibid., p. 78.
Romana, n. 50, enero-junio 2010, p. 93-96.