En la fiesta de San Josemaría, Basílica de San Eugenio, Roma, (26-VI-2010)
Queridos hermanos y hermanas.
1. Se cumplen hoy treinta y cinco años del dies natalis de San Josemaría Escrivá. Al celebrar la fiesta litúrgica, llenos de alegría y agradecimiento a Dios, resulta de particular utilidad para todos nosotros el pasaje del Génesis de la primera lectura. Después de haber terminado la obra de la creación, dice la Sagrada Escritura, Dios tomó al hombre, hecho a su imagen y semejanza, y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara[1], ut operaretur!
Me vienen a la memoria las palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II, cuando el 6 de octubre de 2002, en la homilía de la Misa de la canonización del Fundador del Opus Dei, recordando sus enseñanzas, afirmaba que «los creyentes, actuando en las diversas realidades de este mundo, contribuyen a realizar este proyecto divino universal. El trabajo y cualquier otra actividad, llevada a cabo con la ayuda de la gracia, se convierten en medios de santificación cotidiana»[2].
Demos gracias al Señor porque este mensaje es ya un dato de hecho no sólo en la teología, sino sobre todo en la vida de muchas personas. Desgraciadamente, sin embargo, en tantas otras, todavía está presente sólo a nivel teórico, sin consecuencias prácticas en la vida cotidiana. Precisamente por esto quiero referirme hoy a algunos aspectos fundamentales de las enseñanzas de San Josemaría que pueden ayudarnos a ponerlo en práctica. Pidamos ayuda a Dios, con las palabras de la oración colecta: Oh Dios, que has suscitado en la Iglesia a san Josemaría, sacerdote, para proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado, concédenos, por su intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo y sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención[3].
2. En una de las homilías dedicadas precisamente a la santificación del trabajo, San Josemaría, tomando pie del versículo del Génesis apenas citado, recuerda que el deber de trabajar «no ha surgido como una secuela del pecado original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna (Jn 4, 36)»[4].
El ejemplo mismo de Jesús, que durante treinta años se dedicó a un trabajo duro —pero lleno de alegría— en el taller de Nazaret, con María y con José, muestra con evidencia que el Señor cuenta también con nuestro trabajo para colaborar en la salvación del mundo, para manifestar con claridad que es posible transformar cualquier profesión honrada en oración, en apostolado.
Pero es preciso tener bien presente que esta actividad debe llevarse a cabo con perfección humana y con rectitud de intención, en servicio de Dios y del prójimo, y para nunca satisfacer el propio egoísmo. Vamos, pues, a pedir «luz a Jesucristo Señor Nuestro, y rogarle que nos ayude a descubrir, en cada instante, ese sentido divino que transforma nuestra vocación profesional en el quicio sobre el que se fundamenta y gira nuestra llamada a la santidad»[5].
A este propósito podemos hacernos algunas preguntas, y responderlas en el silencio de nuestro corazón. ¿Hago mi trabajo con perfección humana, cuidando los detalles por amor a Dios, o me conformo a veces con terminarlo mal o de cualquier manera, como se suele decir? ¿Me empeño seriamente en unirlo cada día al Santo Sacrificio de la Misa, sabiendo que sólo de este modo podrá convertirse realmente en trabajo de Dios? ¿Rectifico a menudo la intención durante el día y me esfuerzo por dar a Dios toda la gloria? ¿Aprovecho las ocasiones que me brinda el trabajo para estrechar lazos de verdadera amistad con las personas que están a mi alrededor, con el deseo de acercarlas al Señor, de servirles y de aprender de ellas?
3. En la homilía de la Misa de Canonización de San Josemaría, Juan Pablo II citó unas palabras de una meditación del Fundador del Opus Dei que me gusta recoger aquí. «La vida habitual de un cristiano que tiene fe, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente»[6]. «Esta visión sobrenatural de la existencia —comentaba el Santo Padre— abre un horizonte extraordinariamente rico de perspectivas salvíficas, porque, también en el contexto sólo aparentemente monótono del normal acontecer terreno, Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de salvación. Por tanto, se comprende más fácilmente, lo que afirma el Concilio Vaticano II, esto es, que “el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo..., sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber” (Gaudium et spes, n. 34)»[7].
Según la enseñanza de este sacerdote santo, repito, todas las actividades honradas de los hombres puedes ser ofrecidas a Dios, santificadas y transformadas en medio y ocasión de apostolado. El trabajo... pero también el descanso, que necesitamos para recuperar las fuerzas empleadas en la tarea de sacar adelante nuestra familia y servir a la sociedad.
Esta consideración me parece particularmente oportuna en este periodo, cuando muchos de vosotros estáis a punto de comenzar a disfrutar de un merecido tiempo de vacaciones. Tened presente que también en esos días de descanso debemos vivir con el corazón y la mente puestos en el Señor. Recordaré algunos consejos concretos que pueden ayudar a hacer que estos días contribuyan al crecimiento espiritual de cada uno de nosotros y no desemboquen —como desgraciadamente ocurre no pocas veces— en un enfriamiento de la vida cristiana.
En primer lugar, es preciso seguir cumpliendo los deberes normales del cristiano: la participación en la Misa de los domingos y días de fiesta; la recepción de los sacramentos, especialmente el de la Penitencia; y los buenos hábitos adquiridos durante el curso: rezar con asiduidad, frecuentar actividades de formación espiritual, etc.
Es claramente inoportuno elegir para las vacaciones aquellos lugares a los que un cristiano coherente —y tampoco un hombre honesto— no debe acudir nunca, porque son objetivamente contrarios a los principios no sólo de la moral cristiana, sino incluso de la moral natural. Todos debemos ser fuertes a la hora de tomar decisiones de este tipo, yendo contracorriente si es necesario. De esta forma, ayudaréis a vuestros parientes y conocidos a buscar un entretenimiento sano, como conviene a los hijos de Dios. No hay por qué alejarse del Señor, para disfrutar de las diversiones. Si acaso, es verdad justamente lo contrario.
Para terminar, quería recordar un punto clave de las enseñanzas de San Josemaría, sobre la santificación del descanso. Se puede resumir en las palabras que decía con frecuencia: «descanso significa represar: acopiar fuerzas, ideales, planes... En pocas palabras: cambiar de ocupación, para volver después —con nuevos bríos— al quehacer habitual»[8]. Es una valoración muy acertada: el simple cambio de trabajo, de ambiente, de circunstancias, contribuye de modo decisivo a recuperar las fuerzas.
Pienso también que es nuestro deber acompañar al Santo Padre, rezando cada día por sus intenciones, de tal modo que sienta la cercanía filial de cada una y de cada uno de nosotros. Vivir bien la vida cristiana significa no alejarse de las enseñanzas del Buen Pastor, que es cabeza de la Santa Iglesia.
Concluyo con otro pensamiento de San Josemaría: «Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José —a quien tanto quiero y venero—, dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la labor cotidiana, que Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor»[9]. Así sea.
[1] Gn 2, 15.
[2] Juan Pablo II, Homilía en la Canonización de San Josemaría, 6-X-2002.
[3] Misa de San Josemaría, Colecta.
[4] Amigos de Dios, n. 57.
[5] Amigos de Dios, n. 62.
[6] San Josemaría, Meditación, 3-III-1954.
[7] Juan Pablo II, Homilía en la Canonización de San Josemaría, 6-X-2002.
[8] Surco, n. 514.
[9] Amigos de Dios, n. 72.
Romana, n. 50, enero-junio 2010, p. 96-99.