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Córdoba, España, 20-XI-2009. Conferencia al clero

SANTOS PARA SANTIFICAR

Estamos recorriendo el Año sacerdotal convocado por Benedicto XVI para toda la Iglesia. En la carta que escribió con este motivo, el Santo Padre manifiesta su propósito de «contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»[1]

El deseo de colaborar en esta iniciativa del Romano Pontífice, ha movido a mi querido hermano en el Episcopado, Mons. Juan José Asenjo, actual Arzobispo de Sevilla y Administrador Apostólico de Córdoba, a invitarme a hablar de este tema ante un grupo de sacerdotes. Se lo agradezco de veras, aunque, al mismo tiempo, me parece haber venido a vender miel al colmenero. Era una expresión que utilizaba San Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando le invitaban a dirigir la palabra a sus hermanos en el sacerdocio. Quería subrayar que cualquiera de ellos podría hacerlo muy bien, con sólo abrir el corazón y manifestar el amor a Dios y a las almas que llevaba dentro.

Si así se expresaba un sacerdote tan santo, que recibió el encargo divino de abrir las sendas de la santidad en el cumplimiento de los deberes propios del estado de cada uno, y que la Iglesia ha propuesto, junto a otros eximios sacerdotes, como modelo de santidad a presbíteros y a seglares, pensad qué debería afirmar yo. Recurro a su intercesión ante el Señor para que estas palabras mías logren transmitir al menos un poco de la riqueza de su doctrina sobre el sacerdocio, de modo que sus palabras y el ejemplo de su vida nos inciten —a mí también— a realizar esa conversión interior que la Iglesia espera de cada uno, en este año sacerdotal.

La identificación con Cristo, fundamento de nuestro sacerdocio

En la primera Misa crismal que celebró después de recibir el ministerio petrino, Benedicto XVI se dirigía así a los sacerdotes que concelebraban con él en la Basílica de San Pedro: «El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su “yo”: in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros»[2].

Uno solo es el sacerdote del Nuevo Testamento, Jesucristo Nuestro Señor, como pone de relieve la epístola a los Hebreos (cfr. Hb 7, 11-28). Nosotros somos instrumentos suyos en virtud del sacramento del Orden, que nos identifica con Él. Es lo que se manifiesta claramente en los gestos y palabras del Obispo, durante el rito de la ordenación. Cuando, en silencio, impone sus manos sobre la cabeza del candidato, invocando luego al Espíritu Santo con la oración consagratoria, es Jesús mismo —Sumo y Eterno Sacerdote— quien toma posesión de cada uno. La ordenación sacerdotal produce un cambio real en quien la recibe, visible sólo a los ojos de la fe. Lo recalcaba San Josemaría, cuando, hablando de la identidad del sacerdote —que, en los primeros años del post-concilio, algunos ponían en tela de juicio— no dudaba en afirmar con decisión: «¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental»[3].

No se trata de una consideración sólo teórica, sino que ha de manifestarse de modo concreto en las más diversas situaciones, también fuera de los actos propios del sacrum ministerium. Un sucedido de la vida de este sacerdote lo manifiesta elocuentemente.

Corría el curso académico 1942-43. El propietario de un inmueble de la madrileña calle de Jenner, donde tenía su sede la primera residencia universitaria promovida por el Opus Dei al término de la guerra civil, comunicó que necesitaba enseguida la casa pues un hijo suyo iba a contraer matrimonio. Se planteaba un problema de difícil solución: ¿qué hacer con las decenas de estudiantes que vivían en aquel inmueble, ya avanzado el año escolar? No se los podía dejar, sin más, en la calle. Sin embargo, ninguna de las razones aducidas por los directores de aquella labor apostólica lograban hacer desistir al dueño de su intimación. Hasta que el Fundador de la Obra fue a verle personalmente, acompañado por Amadeo de Fuenmayor, a la sazón director de la Residencia, que es quien relató este sucedido.

La conversación, cortés pero fría, mostraba que aquella persona no estaba dispuesta a hacer concesiones. De pronto, San Josemaría cambió el tono de la entrevista: «¿No sabe usted con quien está hablando?», preguntó con tono firme a su interlocutor. Y, ante el gesto sorprendido de éste, añadió: «Soy un sacerdote de Jesucristo... Y no puedo consentir que tengan que abandonar la Residencia en pleno curso cincuenta estudiantes cuya alma me ha sido confiada». El profesor Fuenmayor, que asistió a la conversación sin pronunciar palabra, anota que a partir de ese momento cambió completamente el giro de la entrevista. El dueño consintió en prorrogar el plazo de alquiler de la casa hasta el fin de curso[4].

Este episodio resalta con fuerza la conciencia viva de estar identificado con Jesucristo sacerdote, que en todo momento tenía el Fundador del Opus Dei. Ponía así de relieve que el carácter del Orden afecta a toda la existencia del que ha sido sellado con este sacramento. Algo análogo sucede en el fiel corriente, ungido por el carácter bautismal: su vida entera queda conformada con Cristo. No se es cristiano, hijo de Dios y partícipe del sacerdocio de Jesucristo sólo a ratos, cuando se reza o se participa en una ceremonia litúrgica. El ser cristiano impregna —debe impregnar— las veinticuatro horas del día, y a eso han de aspirar todos los bautizados. Lo mismo ha de ocurrir en quienes hemos recibido el sacramento del Orden: hemos de ser —como le gustaba insistir a San Josemaría— «sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien»[5], en todos los momentos y circunstancias.

«Ser sacerdote —recordaré con palabras de Benedicto XVI— significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en Él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto»[6].

Estamos convencidos de que las palabras del Papa responden a la realidad más neta. Pero también sabemos que —como escribió San Pablo— llevamos el tesoro divino en vasos de barro (cfr. 2 Cor 4, 7). Tal vez hayamos revivido en algún momento la experiencia de Simón Pedro después de la pesca milagrosa. La desproporción entre la grandeza de la tarea encomendada —hacer presente a Cristo entre los hombres— y nuestras limitaciones personales se nos muestra a veces en toda su amplitud. Sin embargo, a toda hora, el recuerdo de que Jesús nos ha llamado amigos (cfr. Jn 15, 15) y nos sostiene con su gracia, nos fortalecerá y ayudará a superar esos momentos, si alguna vez se presentan. «La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual Él aferra nuestra mano y nos guía»[7].

Identificación con Cristo en los actos del ministerio

Si toda nuestra existencia está marcada por el carácter sacerdotal, con mayor motivo sucede cuando ejercitamos los actos propios de nuestro ministerio; y es ahí donde especialmente hemos de buscar nuestra propia santificación.

El Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo supo exponerlo con agudeza; no en vano fue uno de los expertos que más trabajaron para que en el Concilio Vaticano II se destacase la llamada de los presbíteros a la santidad precisamente en el ejercicio de su ministerio. Permitid que lea unas palabras suyas, que son como un resumen de lo que yo querría transmitir en este rato de charla fraterna.

«Se impone lograr que los sacerdotes adquieran en sus años de preparación, y en la sucesiva formación permanente, una clara conciencia de la identidad que existe entre la realización de su vocación personal —ser sacerdote en la Iglesia—, y el ejercicio del ministerio in persona Christi Capitis. Su servicio a la Iglesia consiste, esencialmente (otros modos de servir un sacerdote pueden ser legítimos, pero secundarios), en personificar activa y humildemente entre sus hermanos a Cristo Sacerdote que da vida y purifica a la Iglesia, a Cristo Buen Pastor que la conduce en unidad hacia el Padre, y a Cristo Maestro que la conforta y la estimula con su Palabra, y con el ejemplo de su Vida.

«Esta formación del sacerdote es algo que dura toda la vida, porque, en sus diversos aspectos, tiende —debe tender— a formar a Cristo en él (cfr. Gal 4, 19), realizando esa identificación como tarea, en respuesta a lo que esa identificación tiene ya como don sacramental recibido. Una tarea, que postula antes aún que una incesante actividad pastoral, y como condición de la eficacia de ésta, una intensa vida de oración y de penitencia, una sincera dirección espiritual de la propia alma, un recurso al sacramento de la Penitencia vivido con periodicidad y con extremada delicadeza, y toda esta existencia enraizada, centrada y unificada en el Sacrificio Eucarístico»[8].

Me detendré brevemente en algunos de estos momentos, especialmente la celebración del Santo Sacrificio y la administración de la Penitencia, porque en esos instantes nuestro ser ipse Christus, el mismo Cristo, como sacerdotes, alcanza su mayor densidad ontológica.

La Santa Misa: “in persona Christi”

El Papa ha invitado a reflexionar especialmente en la figura del Santo Cura de Ars en este año sacerdotal, con el que conmemoramos el 150º aniversario de su dies natalis, de su nacimiento para el Cielo. «Estaba convencido —ha escrito Benedicto XVI— de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”»[9].

El Concilio Vaticano II afirma en el decreto Presbyterorum Ordinis que la celebración de la Misa es el momento más importante de la jornada de un sacerdote, pues constituye el «centro y raíz de toda la vida del presbítero»[10]. Por eso, es lógico que procuremos celebrarla cada día del mejor modo posible. Pienso que a todos nos impresionó el testimonio del Siervo de Dios Juan Pablo II, cuando —a punto de cumplir sus bodas oro sacerdotales— comentaba con sencillez: «En el arco de casi cincuenta años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía sigue siendo para mí el momento más importante y más sagrado. Tengo plena conciencia de celebrar en el altar in persona Christi. Jamás en el curso de estos años, he dejado la celebración del Santísimo Sacrificio. Si esto sucedió alguna vez, fue sólo por motivos independientes de mi voluntad. La Santa Misa es de modo absoluto el centro de mi vida y de toda mi jornada»[11].

La Trinidad concede al sacerdote un don inexpresable: ser instrumento para que la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor, sucedida históricamente hace dos mil años, se haga sacramentalmente presente, en su auténtica realidad y con su plena eficacia santificadora. Como afirma Juan Pablo II, gracias a la Eucaristía se produce en nuestro mundo «una misteriosa “contemporaneidad” entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos. Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud (...). Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística»[12].

El sacerdote no debe acostumbrarse a este prodigio de amor que se obra cada día sobre el altar y que perdura en el tabernáculo después de la Misa. Con la ayuda de Dios, ha de observar con mirada siempre nueva lo que conoce con los ojos de la fe, sin cansarse de considerar una vez y otra esta maravilla. Como los niños, de quienes es el Reino de los cielos (cfr. Mt 18, 3-4), gozan de una capacidad de asombro prácticamente ilimitada, así el sacerdote necesita ese sentido de maravilla ante el misterio, fruto de la fe y del amor, para celebrar la Eucaristía y en el curso de la misma celebración.

Todos los cristianos han de cultivar ese asombro, pero de modo especial los sacerdotes, a quienes se nos ha concedido la facultad de realizar este grandísimo milagro. La identidad del sacerdote —lo reitero una vez más con palabras de San Josemaría— consiste en ser «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas —más que Ella sólo Dios— trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de la vida futura»[13].

Es inagotable la riqueza de esta realidad asombrosa: ¡en el altar el sacerdote es ipse Christus, el mismo Cristo, de modo sacramental! Presta a Jesucristo la voz, las manos, todo su ser, para que se haga presente el Santo Sacrificio del Calvario a lo largo y a lo ancho del mundo, hasta el fin de los tiempos. Es un deber —deber de amor, pero deber— que el presbítero sea exigente consigo mismo, para subir al altar con la menor indignidad posible de su parte.

Para desarrollar esta conciencia, quizá pueda servir un consejo práctico: dividir el día en dos partes: por las mañanas, rendir acciones de gracias a la Trinidad por haber celebrado la Santa Misa; por las tardes, preparar ya la del día siguiente. Así se expresaba un sacerdote santo: «Procuro que el último pensamiento [de cada jornada] sea de agradecimiento al Señor por haber celebrado la Santa Misa ese día. Y le digo también: Señor, te doy las gracias porque por tu misericordia espero celebrar también mañana la Santa Misa, renovando el Divino Sacrificio in persona Christi y consagrando tu Cuerpo y tu Sangre. Así me voy durmiendo y me voy preparando»[14].

Una manifestación de sentido sacerdotal, que Benedicto XVI ha recordado, es la de subir al altar con los ornamentos litúrgicos adecuados. El Santo Padre invita a desentrañar el significado de esas vestes —el amito, el alba, la estola, la casulla—, tan claramente expresado en las oraciones que la Iglesia aconseja para el momento de revestirse antes de la celebración. «El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos —explica Benedicto XVI— debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí “en la persona de Otro”. Los ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo largo del tiempo, son una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio (...). Para nosotros, revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica renovar el “sí” de nuestra misión, el “ya no soy yo” del Bautismo, que la ordenación sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide»[15].

Ministros de la misericordia de Dios

Junto a la celebración eucarística, la administración del sacramento de la Reconciliación es otro momento en el que la identificación del presbítero con el Sumo y Eterno Sacerdote alcanza su máxima intensidad. Se ha hablado mucho de que estamos atravesando una crisis de la Confesión, pero en realidad —y así lo han afirmado varias veces los Romanos Pontífices en estos últimos años— se trata más bien de una crisis de confesores. Lo prueba el hecho de que cuando en una iglesia hay sacerdotes disponibles para confesar, con horarios claros, con señales inequívocas de su presencia, en poco tiempo muchos fieles acuden a recibir este sacramento.

Las cosas no están más difíciles ahora que en las épocas pasadas, pero es cierto que hace falta una catequesis sobre la necesidad del sacramento de la misericordia divina, aprovechando homilías, lecciones de preparación a la Confirmación o al Matrimonio, etc., y que los sacerdotes nos mostremos disponibles para confesar. Benedicto XVI escribe que «en Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días (...). Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses redescubrieran el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el Sagrario en la iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta dieciséis horas al día»[16].

Ciertamente no se nos pide lo mismo que al Santo Cura de Ars, y quizá el tiempo disponible para la administración de este sacramento dependerá de muchos factores, de los encargos que hayamos recibido, etc. Pero, ciertamente, si nos examinamos con sinceridad, descubriremos que podríamos hacer algo más; que, recortando un poco del tiempo que dedicamos a otros menesteres, podríamos sacar algunas horas semanales para estar disponibles en el confesonario. Quizá en ningún otro momento, como en éste, se manifiesta con tanta claridad que —como afirmaba San Juan María Vianney— “el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús”[17].

También en este punto San Josemaría ofrece el testimonio de su propia experiencia, corroborado por la de muchos otros presbíteros. «Un consejo de hermano», decía a quien le preguntaba sobre la dedicación al Sacramento de la Penitencia: «Sentaos en el confesonario todos los días, o por lo menos dos o tres veces a la semana, esperando allí a las almas como el pescador a los peces. Al principio, quizá no venga nadie. Llevaos el breviario, un libro de lectura espiritual o algo para meditar. En los primeros días podréis; después vendrá una viejecita y le enseñaréis que no basta que ella sea buena, que debe traerse a los nietos pequeñines. A los cuatro o cinco días vendrán dos chiquillas, y después un chicote, y luego un hombre, un poco a escondidas... Al cabo de dos meses no os dejarán vivir, ni podréis rezar nada en el confesonario, porque vuestras manos ungidas estarán, como las de Cristo —confundidas con ellas, porque sois Cristo— diciendo: yo te absuelvo». Y concluía: «Amad el confesonario. ¡Amadlo, amadlo! (...). Ese es el camino para desagraviar al Señor por tantos hermanos nuestros que ahora no quieren sentarse en el confesonario, ni oír a las almas, ni administrar el perdón de Dios»[18].

Trato de amistad con el Señor

El significado más profundo del sacerdocio se resume en ser ministros y amigos de Jesús. Ministros que dicen, como San Pablo: somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios (2 Cor 5, 20). Y amigos íntimos que —como señala el Evangelio— saben perseverar a su lado en los momentos de dificultad (cfr. Lc 22, 28). Intimidad significa comunión de pensamiento y de voluntad, de sentimientos y aspiraciones, según el consejo del Apóstol de las gentes: tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Flp 2, 5).

La unión con Jesús no es algo de carácter meramente interior, sino que ha de manifestarse en obras. «Eso significa —explica el Santo Padre— que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándole, viviendo con Él, estando con Él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la Sagrada Escritura no de un modo académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de Él y con Él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la Sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración»[19].

El ejemplo del Señor es muy claro. Los evangelistas lo muestran en constante coloquio con Dios Padre, y a la vez ponen de manifiesto que con mucha frecuencia se retiraba al monte para orar a solas; es decir, dedicaba ratos específicos a la oración, apartado de la muchedumbre e incluso de los mismos Apóstoles. El sacerdote, ipse Christus, ha de imitar el ejemplo del Maestro. Sólo así crecerá en intimidad con Él y será buen instrumento para comunicar a otros esa amistad.

Sabemos bien que la eficacia de los sacramentos no depende de la santidad personal de quien los administra, ya que actúan ex opere operato, por su propia virtud; es decir, son ante todo y sobre todo acciones de Cristo, único y perfecto Sacerdote, fuente de la vida sobrenatural. Pero, por la Comunión de los santos, llegarán más gracias a las almas, si el sacerdote está bien unido a Jesucristo; y esta buena disposición se asegura mediante el trato asiduo con el Señor en el Pan y en la Palabra, en la Eucaristía y en la oración. «Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez del sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote, significa, por tanto, ser hombre de oración»[20].

El Magisterio de la Iglesia, las enseñanzas de los santos, y la misma experiencia muestran la necesidad de que los clérigos cultivemos una robusta vida interior, con la celebración diaria de la Eucaristía, con el recurso frecuente a la confesión sacramental, con el rezo del Oficio Divino y tiempos dedicados a la oración personal, con una devoción filial a la Santísima Virgen. Esa será la garantía de una acción pastoral realmente eficaz. «El tiempo que dedicamos a la oración —decía Benedicto XVI a un grupo de sacerdotes— no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente “trabajo” pastoral, es orar también por los demás. En el “Común de pastores” se lee que una de las características del buen pastor es que “multum oravit pro fratribus”. Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad pastoral»[21].

En este contexto cobra especial importancia la fidelidad a la Liturgia de las Horas. Sería un gran error considerar que esos momentos de oración vocal y mental son una pérdida de tiempo, ante las urgencias de la tarea pastoral, y que no pasa nada si los omitimos. Precisamente esa oración pública de la Iglesia es uno de los encargos confiados con la ordenación sacerdotal. Pero no se queda en una obligación impuesta desde fuera; se nos presenta más bien como una necesidad del corazón sacerdotal para el que se sabe ministro en el Cuerpo místico de Cristo.

Decía el Papa en una ocasión que la Iglesia «nos impone —aunque siempre como Madre buena— el tener tiempo libre para Dios, con las dos prácticas que forman parte de nuestros deberes: celebrar la Santa Misa y rezar el breviario. Pero más que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la Liturgia de las Horas»[22]. De este modo, interiorizando la plegaria litúrgica, reservando los momentos más apropiados para esta oración, prolongamos esa gran cadena suplicante que comenzaron los hombres justos del Antiguo Testamento. Oramos con el Señor, o mejor, el Señor ora en nosotros, como explica San Agustín: orat pro nobis ut sacerdos noster; orat in nobis ut caput nostrum; oratur a nobis ut Deus noster[23]. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Entonces se comprende que el encargo recibido es una responsabilidad preciosa que se confía al sacerdote, para que mantenga encendida en el mundo, hasta el fin de los tiempos, la insustituible antorcha de la oración.

Hay una consideración de San Josemaría sobre la necesidad de esforzarse en la oración, cuando el rezar cuesta, especialmente válida en el contexto de la Liturgia de las Horas: «Os podéis unir a la oración de todos los cristianos de cualquier época: los que nos han precedido, los que viven ahora, los que vendrán en los siglos futuros. Así, sintiendo esta maravilla de la Comunión de los Santos, que es un canto inacabable de alabanza a Dios, aunque no tengáis ganas o aunque os sintáis con dificultades —¡secos!—, rezaréis con esfuerzo, pero con más confianza»[24].

Preocupación por los sacerdotes

En estos rápidos trazos no es posible exponer tantos otros aspectos que sugiere el Año sacerdotal. Me he limitado a recordar algunos puntos que me parecen especialmente importantes, porque forman parte del ministerio que se nos ha confiado e inciden profundamente en la búsqueda de la santidad. Pero no quisiera terminar sin referirme a otro punto capital para los sacerdotes: la preocupación de unos por otros, por el bien espiritual y material de nuestros hermanos en el sacerdocio y, en última instancia, por su santidad.

El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada (Prv 18, 19, Vulgata). El Señor ha puesto a los ministros en la Iglesia para que faciliten a los fieles la fuerza salvífica del Evangelio —la Palabra de Dios y los sacramentos— y guiarlos así por el camino de la santificación. Y han de procurar ir por delante: ser luz que brilla para iluminar a todos, sal que sazone la vida cristiana (cfr. Mt 5, 13-14). Pero cada sacerdote sabe que él mismo está rodeado de debilidad (cfr. Hb 5, 2) y precisa de la ayuda de los demás. «De ahí que sea de gran importancia que todos los sacerdotes, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente, a fin de ser siempre cooperadores de la verdad»[25]. Así se expresa el decreto Presbyterorum Ordinis del Concilio Vaticano II. El trato fraterno entre los sacerdotes resulta un medio necesario para progresar en el camino, superando los momentos de debilidad o de cansancio, que se presenten.

San Josemaría, durante muchos años, dedicó sus mejores energías a sus hermanos en el sacerdocio, como ponen de manifiesto sus biógrafos. Su amor a la Iglesia le llevaba además a fomentar en todo momento las vocaciones sacerdotales. Lo tenía muy grabado en el alma, pues era consciente de que el futuro de la Iglesia reclama sacerdotes bien formados, llenos de deseos de santidad y de celo por las almas. Esta solicitud se puso especialmente de manifiesto en los años del inmediato post-concilio, cuando en casi todo el mundo comenzó a advertirse una considerable disminución del número de vocaciones sacerdotales. Esa preocupación llegó a ser tan fuerte, que hasta literalmente le quitaba el sueño, al tiempo que le impulsaba a rezar y hacer rezar sin descanso por esta intención.

Desgraciadamente, en la mayor parte de los países —sobre todo en las naciones desarrolladas de Occidente— continúa la escasez de vocaciones sacerdotales, con la inevitable repercusión en la atención pastoral de los fieles. Entre todos hemos de alcanzar del Señor de la mies que envíe muchos más trabajadores a su campo (cfr. Mt 9, 37-38). No se ha de considerar esta ocupación como tarea que corresponda sólo a los Obispos y a los encargados de la pastoral vocacional: es tarea conjunta de pastores y fieles, unidos en el mismo amor a la Iglesia, que necesita urgentemente de muchos y santos sacerdotes. Constituye, por tanto, una responsabilidad que atañe a todos los cristianos: implorar a Jesucristo, Sumo Sacerdote, por esta intención, poniendo los medios prácticos, concretos, que estén al alcance de cada uno.

Hablemos todos nosotros de este tema en la predicación y en las catequesis, también para fomentar en los padres y madres de familia el deseo santo de que el Señor llame a alguno de sus hijos por la senda del sacerdocio; aprovechemos los medios que se nos han confiado —desde la administración del sacramento de la Penitencia hasta las ocasiones más comunes que se nos presenten— para abrir horizontes de entrega a Dios, ya que es una tarea apostólica prioritaria en el momento presente. Sembremos sin cesar la semilla de las posibles vocaciones; el Sembrador divino se ocupará de dar el incremento.

Reforzar la comunión con los Obispos

No puedo dejar de señalar la necesidad de que los sacerdotes, todos, quieran estar muy unidos a su Obispo. El Señor nos lo repite de muchas maneras, al afirmar que toda ciudad o casa desunida acabará por autodestruirse (cfr. Mt 12, 25); o también cuando habla de que los sarmientos han de estar unidos a la vid (cfr. Jn 15, 5) para dar frutos sabrosos y abundantes. Consideremos que la unidad entre el clero y su Prelado, entre el Ordinario y sus sacerdotes, ha sido recogida con sentencia muy gráfica en el Concilio Vaticano II, citando a San Ignacio de Antioquía, al asimilar esta estrecha unión a la que existe entre Cristo y la Iglesia, o entre Cristo y Dios Padre[26].

La comunión del clero de cada Diócesis en torno a su Pastor es uno de los objetivos concretos señalados por el Papa para este Año sacerdotal. «En línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II —ha escrito Benedicto XVI—, quisiera añadir que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva (cfr. Pastores dabo vobis, 74). Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las que se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio»[27].

Ayudemos a los Obispos, también para ayudar a los sacerdotes. Es preciso que todos nos gocemos en esa clara interdependencia mutua que tantas consecuencias magníficas traerá para todo el Pueblo de Dios. Siempre, y más en los momentos históricos que vivimos, esa total unión se configura como elemento necesario para hacer la Iglesia como Jesucristo quiere. Deseemos que se dé cumplimiento al mandatum novum (Jn 13, 34) con ese matiz que tiene un contenido de obligación: para que se reconozca la Iglesia de Cristo, los pastores hemos de amarnos como Él nos ha amado (cfr. ibid.).

Termino con otras palabras de San Josemaría, con la esperanza de que aviven aún más en todos los presbíteros la inquietud santa de fomentar vocaciones sacerdotales. Durante un viaje por América del Sur, casi al final de su vida terrena, se dirigía a un grupo de sacerdotes diocesanos impulsándoles a preocuparse de la formación de quienes dan esperanzas de recibir la llamada al sacerdocio. Y les concretaba: «Buscad ayuda económica, y mandad [al Seminario] esas almas que estáis preparando desde que son niños. Dadles vida interior; enseñadles a amar a Dios, a encontrarle dentro de su alma, a tener una piedad filial a la Santísima Virgen, a pensar que la cosa más grande del mundo es ser otro Cristo y el mismo Cristo.

«Propósito firme: ¡por lo menos, un sucesor! Y, como fallan, por lo menos dos (...). Si os lo proponéis, le daréis la vuelta a todo. Basta que queráis»[28].

La Virgen Santísima, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote y Madre nuestra, nos alcanzará de su Hijo —con nuestro esfuerzo concreto— el don de la santidad en el ejercicio de nuestro trabajo sacerdotal, para que seamos instrumentos eficaces en la santificación de las almas, que la Trinidad Beatísima quiere realizar por nuestro ministerio.

[1] BENEDICTO XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.

[2] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa crismal, 13-IV-2006.

[3] SAN JOSEMARÍA, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[4] Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, “El Fundador del Opus Dei”, vol. II, p. 584.

[5] SAN JOSEMARÍA, cit.

[6] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa Crismal, 13-IV-2006.

[7] Ibid.

[8] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Sacerdotes para una nueva evangelización, en “Escritos sobre el sacerdocio”, 6ª ed., Palabra 1991, p. 202.

[9] BENEDICTO XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009. Cfr. B. Nodet, “Le Curè d’Ars. Sa pensée — Son Coeur”, ed. Xavier Mappus 1966, pp. 104 y 105.

[10] Concilio Vaticano II, decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.

[11] JUAN PABLO II, Palabras en la conclusión del encuentro con motivo del 30º aniversario del decreto “Presbyterorum Ordinis”, 27-X-1995.

[12] JUAN PABLO II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 5.

[13] SAN JOSEMARÍA, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[14] SAN JOSEMARÍA, Notas de una conversación familiar, 10-V-1974 (AGP, P01 X-1974, p. 64).

[15] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa crismal, 5-IV-2007.

[16] BENEDICTO XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.

[17] Cit. por BENEDICTO XVI en su carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.

[18] SAN JOSEMARÍA, Notas de una reunión con sacerdotes en Oporto, 31-X-1972 (AGP P04, vol. II, p. 758).

[19] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa crismal, 13-IV-2006.

[20] Ibid.

[21] BENEDICTO XVI, Encuentro con sacerdotes de la diócesis de Albano, 31-VIII-2006.

[22] Ibid.

[23] San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos 85, 1.

[24] SAN JOSEMARÍA, Notas de una reunión familiar, 6-IX-1973 (AGP, P01 X-1973, p. 31).

[25] Concilio Vaticano II, decr. Presbyterorum Ordinis, n. 8.

[26] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 27.

[27] BENEDICTO XVI, Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.

[28] SAN JOSEMARÍA, Notas de una reunión con sacerdotes en Lima, 26-VII-1974 (AGP, P04 1974, vol II, p. 401).

Romana, n. 49, Julio-Diciembre 2009, p. 300-312.

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