Palabras en la visita al Santo Sepulcro de Jerusalén (15-V-2009)
Queridos amigos en Cristo:
El himno de alabanza que acabamos de cantar nos une a los ejércitos de los ángeles y a la Iglesia de todo tiempo y lugar —«el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas y el blanco ejército de los mártires»— mientras damos gloria a Dios por la obra de nuestra redención, realizada en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ante este Santo Sepulcro, donde el Señor «venció el aguijón de la muerte, abriendo a los creyentes el reino de los cielos», os saludo a todos en el gozo del tiempo pascual. Agradezco al patriarca Fouad Twal y al custodio, padre Pierbattista Pizzaballa, sus amables palabras de bienvenida. Asimismo, deseo expresar mi aprecio por la acogida que me han dispensado los jerarcas de la Iglesia ortodoxa griega y de la Iglesia armenia apostólica. Agradezco la presencia de representantes de las otras comunidades cristianas de Tierra Santa. Saludo al cardenal John Foley, gran maestre de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén y también a los caballeros y las damas de la Orden aquí presentes, agradeciendo su constante compromiso de sostener la misión de la Iglesia en estas tierras santificadas por la presencia terrena del Señor.
El evangelio de san Juan nos ha presentado una sugerente narración de la visita de Pedro y del discípulo amado a la tumba vacía la mañana de Pascua. Hoy, a distancia de casi veinte siglos, el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, se encuentra frente a la misma tumba vacía y contempla el misterio de la Resurrección. Siguiendo las huellas del Apóstol, deseo proclamar una vez más, ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo, la firme fe de la Iglesia en que Jesucristo «fue crucificado, murió y fue sepultado», y en que «al tercer día resucitó de entre los muertos». Exaltado a la derecha del Padre, nos envió su Espíritu para el perdón de los pecados. Fuera de él, a quien Dios constituyó Señor y Cristo, «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).
Al encontrarnos en este santo lugar y considerando ese asombroso acontecimiento, no podemos menos de sentirnos con el «corazón conmovido» (Hch 2, 37) como los primeros que escucharon la predicación de Pedro en el día de Pentecostés. Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí la historia de la humanidad cambió definitivamente. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios sobre este mundo se pronunció y la gracia del Espíritu Santo se derramó sobre toda la humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos enseñó que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro, y el futuro de la humanidad, está en las manos de un Dios providente y fiel.
La tumba vacía nos habla de esperanza, una esperanza que no defrauda porque es don del Espíritu que da vida (cf. Rm 5, 5). Este es el mensaje que hoy deseo dejaros, al concluir mi peregrinación a Tierra Santa. Que la esperanza resurja nuevamente, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras. Que arraigue en vuestro corazón, permanezca en vuestras familias y comunidades, e inspire a cada uno de vosotros un testimonio cada vez más fiel del Príncipe de la paz.
La Iglesia en Tierra Santa, que con tanta frecuencia ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, nunca debe dejar de ser un heraldo intrépido del luminoso mensaje de esperanza que proclama esta tumba vacía. El Evangelio nos asegura que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no se repite necesariamente, que se puede purificar la memoria, que se pueden superar los frutos amargos de la recriminación y la hostilidad, y que un futuro de justicia, paz, prosperidad y colaboración puede surgir para cada hombre y mujer, para toda la familia humana, y de manera especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan amada por el corazón del Salvador.
Este antiguo Memorial de la Anástasis es un testigo mudo tanto del peso de nuestro pasado, con sus fallos, incomprensiones y conflictos, como de la promesa gloriosa que sigue irradiando desde la tumba vacía de Cristo. Este lugar santo, donde el poder de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más plenamente que también ahora, mediante el Bautismo, llevamos «siempre en nuestro cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4, 10-11).
También ahora la gracia de la Resurrección está actuando en nosotros. Que la contemplación de este misterio estimule nuestros esfuerzos, como individuos y como miembros de la comunidad eclesial, por crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración. Que nos ayude a superar, con la fuerza de ese mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de la carne, y a remover todo obstáculo, por dentro y por fuera, que impida nuestro testimonio común de Cristo y la fuerza reconciliadora de su amor.
Con estas palabras de aliento, queridos amigos, concluyo mi peregrinación a los santos lugares de nuestra redención y renacimiento en Cristo. Rezo para que la Iglesia en Tierra Santa obtenga siempre nueva fuerza de la contemplación de la tumba vacía del Redentor. En esta tumba está llamada a sepultar todas sus ansiedades y temores, para resurgir nuevamente cada día y proseguir su viaje por los caminos de Jerusalén, de Galilea y más allá, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz que anhela esta tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo. «Él es nuestra paz», que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la cruz, poniendo fin a la enemistad (cf. Ef 2, 14). Así pues, pongamos en sus manos toda nuestra esperanza en el futuro, como él en la hora de las tinieblas puso su espíritu en las manos del Padre.
Permitidme concluir con unas palabras de aliento fraterno en particular a mis hermanos obispos y sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas que están al servicio de la amada Iglesia en Tierra Santa. Aquí, ante la tumba vacía, en el corazón mismo de la Iglesia, os invito a renovar el entusiasmo de vuestra consagración a Cristo y vuestro compromiso en el amoroso servicio a su Cuerpo místico. Tenéis el inmenso privilegio de dar testimonio de Cristo en esta tierra, que él ha santificado con su presencia terrena y su ministerio. Con caridad pastoral ayudáis a vuestros hermanos y hermanas, y a todos los habitantes de esta tierra, a sentir la presencia del Resucitado que sana y su amor que reconcilia.
Jesús nos pide a cada uno que seamos testigos de unidad y paz para todos aquellos que viven en esta ciudad de la paz. Como nuevo Adán, Cristo es la fuente de la unidad a la que está llamada toda la familia humana, la unidad de la que la Iglesia es signo y sacramento. Como Cordero de Dios, él es la fuente de la reconciliación, que es al mismo tiempo don de Dios y deber sagrado que se nos ha confiado. Como Príncipe de la paz, él es el manantial de esa paz que supera todo entendimiento, la paz de la nueva Jerusalén. Que él os sostenga en vuestras pruebas, os consuele en vuestras aflicciones y os confirme en vuestros esfuerzos por anunciar y extender su reino.
A todos vosotros y a las personas a cuyo servicio estáis, imparto cordialmente mi bendición apostólica, como prenda del gozo y de la paz de la Pascua.
Romana, n. 48, enero-junio 2009, p. 28-30.