Homilía en la clausura del Año Paulino, Basílica de San Pablo extramuros, Roma (28-VI-2009)
Señores Cardenales;
venerados Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres miembros de la delegación del Patriarcado ecuménico;
queridos hermanos y hermanas:
Dirijo a cada uno mi saludo cordial. Saludo en particular al cardenal arcipreste de esta basílica y a sus colaboradores; saludo al abad y a la comunidad monástica benedictina; saludo asimismo a la delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla.
El año conmemorativo del nacimiento de san Pablo se concluye esta tarde. Nos encontramos reunidos junto a la tumba del Apóstol, cuyo sarcófago, conservado bajo el altar papal, recientemente ha sido objeto de un esmerado análisis científico: en el sarcófago, que nunca había sido abierto en muchos siglos, se realizó una pequeñísima perforación para introducir una sonda especial, mediante la cual se descubrieron rastros de un valioso tejido de lino teñido de púrpura, laminado con oro coronario, y de un tejido de color azul con fibras de lino. También se constató la presencia de granos de incienso rojo y de sustancias proteínicas y calcáreas. Además, se comprobó que algunos fragmentos óseos muy pequeños, sometidos al examen del carbono 14 por expertos que desconocían su procedencia, pertenecían a una persona que vivió entre los siglos I y II. Eso parece confirmar la tradición unánime y concorde, según la cual se trata de los restos mortales del apóstol san Pablo.
Todo esto embarga nuestro corazón de profunda emoción. Durante estos meses muchas personas han seguido los caminos que el Apóstol recorrió durante su vida, tanto los exteriores como sobre todo los interiores: el camino de Damasco hacia el encuentro con el Resucitado; los caminos del mundo mediterráneo, que recorrió con la antorcha del Evangelio, encontrando oposiciones y adhesiones, hasta el martirio, por el cual pertenece para siempre a la Iglesia de Roma. A ella le dirigió también su carta más grande e importante.
El Año paulino se concluye, pero estar en camino juntamente con san Pablo, alcanzar con él y gracias a él el conocimiento de Jesús, y ser iluminados y transformados por el Evangelio como él, siempre formará parte de la existencia cristiana. Y, superando el ámbito de los creyentes, san Pablo seguirá siendo siempre «maestro de los gentiles», que quiere llevar el mensaje del Resucitado a todos los hombres, porque Cristo los conoce y ama a todos, pues murió y resucitó por todos ellos. Por eso, queremos escucharlo también en este momento en que iniciamos solemnemente la fiesta de los dos Apóstoles unidos entre sí por un vínculo muy estrecho.
Forma parte de la estructura de las cartas de san Pablo el hecho de que, siempre con referencia al lugar y a la situación particular, explican ante todo el misterio de Cristo, nos enseñan la fe. En una segunda parte sigue la aplicación a nuestra vida: ¿Qué consecuencias derivan de esta fe? ¿Cómo modela nuestra existencia cada día? En la carta a los Romanos, esta segunda parte comienza con el capítulo doce, en los primeros dos versículos del cual el Apóstol resume inmediatamente el núcleo esencial de la existencia cristiana. ¿Qué nos dice san Pablo a nosotros en ese pasaje?
Ante todo afirma, como dato fundamental, que con Cristo ha comenzado un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto. Este culto consiste en que el hombre vivo se convierte él mismo en adoración, en «sacrificio» incluso en su propio cuerpo. Ya no ofrecemos a Dios cosas; es nuestra misma existencia la que debe transformarse en alabanza de Dios. Pero, ¿cómo se realiza esto? En el versículo segundo encontramos la respuesta: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestro modo de pensar, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2).
Las dos palabras decisivas de este versículo son: «transformar» y «renovar». Debemos llegar a ser hombres nuevos, transformados en un modo nuevo de existencia. El mundo siempre anda buscando novedades, porque con razón nunca se siente satisfecho de la realidad concreta. San Pablo nos dice: el mundo no puede renovarse sin hombres nuevos. Sólo si hay hombres nuevos habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. Lo primero es la renovación del hombre. Esto vale para cada persona. El mundo sólo será nuevo si nosotros mismos llegamos a ser nuevos. Esto significa también que no basta adaptarse a la situación actual.
El Apóstol nos exhorta a un inconformismo. En esta misma carta dice que no hay que someterse al esquema de la época actual. Volveremos a abordar este punto al reflexionar sobre el segundo texto que quiero meditar con vosotros esta tarde. El «no» del Apóstol es claro y también convincente para cualquiera que observe el «esquema» de nuestro mundo. Pero ¿cómo podemos llegar a ser nuevos? ¿Somos realmente capaces de lograrlo? Con las palabras «llegar a ser nuevo» san Pablo alude a su propia conversión, a su encuentro con Cristo resucitado, del cual dice en la segunda carta a los Corintios: «El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5, 17).
Ese encuentro con Cristo lo transformó hasta tal punto que dice al respecto: «He muerto» (Ga 2, 19; cf. Rm 6). Ha llegado a ser nuevo, otro, porque ya no vive para sí mismo y en virtud de sí mismo, sino para Cristo y en Él. Sin embargo, con el paso de los años, vio que también este proceso de renovación y transformación continúa durante toda la vida. Llegamos a ser nuevos si nos dejamos aferrar y modelar por el Hombre nuevo: Jesucristo. Él es el Hombre nuevo por excelencia. En Él se ha hecho realidad la nueva existencia humana, y nosotros de verdad podemos llegar a ser nuevos si nos ponemos en sus manos y nos dejamos modelar por él.
San Pablo aclara más aún este proceso de «renovación» diciendo que llegamos a ser nuevos si transformamos nuestro modo de pensar. Lo que aquí se traduce por «modo de pensar» es la palabra griega «nous». Es una palabra compleja. Se puede traducir con «espíritu», «sentimientos», «razón» y precisamente con «modo de pensar». Nuestra razón debe llegar a ser nueva. Esto nos sorprende. Tal vez podíamos esperar que se refiriera más bien a alguna actitud: lo que deberíamos cambiar en nuestro obrar. Pero no. La renovación debe llegar hasta el fondo. Debe cambiar desde sus cimientos nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad, todo nuestro modo de pensar. El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar común se orienta por lo general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, la fama, etc., pero de este modo tiene un alcance muy limitado. Así, el propio «yo» sigue estando, en definitiva, en el centro del mundo.
Debemos aprender a pensar de manera más profunda. En la segunda parte de la frase, san Pablo nos explica lo que significa eso: es preciso aprender a comprender la voluntad de Dios, de modo que sea ella la que modele nuestra voluntad, para que también nosotros queramos lo que quiere Dios, para que reconozcamos que Dios quiere lo bello y lo bueno. Por tanto, se trata de un viraje en nuestra orientación espiritual de fondo. Dios debe entrar en el horizonte de nuestro pensamiento: lo que él quiere y el modo según el cual ha ideado el mundo y me ha ideado a mí. Debemos aprender a compartir el pensar y el querer de Jesucristo. Así seremos hombres nuevos en los que emerge un mundo nuevo.
En dos pasajes de la carta a los Efesios san Pablo ilustra ulteriormente el mismo pensamiento de una renovación necesaria de nuestro ser persona humana. Por eso quiero reflexionar brevemente en ellos. En el capítulo cuarto de esa carta el Apóstol nos dice que con Cristo debemos alcanzar la edad adulta, una fe madura. Ya no podemos seguir siendo «niños llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina» (Ef 4, 14). San Pablo desea que los cristianos tengan una fe madura, una «fe adulta».
En los últimos decenios la palabra «fe adulta» se ha convertido en un eslogan generalizado. A menudo se entiende como la actitud de quien ya no escucha a la Iglesia y a sus pastores, sino que elige autónomamente lo que quiere creer y no creer, o sea, una fe fabricada por cada uno. Y se la presenta como «valentía» de expresarse contra el Magisterio de la Iglesia. Sin embargo, en realidad, para eso no hace falta valentía, porque siempre se puede estar seguro de obtener el aplauso público. Para lo que de verdad se requiere valentía es para adherirse a la fe de la Iglesia, aunque esta fe esté en contraposición con el»esquema«del mundo contemporáneo. Este es el inconformismo de la fe que san Pablo llama una»fe adulta«. Esta es la fe que él quiere. En cambio, considera infantil el correr tras los vientos y las corrientes de la época.
Así, por ejemplo, forma parte de la fe adulta comprometerse en favor de la inviolabilidad de la vida humana desde su primer momento, oponiéndose radicalmente al principio de la violencia, de modo especial en defensa de las criaturas humanas más indefensas. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenamiento del Creador, restablecido de nuevo por Cristo. La fe adulta no se deja zarandear de un lado a otro por cualquier corriente. Se opone a los vientos de la moda. Sabe que esos vientos no son el soplo del Espíritu Santo; sabe que el Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesucristo.
Con todo, tampoco aquí san Pablo se detiene en la negación, sino que nos lleva al gran «sí». Describe la fe madura, verdaderamente adulta, de un modo positivo con la expresión: «Obrar según la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). El nuevo modo de pensar, que nos da la fe, se dirige ante todo hacia la verdad. El poder del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios, es la verdad. La verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos se hace visible cuando miramos a Dios. Y Dios se nos hace visible en el rostro de Jesucristo. Contemplando a Cristo reconocemos algo más: la verdad y la caridad son inseparables. En Dios ambas son inseparablemente una sola cosa: esta es precisamente la esencia de Dios. Por eso, para los cristianos, la verdad y la caridad van juntas. La caridad es la prueba de la verdad. Siempre deberíamos regularnos según este criterio: que la verdad se transforme en caridad y la caridad nos lleve a la verdad.
En el versículo de san Pablo encontramos otro pensamiento importante. El Apóstol nos dice que, obrando según la verdad en la caridad, contribuimos a hacer que el todo —ta panta—, el universo, crezca tendiendo hacia Cristo. San Pablo, basándose en su fe, no sólo se interesa por nuestra rectitud personal y por el crecimiento de la Iglesia. Se interesa por el universo: ta panta. La finalidad última de la obra de Cristo es el universo, la transformación del universo, de todo el mundo humano, de toda la creación. Quien, juntamente con Cristo, sirve a la verdad en la caridad, contribuye al verdadero progreso del mundo. Sí; aquí se ve claramente que san Pablo conoce la idea de progreso. Para la humanidad, para el mundo, Cristo, su vivir, sufrir y resucitar fue el verdadero gran salto del progreso. Pero ahora el universo deber crecer con vistas a Él. El verdadero progreso del mundo se da donde aumenta la presencia de Cristo. Allí el hombre llega a ser nuevo y así también el mundo se hace nuevo.
San Pablo nos pone de manifiesto eso mismo desde otra perspectiva. En el capítulo tercero de la carta a los Efesios nos habla de la necesidad de ser «fortalecidos en el hombre interior» (Ef 3, 16). Así retoma un tema que antes, en una situación de tribulación, había tratado en la segunda carta a los Corintios: «Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día» (2 Co 4, 16). El hombre interior debe fortalecerse; es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo, en el que con mucha frecuencia los hombres se quedan interiormente vacíos y, por tanto, deben recurrir a promesas y narcóticos, que luego tienen como consecuencia un aumento ulterior del sentido de vacío en su interior. El vacío interior, la debilidad del hombre interior, es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.
Es preciso fortalecer la interioridad, la»perceptividad«del corazón, la capacidad de ver y comprender el mundo y al hombre desde dentro, con el corazón. Necesitamos una razón iluminada por el corazón, para aprender a obrar según la verdad en la caridad. Ahora bien, esto no se realiza sin una relación íntima con Dios, sin la vida de oración. Necesitamos el encuentro con Dios, que se nos da en los sacramentos. Y no podemos hablar a Dios en la oración si no dejamos que hable antes él mismo, si no lo escuchamos en la Palabra que nos ha dado.
San Pablo, al respecto, nos dice: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3, 17-19). El amor ve más lejos que la sola razón; es lo que san Pablo nos dice con esas palabras. Y nos dice también que sólo podemos conocer la amplitud del misterio de Cristo en la comunión con todos los santos, o sea, en la gran comunidad de todos los creyentes, y no contra ella o sin ella. Esta amplitud la define con palabras que quieren expresar las dimensiones del cosmos: la anchura y la longitud, la altura y la profundidad.
El misterio de Cristo tiene una amplitud cósmica: no pertenece sólo a un grupo determinado. Cristo crucificado abraza el universo entero en todas sus dimensiones. Toma el mundo en sus manos y lo eleva hacia Dios. Comenzando por san Ireneo de Lyon —por tanto, desde el siglo II—, los santos Padres vieron en las palabras»anchura, longitud, altura y profundidad» del amor de Cristo una alusión a la cruz. El amor de Cristo alcanzó en la cruz la profundidad más honda —la noche de la muerte— y la altura suprema —la altura de Dios mismo—. Y tomó entre sus brazos la anchura y la longitud de la humanidad y del mundo en todas sus distancias. Él siempre abraza el universo, nos abraza a todos nosotros.
Pidamos al Señor que nos ayude a reconocer algo de la inmensidad de su amor. Pidámosle que su amor y su verdad toquen nuestro corazón. Pidamos que Cristo habite en nuestro corazón y nos haga hombres nuevos, para que obremos según la verdad en la caridad. Amén.
Romana, n. 48, enero-junio 2009, p. 45-49.