Roma 24-V-2008
Homilía en la ordenación sacerdotal de 36 diáconos de la Prelatura, Basílica de San Eugenio.
Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos ordenandos.
1. Hoy se celebra en la diócesis de Roma la solemnidad litúrgica del Corpus Christi. A la alegría que llena a la Iglesia en esta fiesta tan grande, se añade otro motivo de gozo: la ordenación sacerdotal de treinta y seis diáconos de la Prelatura del Opus Dei, procedentes de quince países.
La primera lectura de la Misa, tomada del libro del Deuteronomio, nos ha hecho escuchar de nuevo las palabras de Moisés al pueblo, antes de entrar en la tierra prometida. El gran caudillo de Israel recuerda los prodigios realizados por el Señor: la liberación de la esclavitud de Egipto, el paso del Mar Rojo y, sobre todo, la peregrinación por el desierto. «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer por el desierto durante estos cuarenta años»[1].
¡Acuérdate! También nosotros debemos recordar frecuentemente los beneficios que Dios nos ha concedido y darle gracias. Entre esos beneficios, destaca hoy, insisto, el regalo de los nuevos sacerdotes. Don, en primer lugar, a la Iglesia y a toda la humanidad; pero don también a las familias, que, con la ordenación de sus seres queridos, reciben una prueba más del particular cariño con que Dios los ha amado.
Naturalmente, mi gratitud se dirige en primer lugar a la Santísima Trinidad, fuente de todos los dones; pero se dirige también a las familias de los nuevos presbíteros, por cómo han cooperado con la gracia de Dios —colaboración que no debe cesar después—, a fin de que la semilla de la vocación sacerdotal pudiese arraigar en el alma de estos hombres. Sigamos rezando por ellos y por todos los ministros de la Iglesia, en primer lugar por el Papa Benedicto XVI y por los obispos en comunión con él. Pidamos a Jesucristo, Sacerdote eterno, que suscite en todo el mundo muchas vocaciones sacerdotales. Impetrar este don es tarea y responsabilidad de todos los fieles, porque el sacerdocio ministerial es absolutamente necesario para la vida de la Iglesia y para el cumplimiento de su misión en el mundo.
2. Pero volvamos a las palabras de Moisés en la primera lectura. «No te olvides del Señor, tu Dios. Él es el que te sacó del país de Egipto, de la casa de la esclavitud; el que te ha conducido por el desierto grande y terrible, con serpientes venenosas y alacranes, por un secarral en el que no hay agua»[2]. Esta descripción, ¿no es acaso una imagen de nuestra peregrinación terrena, mientras nos encaminamos a la morada celestial? Sí. También nosotros hemos sido arrancados de la tiranía del pecado mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia; también nosotros hemos sido fortalecidos por el Espíritu Santo en la Confirmación, de modo que podamos derrotar al demonio y al pecado, simbolizados por las serpientes y los escorpiones; también nosotros caminamos por un terreno espiritualmente árido, pero la gracia de Dios —como rocío celeste— no nos falta nunca. En efecto, como recuerda Moisés, el Señor «es el que hizo brotar para ti agua de la roca de pedernal, el que te alimentó en el desierto con el maná, que no habían conocido tus padres»[3].
En esa agua de la roca, en aquel maná que bajó del cielo, los Padres de la Iglesia han reconocido un anuncio de la gracia del Espíritu Santo, capaz de hacer germinar la tierra árida y seca; una prefiguración del sacramento de la Eucaristía, en el que Cristo nos ofrece su cuerpo y su sangre, verdadera comida y verdadera bebida para la salvación de nuestras almas y del mundo entero. El mismo Jesús, después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, a quienes le pedían el alimento material, les responde: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo»[4].
Es lo mismo que la secuencia Lauda Sion, propia de esta solemnidad, expresa con una riqueza especial: «ecce panis angelorum, factus cibus viatorum, vere panis filiorum, non mittendus canibus»[5]; he aquí el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos: no debe ser tirado.
Demos, pues, gracias a Dios con la oración de alabanza que nos propone el salmo responsorial: lauda, Ierusalem, Dominum; collauda Deum tuum, Sion[6]. Glorifiquemos al Señor, agradezcámosle todas las maravillas que ha realizado en favor de su pueblo, y tratemos de prepararnos cada día mejor para recibir la Sagrada Comunión, mediante la purificación frecuente de nuestra alma en el sacramento de la Penitencia. Formulemos al mismo tiempo el propósito de hacer un apostolado constante de la Confesión y de la Eucaristía.
3. Me dirijo ahora más explícitamente a vosotros, queridos diáconos, que dentro de pocos minutos os convertiréis en sacerdotes de la nueva y definitiva Alianza sellada sobre el Calvario con la sangre de Cristo. A vosotros, hijos míos, la Iglesia os confía la atención pastoral de todos los fieles, especialmente de los de la Prelatura y de cuantos se acercan a los apostolados buscando una ayuda espiritual. Seréis dispensadores de los misterios de Dios. Con San Josemaría, nuestro amadísimo Fundador, os recuerdo que el sacerdote es juez, médico, maestro, padre y pastor.
Seréis jueces, en el nombre y con la autoridad de Jesucristo: perdonaréis los pecados en el sacramento de la Penitencia, «tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia»[7]. Como hemos aprendido de San Josemaría, mostraos siempre disponibles para administrar este santo sacramento.
En él seréis también médicos de las almas; podréis curar las enfermedades espirituales, fortalecer a los débiles, dirigir a innumerables personas por las vías del cielo. Para cumplir bien y de modo eficaz esta tarea, os exhorto con nuestro Padre a actuar «con mano maternal, con la delicadeza infinita de nuestras madres, mientras nos curaban las heridas grandes o pequeñas de nuestros juegos y tropezones infantiles»[8].
Seréis maestros, en la catequesis y en la predicación, que serán, por tanto —como decía San Josemaría— una de vuestras “pasiones dominantes”. Cultivad el deseo de dar a conocer la doctrina cristiana, secundando fielmente y en todo momento el magisterio de la Iglesia.
Seréis padres de las almas. El sacerdote, en efecto, hace nacer a los hijos de Dios en el seno de la Iglesia, mediante el Bautismo; los devuelve la vida divina y alimenta en ellos esta vida, con los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía; es capaz de ofrecer —en la dirección espiritual— los buenos consejos de una madre y de un padre; y, en el momento de dejar este mundo, acompaña el cuerpo a la sepultura, en espera de la resurrección de la carne, mientras sigue al alma hasta la morada celestial con sus oraciones.
Seréis pastores, a semejanza de Cristo, buen Pastor, que dio la vida por sus ovejas. Así vosotros, impulsados por la caridad pastoral, estad siempre a disposición de todos, sin reclamar ningún derecho; gastaos con alegría en el servicio de las almas.
4. Antes de terminar, hago mías las recomendaciones del Santo Padre Benedicto XVI durante una ordenación sacerdotal que confirió hace pocas semanas.
«Queridos Ordenandos —así se expresaba el Papa—, en el futuro deberéis volver siempre a este momento, a este gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está lleno de misterio, porque aquí se halla el origen de vuestra nueva misión. En esa oración silenciosa tiene lugar el encuentro entre dos libertades: la libertad de Dios, operante mediante el Espíritu Santo, y la libertad del hombre (...). La Iglesia, personificada por el obispo, que está de pie con las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que consagre al candidato; el diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y se encomienda a dicha mediación. El conjunto de esos gestos es importante, pero infinitamente más importante es el movimiento espiritual, invisible, que expresa; un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que lo envuelve todo, tanto en el interior como en el exterior»[9].
Dentro de poco impondré las manos sobre cada uno de vosotros, rezando en silencio. Luego invocaré al Paráclito en la oración consacratoria, con la que Dios hará de vosotros sacerdotes de Jesucristo para siempre. Estad seguros de que todos los presentes, y muchas otras personas en el mundo entero, os acompañan con sus oraciones.
Unámonos de todo corazón a la plegaria del Santo Padre por la Iglesia en China; meditemos sus palabras y pidamos al Señor que escuche sus súplicas.
Confiamos estos hermanos nuestros a María, Madre de los cristianos y, de modo particular, Madre de los sacerdotes: que Ella los acoja especialmente como hijos suyos amadísimos, del mismo modo que acogió a San Juan, el discípulo amado, bajo la Cruz de Jesús. Así sea.
[1] Misal Romano, Solemnidad del Corpus Christi. Primera lectura (Dt 8, 2).
[2] Ibid., 14-15.
[3] Ibid., 15-16.
[4] Evangelio (Jn 6, 51).
[5] Misal Romano, Solemnidad del Corpus Christi. Secuencia Lauda Sion.
[6] Misal Romano, Solemnidad del Corpus Christi. Salmo responsorial (Sal 147).
[7] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 78.
[8] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 158.
[9] BENEDICTO XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 27-IV-2008.
Romana, n. 46, enero-junio 2008, p. 75-78.