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Basílica de Loreto 1-III-2008

En la Misa celebrada tras la inauguración del Paseo de San Josemaría en Loreto.

1. Queridísimos hermanos y hermanas, estoy profundamente conmovido y feliz de celebrar el Santo Sacrificio en el altar del Santuario de la Virgen de Loreto, junto a la Santa Casa, tan venerada por los fieles de esta tierra y de todo el mundo.

Cada vez que vuelvo a Loreto siento en el corazón una profunda necesidad de dar gracias a Dios por la infinita y tiernísima bondad que nos ha manifestado al decretar la Encarnación de su Hijo en el seno de la Santísima Virgen María. Que el Verbo se haya hecho carne, hombre como nosotros, que haya caminado junto a nosotros en ésta, nuestra amada tierra, que haya encontrado refugio entre las piedras de esta Santa Casa, y no sólo refugio, sino también el afecto de una Familia santa y al mismo tiempo normalísima, es una gracia tan grande que ningún hombre habría podido jamás imaginarla. Jesús es verdaderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros, que nos ama con un corazón humano y nos permite y nos pide que le correspondamos de la misma manera: amándolo con todo nuestro “corazón de carne”, como le gustaba decir a San Josemaría.

Hemos escuchado, en las palabras de la Primera Lectura, el consejo del profeta: «¡apresurémonos a conocer al Señor!» (Os 6, 3). Él nos escucha en todo momento y nosotros debemos perseverar en la oración diaria, sin desanimarnos.

2. Con la Eucaristía que celebramos queremos dar gracias también a Dios por la presencia de María en la vida de San Josemaría Escrivá, el Fundador del Opus Dei, a quien Loreto —la ciudad, la diócesis y sus fieles— acaba de dedicar un camino que conduce a la Santa Casa. Ha sido una bonita iniciativa, que con el tiempo permitirá recordar a tantos peregrinos y a los fieles de la diócesis de Loreto lo importante que ha sido este santuario en la vida de San Josemaría Escrivá y, por tanto, en la historia del Opus Dei. Él vino a rezar muchas veces a la Santa Casa, pero fue particularmente importante la peregrinación, definida por él mismo como “penitente” que realizó en la vigilia de la solemnidad de la Asunción de María en el año 1951.

Llegó el 14 de agosto y quiso inmediatamente venir a la Santa Casa y reservar hora para celebrar allí la Santa Misa al día siguiente, a las 9:00. Doce años después, en una homilía, recordaba así aquél emotivo momento: «Quería decirla con recogimiento, pero no contaba con el fervor de la muchedumbre. No había calculado que, en ese gran día de fiesta, muchas personas de los contornos acudirían a Loreto, con la fe bendita de esta tierra y con el amor que tienen a la Madonna. Su piedad les llevaba a manifestaciones no del todo apropiadas, si se consideran las cosas —¿cómo lo explicaré?— sólo desde el punto de vista de las leyes rituales de la Iglesia. Así, mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba. Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa —que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José—, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios» (Es Cristo que Pasa, 12).

En aquél viaje, San Josemaría llevaba en el corazón un gran inquietud y el propósito de consagrar toda la Obra que el Señor le había confiado al Corazón Dulcísimo e Inmaculado de María. El Señor permitió que en aquellos años, no obstante todas las aprobaciones de la Santa Sede, se difundieran maledicencias y calumnias contra el Opus Dei.

En aquellos días, San Josemaría tenía el presentimiento de que se estaba preparando una insidia grave contra él y contra la Obra, que Dios había hecho nacer en sus manos en el seno de la Iglesia y con el único deseo de servir a la Iglesia. Aquél 15 de agosto de 1951 no conocía con precisión el alcance de la confabulación ni la identidad de sus promotores. En su santidad estaba convencido de que éstos actuaban de buena fe, los excusaba y rezaba por ellos. Pero sentía el deber de defender a la Obra, por amor a Dios y a las almas. Sin saber a quién acudir en la tierra, decidió acudir al cielo y consagró el Opus Dei al Corazón Inmaculado de María. Lo hizo durante la celebración de la Misa e inmediatamente después, rezando de rodillas en el pequeño deambulatorio que está detrás del altar. Estaba tan absorto en la oración, tan sereno al encontrarse como un niño entre los brazos de su Madre, que no se daba cuenta de que los numerosos fieles que pasaban pisaban su sotana, que al final descubrió toda polvorienta. La Virgen le infundió en el alma una profunda serenidad, la certeza de que el peligro sería evitado gracias a su intercesión.

3. Como hemos oído en el Salmo y en el Evangelio, el Señor no sabe, no quiere, resistirse a quien se dirige a Él con humildad, sino que siempre está dispuesto a acoger nuestras súplicas. Pero no olvidemos que la oración es sincera cuando es humilde, cuando estamos dispuestos a aceptar y cumplir todo lo que Él quiere de nosotros. Así sucedió en aquél tiempo de sufrimiento para San Josemaría. La misericordia divina lo acogió con la solicitud maternal de María, que se manifestó a través de la advertencia y el consejo del Cardenal de Milán, el Beato Ildefonso Schuster, y después con la ayuda del Cardenal Tedeschini, y sobre todo a través de la solicitud paternal del Papa Pío XII. De este modo se puso fin al peligro.

Agradeced conmigo a la Virgen, nuestra Madre, no sólo por aquella patente intervención, sino también por las innumerables gracias maternalmente concedidas a San Josemaría. Entre estas, quisiera mencionar la estima y la amistad fraternal que le han otorgado a San Josemaría los eclesiásticos —sacerdotes, religiosos, obispos, cardenales— que lo han tratado; especialmente los Papas que lo han conocido. Ciertamente comprendían que el Opus Dei ha nacido en la Iglesia y de la Iglesia, que es una pequeña parte de la Iglesia, y que no tiene otro fin que el de servir a la Iglesia.

Este sacerdote santo profesó siempre una obediencia incondicional a la Jerarquía, fruto de su amor filial y fraternidad sacerdotal. Las incomprensiones, como aquella que lo llevó a Loreto en 1951 —cosa frecuente en la vida de los santos—, resaltan aún más el abrazo maternal con el que la Iglesia siempre lo acogió.

4. Regresó a Loreto en varias ocasiones. Es bonito ver el elenco de los santos que han acudido a María en este santuario, entre ellos San Josemaría. Pienso que se puede aplicar a todos aquél modo de rezar que el Señor alabó en la parábola que acabamos de leer en la Misa: la oración del publicano, que «ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador”» (Lc 18, 13). El Señor concede a los santos una gran humildad; se sienten pecadores mientras están realizando cosas grandes en servicio de la Iglesia y de las almas, como le sucedía al Fundador del Opus Dei.

Muchas almas han aprendido de San Josemaría a tener un ardiente amor por la Iglesia, vivido de acuerdo a la situación personal de cada uno. Escribía en Surco: «prescindirás de los intereses personales, servirás a los demás por Dios, y ayudarás a la Iglesia en el campo donde se libra hoy la batalla: en la calle, en la fábrica, en el taller, en la universidad, en la oficina, en tu ambiente, en medio de los tuyos» (Surco, 14).

¡Cuánta necesidad hay, hoy en día, de este servicio en todos los campos del obrar humano! No de una defensa encrespada, sino de una evangelización audaz, de apostolado personal en todos los ambientes de la sociedad civil. En este sentido, añado que San Josemaría volvía frecuentemente con la mente a Loreto: desde el cielo os acompaña a todos con una continuidad constante. Esto es lo que pedimos hoy, aquí, a la Virgen, Madre de la Iglesia: Haz, Madre nuestra, que los hombres de nuestro tiempo dirijan la mirada hacia tu Hijo, el Verbo, que se hizo carne y habitó entre nosotros. Así sea.

Romana, n. 46, Enero-Junio 2008, p. 61-63.

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