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Barcelona 16-V-2008

En la bendición de la estatua de San Josemaría en Montalegre.

Queridos hermanas y hermanos, queridos hijas e hijos:

Nos hemos reunido aquí..., iba a decir una pequeña reunión pero la realidad me contradice. Nos hemos salido del marco de la discreción del Opus Dei, y esto es multitudinario. Hay que dar gracias a Dios porque va bendiciendo la labor de la Obra como un mar que no puede contenerse, pero a la vez tenemos que procurar que no se nos escape del alma la necesidad de esa humildad personal y colectiva.

Nos hemos reunido aquí para dar gracias a Dios por nuestro Padre, por este santo que nos ha precedido y que nos ha generado al camino de la Obra. Démosle gracias pero, tengo la seguridad, de que nos diría a todos, Numerarias, Numerarios, Agregadas, Agregados, Numerarias auxiliares, Supernumerarias y Supernumerarios, Cooperadoras y Cooperadores; nos diría: «sí, sí, yo comprendo que deis gracias, pero con hechos, con una vida cristiana, con una vida que cada día quiere estar mucho más cerca del Señor en una lucha de la vida ordinaria que nos ayude constantemente a tener esa vida contemplativa que es el mensaje del Opus Dei: santificar las distintas circunstancias. Pienso que en no pocas ocasiones hemos oído comentar a nuestro Padre la escena del Evangelio con la que hoy celebramos esta pequeña ceremonia, que también se ha puesto en la Misa en honor de San Josemaría.

Nuestro Padre hacía tantas consideraciones que podríamos detenernos aquí larguísimo tiempo. Solamente quiero deciros y recordaros aquella consideración tan estupenda de que el Señor se mete en nuestras vidas sin pedirnos permiso. Y como Pedro, tenemos que tener la generosidad de darle nuestra pobre barca. Mirémoslo bien. Aunque tuviéramos muchas cualidades, con respecto a ese Dios infinitamente perfecto, son cuatro tablas. Hay que dejar que Cristo entre en nuestras vidas, y después ir mar adentro llevándole por todos los sitios allí donde nos encontremos. Aquí, en este barrio, donde gracias a Dios se desarrolla esa labor importantísima de asistencia social, donde tenemos que ir a atender a nuestras hermanas y a nuestros hermanos para que conozcan la gran ventura de que se sepan hijas e hijos de Dios y como tales se comporten.

Como no tenemos, personalmente, más condiciones que los demás, démonos cuenta de que la labor tendrá aquí más proyección en la medida en que cada una y cada uno quiera dejar que ese Cristo nuestro nos gobierne completamente. ¿Y cómo lo conseguiremos, todas y todos? Con una docilidad generosa y total en la dirección espiritual. Hemos oído comentar a nuestro Padre muchas veces: «eficacia de la docilidad y de la obediencia; unos hombres expertos en el mar que sin embargo tienen que rendirse a esa indicación, que aparentemente es contradictoria de lo que son las reglas de la pesca: en pleno día, echar la red». Pero como obedecen, como son dóciles, como debemos ser nosotros, mujeres y hombres obedientes en la dirección espiritual, decía nuestro Padre «eficacia de la obediencia: no solamente pescan —y pescan una cantidad abundantísima—, sino que la obediencia y la caridad hace que tenga que llamar a los otros». Pues de cómo nos comportemos nosotros, de cómo seamos dóciles a la voz de Dios, a lo que nos van pidiendo para ese subir, para salir hacia Él, depende que otras muchas personas —¡aquí concretamente!— le atiendan y le entiendan.

Vamos a pedirle al Señor que le dejemos gobernarnos con garbo y le dejemos gobernarnos aunque nos pida mucho; y también, que sepamos hacer lo que nos indican porque así tenemos la seguridad de que no nos equivocamos.

Terminamos acudiendo a quien ha sido maestra de obediencia, maestra de humildad. Cómo saboreaba nuestro Padre aquellas palabras que sus hijas repiten y que tienen en la boca como su fuese un estribillo: ancilla Domini.

Ella, Maestra de todo para la vida cristiana, nos tiene que enseñar a ser buenos discípulos en el apostolado, en el servicio a los demás y concretamente en ponernos constantemente a la disposición de las otras personas.

Aquí en Cataluña tiene que haber mucha labor apostólica: depende de la disponibilidad de cada una y de cada uno. No dejemos que el Señor pase de largo, sino que le atendamos y le digamos: “Lo que Tú quieras, Señor”.

Romana, n. 46, enero-junio 2008, p. 74-75.

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