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Loreto 1-III-2008

En la inauguración del Paseo de San Josemaría. Palabras antes de comenzar el Vía Crucis.

Desearía agradecer de todo corazón a las autoridades eclesiásticas y civiles que promovieron esta iniciativa. Permítanme decirles que “era una cosa que se debía hacer”, porque San Josemaría se ha sentido completamente italiano; amó a Italia —no os ofendáis— más que los propios italianos, y ha llevado siempre en el corazón esta ciudad de Loreto. Las razones son obvias: aquí se encuentra la Santa Casa de Nazaret, lugar donde vivió muchos años la Sagrada Familia de Jesús, María y José; y aquí venía con frecuencia para abandonar en el Corazón de la Madre de Dios y Madre nuestra todos los pensamientos de su corazón, en las circunstancias más variadas.

Al revivir el Vía Crucis a lo largo del camino que hoy será llamado “San Josemaría”, me viene a la cabeza que este santo ha sido escogido por Dios para recordar a todas las personas de todas las condiciones sociales que «se han abierto los caminos divinos de la tierra». Toda situación humana honesta, todo trabajo, toda profesión, todo estado de vida de una persona normal, puede hacerse “camino de santidad”, camino para llegar al cielo, lugar para encontrar a Dios y servir a sus hermanos y hermanas. Por esto a San Josemaría le gustaba mucho la palabra camino (que utilizó para titular uno de sus primeros libros) y la palabra calle (decía que los cristianos deben ser santos nel bel mezzo della strada, en medio de la calle). Le gustaba también contemplar a Cristo que pasa a lo largo de los caminos del mundo haciendo el bien.

Además en este camino se contemplan las estaciones del Vía Crucis. ¡Cuantas veces nos ha dicho que si queremos ser cristianos coherentes y, por tanto, también apostólicos, tendríamos que encontrar la Cruz en nuestro camino! ¡A cuantas personas ha enseñado a amar y abrazar la Santa Cruz de Cristo como único camino hacia la Resurrección, hacia Pentecostés y hacia la gloria del cielo! Ha vivido personalmente y ha impulsado a tantas personas a amar la devoción del Vía Crucis, como medio para unirse a la Pasión y Muerte de Cristo, y por tanto para identificarse con Él. Recuerdo haber recitado junto a él y a S.E. Mons. Álvaro del Portillo, su primer sucesor al frente del Opus Dei, los textos de las estaciones del Vía Crucis; y me acuerdo, como si fuese hoy, de su ejemplar devoción. Llevaba consigo, escritas en la agenda, las catorce estaciones del Vía Crucis, para meditarlas con frecuencia, de modo especial en los días de Cuaresma.

Nos animaba a conservar en la memoria, como si fuera una película que estamos viendo, los momentos en los cuales se cumple la redención de la humanidad, de modo que nos metamos siempre en las escenas como un personaje más, para arrepentirnos de nuestras faltas, para estar junto a Jesús, para amarle, para escuchar la llamada de Dios, para ser corredentores con Cristo junto a María. Recuerdo que un día, mientras nos mostraba, con atención y respeto, una reliquia de la Santa Cruz, nos habló a fondo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. Nos decía: «Nosotros amamos la Cruz, debemos amarla sinceramente, porque donde está la Cruz está Cristo con su Amor, con su presencia que todo lo abarca».

En el prólogo de su libro sobre el Santo Rosario escribe que «el principio del camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor hacia María Santísima». Por otro lado, en medio del camino del Vía Crucis, la tradición siempre ha visto la presencia de María; y a su término, bajo la Cruz, stabat Mater, estaba la Madre de Jesús, la nueva Eva, fuerte como su dolor, para engendrarnos a la fe y a la vida cristiana. Al inicio, durante y al final de la vida; María no nos abandona nunca. Por esto me alegra particularmente que esta vía de la Cruz lleve al Santuario de la Santa Casa.

Me alegra pensar que en el gozo del cielo, el evento de hoy alegre a San Josemaría, al ver que su devoción a la Cruz, su amor a María Santísima, y sus palabras llenas de fe hacia Cristo que sufre para nuestra salvación, ayudarán a muchos peregrinos a subir hacia el altar de Dios: el Dios que, en la Santa Misa, llena de alegría la juventud perenne del alma cristiana. Este es el deseo y la oración que —unidos a san Josemaría— dirigimos hoy a la Madre de Dios, rezando de modo particular por todos los habitantes de Loreto.

Romana, n. 46, Enero-Junio 2008, p. 82-83.

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