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En la ordenación diaconal de 36 fieles de la Prelatura, Basílica de San Eugenio, Roma 24-XI-2007

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos hijos míos que vais a recibir el diaconado.

Me vienen a la memoria las palabras con las que San Josemaría, en el año 1956, comenzaba una carta dirigida a los sacerdotes incardinados en el Opus Dei: «os habéis ordenado para servir (...). Vuestra misión sacerdotal es una misión de servicio»[1].

Estas palabras —para servir— se ajustan muy bien a la circunstancia que hoy nos ve reunidos en esta Basílica de San Eugenio. No sólo porque treinta y seis fieles de la Prelatura recibirán el orden del diaconado, sino también porque en la Santa Misa, haciendo presente y actual la obra salvífica cumplida en el Calvario, Nuestro Señor Jesucristo nos invita a participar personalmente en la gran obra de servicio a la humanidad, que es la Redención.

Querría recordaros que el deseo de servir a Dios y a todas las almas ha de ser una de las características esenciales de los cristianos, de todos nosotros, laicos y sacerdotes. Y dando gracias al Señor por su misericordia, nuestro Fundador añadía en el documento que acabo de citar: «os conozco, y sé que esta palabra —servir— resume vuestros afanes, vuestra vida toda, y es vuestro orgullo y mi consuelo»[2].

La solemnidad de Cristo, Rey del universo, hace visible con particular evidencia este intenso deseo. El reino prometido a David, al que se refiere la primera lectura, no era más que un anuncio —una sombra respecto a la realidad— del reino mesiánico que Cristo vendría a instaurar. En efecto, el reino de Cristo —«reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz», como proclamamos en el Prefacio— no se conquista con la fuerza, sino con la humildad; no consiste en el dominio, sino en el servicio; no se identifica con el poder político o económico, sino con el perdón de los pecados y la abundancia de la gracia de Dios (cfr. Col 1, 12-20).

Todo esto, que ha sido realizado plenamente por Cristo en el Calvario, se hace presente de modo sacramental en cada celebración eucarística. La Santa Misa es el principal servicio que la Iglesia, y en su nombre los ministros sagrados, pueden hacer a la humanidad. Lo confirmaba de nuevo Benedicto XVI con ocasión de una ordenación sacerdotal, enseñando que «el misterio de la Cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor: es el gran servicio que Él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la Sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros»[3].

Considerad cuál es el trono triunfal de Cristo: el madero de la cruz, como enseña San Lucas en el evangelio de la Misa de hoy. Siempre me ha conmovido la escena que acabamos de escuchar. Jesús, en la cruz, a punto de expirar, oye la humilde oración del buen ladrón. Detengámonos una vez más en este diálogo humano y divino: en tantas ocasiones, estas palabras nos darán fuerza y confianza para volver de nuevo al Señor. Ante la petición de Dimas —«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues en tu reino»—, el Señor respondió: «en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 42-43). Como le gustaba decir a San Josemaría, aquel ladrón «reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo»[4]. ¡Tan grande es la fuerza de la contrición, del dolor sincero por nuestros pecados, con el propósito de no cometerlos nunca más!

Todos nosotros, en cuanto fieles cristianos, estamos llamados a colaborar con Cristo en la aplicación de la obra redentora. Para realizar este servicio, disponemos de todo lo necesario: la oración y los sacramentos. Recemos, pues, por nuestros parientes, amigos y conocidos; invitémosles a recibir con frecuencia la Penitencia, sacramento de la misericordia divina, y la Eucaristía, sacramentum caritatis, que es prenda de la vida eterna.

Cada uno debe realizar este servicio con el ejemplo de una conducta intachablemente cristiana, con una palabra oportuna, con un buen consejo... Vosotros, hijos míos diáconos, además de estos modos que son comunes a todos los fieles, desde hoy estáis llamados a colaborar en la extensión del reino de Cristo mediante el ejercicio del diaconado, que os capacita para prestar —en nombre de Cristo y de la Iglesia— el servicio del altar, de la palabra y de la caridad. Después, cuando recibáis el presbiterado, vuestro modo de colaborar será mucho más eficaz aún, ya que podréis actuar en el nombre y en la persona de Cristo, especialmente en el Sacrificio eucarístico.

Todos los fieles, en cuanto miembros del Cuerpo Místico de Cristo, tienen el derecho y el deber de participar en la misión de la Iglesia y, por tanto, en su trabajo a favor de la unidad de los cristianos. Os recuerdo que, para acelerar el momento de la deseada y completa unión de los cristianos, bajo la guía del Romano Pontífice, el instrumento principal es una oración constante y llena de fe. Recemos, pues, por el Papa y por todos sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia; recemos por los Obispos, por los sacerdotes, por los seminaristas del mundo entero. Oremus pro unitate apostolatus: ésta es la primera y fundamental manera de colaborar. En esta oración hemos de integrar también el ofrecimiento del trabajo y del descanso, de las alegrías y de las dificultades de la vida.

Son muy actuales estas reflexiones, ya que, como sabréis, el Santo Padre ha celebrado esta mañana un Consistorio público para el nombramiento de nuevos Cardenales. Invoquemos al Espíritu Santo para que sean —como reza la antigua fórmula de su juramento— fideles usque ad sanguinis effusionem, fieles a la Iglesia y al Papa hasta la muerte. Además, en los días pasados, Benedicto XVI ha sometido al Colegio Cardenalicio el estudio de algunos temas relacionados justamente con el ecumenismo. Tratemos de sentir, también nosotros, la urgencia de este ardiente deseo, rezando por esta intención con mayor intensidad y constancia.

No quiero terminar sin aludir a un significativo acontecimiento que recordaremos en el Opus Dei dentro de pocos días, el 28 de este mismo mes: el vigésimo quinto aniversario de la erección de la Prelatura personal de la Santa Cruz y Opus Dei.

Ya he tenido ocasión de comentar que esta fecha, para los fieles de la Prelatura, los sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, los cooperadores y todas las personas que colaboran con los apostolados de la Obra, ha de ser una ocasión de agradecer fervorosamente a la Santísima Trinidad el don que nos concedió hace veinticinco años, y tantos otros que se han sucedido en el curso de estos lustros.

A pesar de nuestra pequeñez, son innumerables los servicios pastorales que la Prelatura, en plena sintonía con el espíritu que el Señor infundió en el alma de San Josemaría el 2 de octubre de 1928, ha prestado a la Iglesia universal, a las Iglesias locales y a un número grandísimo de almas de todo el mundo y de toda clase social. Ante esta realidad, nuestra oración se resume en una sola frase: Deo omnis gloria!, demos a Dios toda la gloria.

Además de a Dios y a la Virgen, nuestra gratitud se dirige de modo especial al inolvidable Papa Juan Pablo II, que erigió la Prelatura con su autoridad apostólica. Damos también las gracias a nuestro Padre, sacerdote fidelísimo al querer divino, y al queridísimo don Álvaro del Portillo, que con la ayuda de Dios llevó a término el encargo que le había confiado nuestro Fundador.

Queridos hermanos y hermanas, hijas e hijos queridísimos. Confiemos nuestro agradecimiento a la Virgen, Madre nuestra, por cuya intercesión nos llegan todas las gracias del cielo. Os animo a vivir cada día muy cerca de María. De este modo, el período que se abre el próximo 28 de noviembre, y que durará hasta el 28 de noviembre de 2008, será verdaderamente un año mariano para todos nosotros.

¡Sea alabado Jesucristo!

[1] SAN JOSEMARÍA, Carta 8-VIII-1956, n. 1.

[2] Ibid.

[3] BENEDICTO XVI, Homilía en una ordenación sacerdotal, 7-V-2006.

[4] SAN JOSEMARÍA, Via Crucis, XII estación, n. 4.

Romana, n. 45, julio-diciembre 2007, p. 277-279.

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