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En la Jornada Mariana de la Familia, Santuario de Torreciudad , Torreciudad 8-IX-2007

Queridísimos hermanos y hermanas:

Te damos gracias Dios Uno y Trino, también a ti Santa María, por el don que nos haces de participar en esta decimoctava Jornada Mariana de la familia, en el Santuario de Torreciudad.

Nos sentimos bien unidos, por la Comunión de los Santos, a todas las familias de España, del mundo, pidiendo la bendición más copiosa del Cielo para cada hogar. El amor y la cercanía a Nuestra Madre, que el Fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer, vivió y nos inculcó apasionadamente, será siempre recurso seguro, para nosotros y para las familias, mientras recorremos los caminos de esta tierra. Es lógico que acudamos especialmente a la Virgen María con el fin de aprovechar estas jornadas al amparo de la Familia de Nazaret, modelo perpetuo y cercano de la verdadera familia. Pero, además, hoy se añade una circunstancia, que es motivo de particular alegría: con toda la Iglesia celebramos la gran fiesta de la Natividad de la Madre de Dios.

El lema escogido para este año es La familia, santuario de la vida. Son palabras que concuerdan muy bien con la festividad de hoy, porque Nuestra Madre es el primer Santuario de la Vida. Dichosa eres, y digna de toda alabanza: «de ti salió el sol de justicia, Cristo, nuestro Señor», como expresa la antífona de entrada de la misa.

Nos llenamos de gozo porque conmemoramos la venida a este mundo nuestro, de María, la Madre de quien es la Vida, con mayúscula. En los designios amorosos de Dios, correspondió a Ella la dicha y el cumplimiento de lo que ya había anunciado el Señor por el Profeta: «la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel»[1]. Por eso, María es también la puerta por donde se accede a la Vida, por donde se profundiza en el camino de amar santamente a Cristo. Gracias Madre porque, como nos enseñaba San Josemaría, «con esa palabra tuya —fiat—nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!»[2]. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», dice el Señor (Jn 14, 6), y comenta San Agustín: «Él es la Vida por tenerla desde toda la eternidad junto al Padre (cfr. Jn 1, 4), y porque nos hace, mediante la gracia, partícipes de esa misma vida divina» (De verb. Dom. Serm. 54). Aquí radica nuestra seguridad, aunque se alcen muchas dificultades, a lo largo de nuestro paso por esta tierra.

Con toda claridad nos lo confirma el apóstol San Pablo, en su Carta a los Romanos: «Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios»[3]. Con una intensa fe y esperanza teologales, San Josemaría lo resumía con tres palabras: omnia in bonum!: para los que aman a Dios todas las cosas son para bien. No nos asuste la abundancia del mal. ¡Dios puede más!: es omnipotente, misericordioso, fiel a sus promesas; es, como escribe San Juan, un Dios que nos «amó hasta el extremo»[4]. Y, para que no tengamos duda alguna, San Mateo concluye el Evangelio que acabamos de leer con el significado del nombre Enmanuel: «Dios-con-nosotros»[5].

Queridas familias: pidamos a la Santísima Virgen de Torreciudad que todas las familias del mundo aprendan a ser santuario de la vida; en primer lugar, que acojan gozosamente —porque es una bendición divina—, cada hija o hijo que Dios les envía. Os recuerdo unas palabras de mi queridísimo predecesor Mons. Álvaro del Portillo: «el Señor se complace en las familias numerosas, hoy más necesarias que nunca. Con la cultura del bienestar material —del egoísmo—, apoyándose en mil sinrazones, se ha organizado la propaganda del miedo a los hijos; el rechazo a la prole que el Señor concede ha cundido en tantos lugares, y de modo más alarmante en los países donde impera el hedonismo: se ha pervertido el orden natural, para dar paso a una apología de los instintos (...). Vosotros y vosotras —concluía D. Álvaro—, todos, tenemos por delante una tarea maravillosa. Vosotros pedid al Señor que os bendiga con una corona de criaturas, para educarlas como buenos hijos de Dios»[6].

Ocupémonos siempre de que las familias se esmeren también en aceptar y en acrecentar, cada día con más ardor, la vida divina que Jesucristo nos ha traído con la Redención; y de modo particular, que deseen ardientemente —y supliquen a Dios con constancia e insistencia— que el Señor llame a sus hijos a su servicio para lo que Él quiera, a través de una conducta sinceramente cristiana. Estos son los mejores tesoros que se guardan en los hogares.

Conocéis de sobra que la familia es imprescindible para la sociedad y para la Iglesia, porque es el ámbito de la formación integral y de la transmisión de la fe. Como recordaba el Papa Benedicto XVI, «las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia (...), así como para ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales»[7]. Ahora, queridísimos hermanos, en estos momentos, en que las realidades de la familia y del matrimonio, de un hombre con una mujer, se encuentran sometidas a grandes peligros y amenazas, se nos presenta la ocasión de demostrar con las palabras y con los hechos la grandeza de estas verdades fundamentales.

Por eso, pedidle a Dios una descendencia numerosa, insisto. Pero no os conforméis sólo con que esos hijos vengan al mundo. Seguid dando —como lo hacéis— vuestra existencia entera por cada uno de ellos. Dadles también, constantemente, vuestro amor y sentido sobrenatural para que sepan conducirse como buenos cristianos y, por tanto, como buenos ciudadanos. No os conforméis nunca con lo que ya habéis hecho, por mucho que haya sido. Tened en cuenta que, como repite con frecuencia el Santo Padre, «en la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”»[8].

En este sentido, querría comentar brevemente un aspecto particularmente importante: si os interesa —¡que os interesa!— que vuestras casas sean santuarios de la vida, donde se respire ese estupendo clima, tened muy en cuenta, como explica Benedicto XVI, que «para una auténtica obra educativa no basta una buena teoría o una doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar»[9].

Por tanto, si deseáis alcanzar esa cercanía con cada hija, con cada hijo, dedicadles lo mejor de vuestro tiempo —«los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso», repetía San Josemaría—[10]; escuchadles sin prisas; mostradles confianza; dialogad con ellos; almorzad y cenad con ellos siempre que podáis —haciendo todo lo que esté en vuestras manos para conseguirlo—; procurad participar juntos en las celebraciones litúrgicas y en las fiestas de familia; convivid, ayudadles al compás del “día a día”. A través de la cotidiana unidad familiar aprenderéis en primer lugar vosotros; y además, con vuestro ejemplo —«los padres educan fundamentalmente con su conducta»—[11], crecerán las virtudes en esas criaturas. Apreciaréis, a la vez, cómo maduran ellas y ellos; también cómo los mayores van “tirando” hacia arriba de los pequeños, y agradeceréis a Dios ese hogar vuestro, verdadero semillero de vida. Sin olvidar que, como premio a vuestra generosidad y a vuestra entrega, serán capaces de responder a su vocación cristiana, en la forma que el Señor les proponga.

Me atrevo, en este sentido, a transmitiros un deseo, que llevo en mi corazón: ambicionad que Dios regale el don del celibato apostólico para vuestras hijas o hijos, si ésa es su Voluntad. Vedlo siempre como algo gozoso, porque realmente lo es. Comentaba en una ocasión San Josemaría: «un cristiano que procura santificarse en el estado matrimonial, y es consciente de la grandeza de su propia vocación, espontáneamente siente una especial veneración y un profundo cariño hacia los que son llamados al celibato apostólico: y cuando alguno de sus hijos, por la gracia del Señor, emprende ese camino, se alegra sinceramente»[12].

Además, os recuerdo que, al realizar vuestra labor de madres y de padres, no estáis solos. Contáis con la ayuda de tantas personas que rezan por vosotros, y que están dispuestas a ayudaros en la educación de los jóvenes. Pero, sobre todo, contáis con el auxilio de Dios. El Señor os acompaña constantemente. En esta tarea de la formación y de la transmisión de la fe, debemos cuidar, en primer término, los medios sobrenaturales: la oración, el trato asiduo con el Señor, la recepción de los sacramentos. Rezad, hablad de vuestros hijos con Dios. Añado lo que señalaba con frecuencia San Josemaría: «Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean (...) que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras»[13].

«Dios-con-nosotros». El mismo Cristo se ha quedado realmente presente, «todos los días hasta el fin del mundo»[14], en la Sagrada Eucaristía. Él es el Pan de Vida: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente»[15]. Alimentad y sostened vuestra vida familiar con este tesoro divino, para que tengan vida todos sus miembros. Procurad participar, al menos, en la misa dominical; pero si podéis hacerlo todos los días, mejor. Y acudid a adorar a Jesús Sacramentado, con visitas breves, o acompañándole desde vuestro hogar, desde el sitio de trabajo.

Comportaos de modo que vuestros hijos palpen vuestra fe y vuestra piedad ante la presencia real de Jesucristo, cuando hacéis una genuflexión ante el sagrario; cuando seguís con atención y devoción cada una de las partes de la Santa Misa, o cuando os preparáis con dignidad y reverencia —hasta en el atuendo personal— para recibir al Señor en la Sagrada Comunión. Don Álvaro del Portillo, solía recordar que la Santísima Virgen «para que fuera digna de llegar a ser Madre de Dios, fue concebida sin mancha de pecado original, preservada inmune de cualquier culpa personal, por leve que pudiera parecer, y enriquecida con toda clase de dones y gracias por el Espíritu Santo»[16]: Ella ha sido el primer santuario de vida.

Queridas familias, os vuelvo a repetir: «¡No tengáis miedo a la vida! ¡La fuerza divina se demuestra siempre mucho más potente que todas las dificultades! Esa fuerza se nos entrega del modo más incomparablemente grande en la Eucaristía»[17], como decía Juan Pablo II repitiéndolo desde el inicio de su Pontificado, y añadía: «el futuro de la humanidad se fragua en la familia»[18].

Acudimos a la intercesión de la Sagrada Familia de Nazaret: que sea para todos y para nuestros hogares punto de referencia, objeto de oración constante y confiada. Y, al mismo tiempo, que sea un modelo en nuestro empeño de dar testimonio de Cristo y de llevar, a quienes nos rodean, la vida de los hijos de Dios. Así sea.

[1] Mt 1, 23

[2] Cfr. SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 512.

[3] Rm 8, 28.

[4] Jn 13, 1.

[5] Mt 1, 23.

[6] ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta 24-I-90, n. 45.

[7] BENEDICTO XVI, Discurso, 6-VI-05.

[8] Ibídem.

[9] Ibídem.

[10] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 27.

[11] Ibídem, n. 28.

[12] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 92.

[13] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 28.

[14] Mt 28, 20.

[15] Jn 6, 51.

[16] Cartas de Familia, vol. II, n. 389.

[17] JUAN PABLO II, Carta a las Familias, n. 18.

[18] JUAN PABLO II, Exh. Ap. Familiaris Consortio, n. 86.

Romana, n. 45, Julio-Diciembre 2007, p. 271-274.

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