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Roma 23-III-2006

En la Misa en sufragio por el alma de Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio, Roma

1. Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy el duodécimo aniversario de la muerte del siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo. Al ofrecer la Santa Misa en sufragio por su alma, cumplimos un deber de caridad cristiana, aunque estamos convencidos de que goza ya de la felicidad eterna. Son muchas, en efecto, las personas que en todo el mundo acuden a él de modo privado, con la confianza de ser escuchadas por el Señor a través de su intercesión.

El aniversario de hoy constituye para todos nosotros una invitación a elevar la mirada hacia la meta definitiva de nuestra existencia. Nos lo recuerda la liturgia, haciéndonos escuchar el grito de Job: «Bien sé yo que mi defensor vive y que Él, el último, se alzará sobre el polvo»[1]. Es un clamor de confianza y de victoria. En medio de sus sufrimientos, Job tiene fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna; por esto añade: Y «después de que mi piel se haya destruido, desde mi carne veré a Dios. Yo lo veré por mí mismo, mis ojos lo contemplarán y no otro»[2].

Este pasaje bíblico nos recuerda una de las verdades fundamentales de la fe: después de la muerte, si hemos sido fieles a las exigencias de nuestra vocación cristiana, nos espera la felicidad eterna, que deriva de la contemplación de Dios y de la participación en la vida divina. Y, en el fin de los tiempos, cuando el Señor vuelva glorioso sobre la tierra, esperamos también la resurrección de la carne.

En la segunda lectura, San Pablo nos muestra el fundamento de nuestra esperanza: el hecho de que hemos sido redimidos por Cristo y hechos hijos de Dios por la acción del Paráclito. «Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, —nos enseña— éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”»[3].

Unidos a Cristo, los cristianos no hemos de tener miedo de nada: con Él somos siempre vencedores. «Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro»[4].

2. El verdadero mal, del cual debemos huir absolutamente, es el pecado. Por este motivo, como afirma el Papa, «el verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la alegría y la esperanza»[5].

Es éste el mensaje fundamental de la Cuaresma. A medida que avanza este tiempo litúrgico debería crecer en nosotros el deseo de purificación. La Cuaresma, en efecto, nos recuerda que nuestra vida terrena es tiempo de lucha. «Militia est vita hominis super terram»[6]. «Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra Satanás, “origen y causa de todo pecado” (Rito del bautismo, Profesión de fe). Es un combate que implica a toda la persona —prosigue el Santo Padre— y exige una atenta y constante vigilancia»[7].

Arma fundamental en esta lucha es el sacramento de la penitencia, instituido por Cristo para la remisión de los pecados. Ayudar a sus hijos a vencer a Satanás es el fin que se propone la Iglesia al dar el precepto de acercarse a la confesión sacramental y a la Eucaristía, al menos una vez al año con ocasión de la Pascua.

Recuerdo la insistencia de Mons. Álvaro del Portillo, que seguía las huellas de San Josemaría, al exhortar a la práctica de la confesión. Vivir en gracia de Dios es, en efecto, el presupuesto indispensable para cultivar la vida interior. Por eso don Álvaro nos espoleaba a ayudar a los demás a recibir este sacramento. «Derrochad mucha paciencia con las personas que tratáis —nos decía— sin desanimaros cuando no respondan. Dedicadles tiempo, queredlas de verdad, y acabarán rindiéndose al Amor de Dios que descubrirán en vuestra conducta. Y no olvidéis que cada paso que dan nos obliga a ayudarles más»[8].

También yo quería alentaros a hacer lo mismo. Siempre, pero de modo particular si se trata de personas que se encuentran lejanas a la fe, este apostolado deber ir precedido, acompañado y seguido de la oración y de la mortificación. Y no tengáis miedo de insistir. Después de la primera vez que se acerquen a la confesión, quizás al cabo de mucho tiempo, será necesario volver a alentarles —siempre con delicadeza, con un gran respeto por su conciencia, pero con audacia—, hasta que comprendan que, para ser buen cristian, es necesaria una vida sacramental sólida y constante. Tened la certeza de que de este modo les estáis prestando el mayor de los favores.

3. Además de la invitación a huir del pecado, la Cuaresma nos recuerda que debemos acercarnos al Señor mediante una oración más continua, una penitencia más intensa, una preocupación más eficaz por el bien espiritual y material de los demás.

Vida de oración, en primer lugar. Para amar a Dios es necesario conocerlo. Y el camino que conduce a Dios es Jesucristo, como Él mismo nos ha enseñado: «ego sum via et veritas et vita»[9], Yo soy el camino, la verdad y la vida. Y también en el Evangelio de hoy: «nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo»[10] Siento la necesidad de contaros un recuerdo: poco antes de rendir el alma a Dios, el queridísimo don Álvaro pudo acercarse a Getsemaní, donde rezó con toda la humanidad, unido a la oración de Cristo. Los momentos que transcurrió en aquel lugar impresionaron a muchas personas que pudieron contemplar su recogimiento. Superemos los respetos humanos: aunque no buscamos llamar la atención, es una cosa buena que los demás vean que los cristianos rezamos.

Busquemos, pues, crecer en intimidad con Dios frecuentando con amor a Jesús en la eucaristía y en la oración personal. “¡Pan y palabra! — escribe San Josemaría—. Hostia y oración. Si no, no vivirás vida sobrenatural”. Cumpliremos más fácilmente estos propósitos si dedicamos un tiempo diario a conversar personalmente con el Señor, si frecuentamos la Santa Misa más veces a lo largo de la semana —ojalá fuera cada día—, si tenemos la costumbre de hacer un breve examen de conciencia por la noche antes de ir a descansar.

Espíritu de sacrificio en segundo lugar. Actualmente muchas personas se escandalizan de estas palabras —mortificación, penitencia— y hacen todos lo esfuerzos posibles para huir, inútilmente, de todo género de dolor. No se dan cuenta de que el sufrimiento —además de ser inevitable mientras que vivamos sobre la tierra—, desde que ha sido redimido por Cristo en la Cruz, puede llegar a ser un medio de purificación, de crecimiento espiritual. «Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad»[11].

Por último, la Cuaresma nos invita a practicar con mayor generosidad las obras de caridad espiritual y corporal. Este tema ha sido recientemente tratado por Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, que os invito a releer. En esas páginas, entre otras cosas, el Santo Padre subraya la íntima relación existente entre el amor de Dios y el amor al prójimo. «Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios (...) Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo»[12]. Por el contrario, «si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina»[13].

A la luz de estas consideraciones, examinemos si las relaciones con las personas con las cuales nos encontramos más frecuentemente —en la familia, en el ambiente de trabajo— están animadas por el espíritu de servicio, es decir, de un espíritu que no busca el propio interés sino el bien de los demás, para imitar así al hijo del hombre, «que no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos»[14]. Me gusta recordar que desde el lejano 1948 el queridísimo don Álvaro tuvo ocasión de recorrer toda Italia, desarrollando en diversas ciudades un fecundo apostolado. No podía contar con ningún medio material, pero amaba al Señor y a las almas; nos ha dejado un buen ejemplo, para nuestra vida cotidiana.

Sintiendo la cercanía de María, Refugio de los pecadores, Auxiliadora de los cristianos, Madre de la Iglesia, formulamos el propósito de recorrer con nuevo impulso lo que queda de la Cuaresma. Será un modo de honrar el recuerdo de Mons. Álvaro del Portillo en el aniversario de su dies natalis. Así sea.

[1] Job 19, 25.

[2] Ibid. 19, 26-27.

[3] Rm 8, 14-15.

[4] Rm 8, 38-39.

[5] BENEDICTO XVI, Homilía en el Miércoles de Ceniza, 1-III-2006.

[6] Job 7,1 (Vg).

[7] BENEDICTO XVI, Homilía en el Miércoles de Ceniza, 1-III-2006.

[8] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta pastoral, 1-III-1984.

[9] Jn 14,6.

[10] Mt 11,27.

[11] SAN JOSEMARÍA, Surco, n.887.

[12] BENEDICTO XVI, Encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005, n.18.

[13] Ibid.

[14] Mt 20, 28.

Romana, n. 42, Enero-Junio 2006, p. 71-74.

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