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Chieti 12-II-2006

En el aniversario de la dedicación de una plaza a San Josemaría, Catedral de Chieti, Italia

Queridísimos hermanos y hermanas:

Estoy profundamente agradecido al Señor, que me ha regalado la posibilidad de celebrar esta Liturgia dominical junto con todos vosotros. Doy gracias a Dios también por el afecto que demostráis hacia San Josemaría, a quien habéis querido dedicar una plaza de vuestra ciudad, un gesto que agradezco a las autoridades civiles y religiosas y a todos los ciudadanos de Chieti.

La liturgia de la Palabra de este VI domingo del tiempo ordinario nos ayuda a profundizar en algunos de los aspectos centrales de nuestra fe cristiana. En la primera lectura, extraída del libro del Levítico, se nos presenta en toda su crudeza la condición miserable del leproso. Quien sufría esta enfermedad, cuando se encontraba con alguien, debía gritar: “¡Inmundo, inmundo!” y era obligado a vivir lejos de la comunidad social. La lepra, en su dramática expresividad, es figura de un mal mucho más grave: el pecado, única verdadera enfermedad mortal para el alma.

Por esto, queridos hermanos y hermanas, la primera gracia que pido al Señor, para mí y para cada uno de vosotros, es la de comprender de verdad la malicia del pecado. Es un tema que el Santo Padre Benedicto XVI nos invita a afrontar con valentía. A veces corremos el riesgo de pensar —nos enseña el Papa— que «una persona que no peque es, en el fondo, aburrida; que falta algo en su vida». Al contrario, es justamente el pecado la causa de ese aburrimiento que priva de sentido a nuestra vida, que provoca separación y tristeza y nos hace egoístas e incapaces de realizar acciones que tengan un valor humano y divino. Con la gracia de Dios, en cambio, podemos descubrir, de nuevo con palabras del Santo Padre, que «sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien» (Homilía, 8-XII-2005).

«Te he manifestado mi pecado», hemos recitado en el salmo responsorial; «no he escondido mi error. He dicho “confesaré al Señor mis culpas”, y has perdonado la malicia de mi pecado» (Salmo 31). Jesús, con su Pasión y muerte, con su Sangre derramada por amor nuestro, ha borrado la malicia de nuestro pecado —del mío, del tuyo: el pecado es siempre personal—. Nos ha abierto de par en par las puertas de su perdón, de su amistad, volviéndonos a levantar de nuestra postración. Por esto podemos exclamar, con el salmo: «¡Tu salvación, Señor, me colma de gozo!» (Ibidem). Una alegría verdadera, profunda, que nada del mundo puede dar. Una alegría que, naciendo del alma, se refleja sobre cada aspecto de nuestra vida. San Josemaría amaba hasta tal punto el sacramento de la Reconciliación que lo llamaba «el Sacramento de la alegría». Especialmente en sus últimos años en la tierra, no tenía miedo de reconocer —también delante del numerosísimo y heterogéneo público que asistía a sus encuentros de catequesis— la gozosa experiencia de la propia confesión sacramental, a la que recurría cada semana. He tenido la oportunidad de notar cómo también el queridísimo Pastor de esta Diócesis, en una Carta reciente sobre este sacramento dirigida a vosotros, testimonia conmovedoramente esta experiencia, cuando habla de una alegría que «nace del sentirme amado de un nuevo modo por Dios cada vez que me alcanza Su perdón a través del sacerdote, el cual me lo da en Su nombre» (Bruno Forte, Confessarsi, perché?, Carta para el año pastoral 2005-2006, n. 2).

Sí, precisamente a través del perdón nos manifiesta Dios su amor misericordioso. Lo acabamos de escuchar en el episodio del Evangelio que nos ha propuesto la Liturgia de hoy. Tratemos de contemplar las escenas de la vida de Jesús siguiendo el consejo de San Josemaría, es decir, viviéndolas como uno de los personajes (cfr. San Josemaría Escrivá, Forja, n. 8). Si nos acercamos a Él como el leproso, para pedirle perdón con sincero arrepentimiento, también cada uno de nosotros verá cómo Jesús se mueve a compasión y le dirige las mismas palabras: «Quiero, queda limpio» (Mc 1, 41). Jesucristo ha venido a la tierra sobre todo para salvar lo que estaba perdido, y también por un solo pecador que se convierte hay mucha más alegría entre los ángeles de Dios (cfr. Lc 15, 10). Cada vez que volvemos a la casa del Padre en el sacramento de la Penitencia, descubrimos «el rostro de un Dios que conoce mejor que nadie nuestra condición humana y se le hace cercano con tiernísimo amor» (Bruno Forte, Confessarsi, perché?, Carta para el año pastoral 2005-2006, n. 2), como os recuerda vuestro Arzobispo en la ya citada carta pastoral.

«Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10, 31). Tratemos de poner en práctica esta exhortación de San Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura. Todos estamos llamados a encontrar al Señor nel bel mezzo della strada, en nuestra vida cotidiana, en las plazas y calles de vuestra ciudad, en el trabajo y en el descanso, en la salud y en la enfermedad. Me gusta pensar que San Josemaría se ha hecho compañero vuestro de viaje, en vuestros itinerarios habituales, en este común camino hacia la casa del Padre. Camino en el cual, como nos recordaba el Papa al inicio de su pontificado, «no estamos solos, estamos rodeados, conducidos y guiados por los amigos de Dios» (Homilía de la Misa de inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24-IV-2005), por los Santos que están en el Cielo. Cada instante de nuestra vida, en efecto, puede tener un valor eterno, si tratamos de llenarlo de amor: de amor a Dios, a las personas con las que nos encontramos y a toda la humanidad.

Una alegría sincera no puede esconderse. Es compartida, en nuestra vida de cada día, con los demás, comenzando por nuestras personas queridas, por nuestras familias y por nuestros amigos y colegas. Que la familia, “Iglesia doméstica”, se convierta cada día más en lugar de paz, de perdón, de reconciliación. Que sepamos liberarnos de todo rencor, envidia, celo, con concretos y sentidos gestos de perdón recíproco. Y que sepamos acercarnos al Sacramento de la alegría con mayor frecuencia y con un espíritu más contrito, especialmente en el período cuaresmal, ya cercano.

No quiero terminar estas palabras sin implorar, ante esta querida Comunidad, la limosna que considero más preciosa: la limosna de vuestra oración, por mí y por cada fiel de la grey del Opus Dei que Dios me ha confiado, para que sepa cada día servir con humildad y alegría a la Iglesia, como la Iglesia quiere ser servida.

Recurro, junto a cada uno de vosotros, a la intercesión de la Señora, Madre de Dios y Madre nuestra. Si nos acercamos a Ella, si la frecuentamos, nos enseñará a crecer en el Amor de Dios, a comportarnos entre nosotros como buenos hermanos, a ser apóstoles que buscan siempre ocasiones para conducir las almas al Señor. Así sea.

Romana, n. 42, enero-junio 2006, p. 69-71.

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