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Carta del Prelado con motivo de la Cuaresma (30-III-2006)

La Cuaresma es «tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino hacia la alegría intensa de la Pascua» (Benedicto XVI, Mensaje para la Cuaresma 2006, 29-IX-2005).

Con su insistente invitación a prepararnos para las fiestas pascuales, la liturgia de estos próximos días nos incita a rezar con mayor intensidad y constancia, a ser más generosos en el ofrecimiento de mortificaciones y en la realización de obras de misericordia. Este último es precisamente el aspecto que Benedicto XVI ha querido resaltar en su Mensaje, al elegir como lema aquella expresión del Evangelio: «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mt 9, 36). Podemos y debemos aplicar estas palabras de San Mateo a nuestras jornadas, caracterizadas por el continuo trato con otras personas en campos muy diferentes: la familia, el trabajo, el descanso, las relaciones sociales...

En todos esos momentos —recuerda el Santo Padre—, hemos de esforzarnos por mirar a los demás como los miraba Nuestro Señor y tratar de ayudarlos: ver, en quienes nos rodean, sin excluir a nadie, almas redimidas por la Sangre preciosa de Jesucristo (cfr. 1 Cor 6, 20). Como hace veinte siglos, «la “mirada” conmovida de Cristo se detiene también hoy sobre los hombres y los pueblos, puesto que por el “proyecto” divino todos están llamados a la salvación. Jesús, ante las insidias que se oponen a este proyecto, se compadece de las multitudes: las defiende de los lobos, aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de expiación» (Mensaje para la Cuaresma 2006, 29-IX-2005). En aquellos tiempos, morando físicamente entre sus hermanos los hombres, el Verbo encarnado ponía directamente sus ojos en los que le seguían; ahora, desde el Sagrario y desde el Cielo, se sirve de sus discípulos —de ti y de mí— para dirigir a cada hombre y a cada mujer su mirada misericordiosa.

Siempre hay que pensar en los demás, tratar de llevarlos a Dios. Pero en las próximas semanas —en las que, además, nos preparamos de modo inmediato para la solemnidad de San José— ha de aumentar aún más nuestro afán apostólico. Basta detenernos en lo que a diario contemplamos, en los círculos más próximos y en el mundo entero, para descubrir la urgente necesidad de la caridad de Cristo que existe en todas partes. Frente a los episodios de violencia que se registran en tantas naciones, los cristianos no hemos de pagar con otras ofensas ni maltratar a nadie. Para hacer frente a los problemas de la convivencia humana —grandes y pequeños—, la solución consiste en amar más, en amar mejor, de acuerdo con la exhortación de San Pablo:«No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres. No os venguéis, queridísimos, sino dejad el castigo en manos de Dios (...). Por el contrario, si tu enemigo tuviese hambre, dale de comer; si tuviese sed, dale de beber; al hacer esto, amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien» (Rm 12, 17-21).

San Josemaría, desde muy antiguo, sintetizó esta enseñanza del Apóstol con una frase incisiva: hay que «ahogar el mal en abundancia de bien» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, n. 864). Y concretaba: «No se trata de campañas negativas, ni de ser antinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen» (Ibid.)

Esta actitud no tiene ninguna relación con la pasividad o el derrotismo: «comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad» (Ibid.) Como miembros de la sociedad civil, los cristianos debemos defender nuestros derechos ciudadanos —también derechos de las demás personas— con todos los medios lícitos a nuestro alcance, sin agresividad pero sin cesiones o componendas en lo que se refiere al bien común de los individuos y de las naciones. Ahora, cuando en muchos sitios se hace gala de un laicismo militante, es especialmente importante que los que reconocen la ley moral natural, se unan en la defensa y promoción de esos valores, independientemente de las creencias de cada uno.

Gracias a Dios, en bastantes lugares se están despertando fuerzas que dormitaban y muchas gentes están saliendo de su individualismo para tomar parte activa en las grandes batallas culturales y sociales de nuestro tiempo. ¿Cómo te comportas tú, en uso de tu libertad personal? ¿Participas en esas iniciativas nobles según tus posibilidades? ¿Procuras movilizar a otros, advirtiéndoles que no pueden quedarse encerrados en su caparazón, sino que han de decidirse a dar la cara para defender los derechos de Dios y los derechos inalienables de la persona humana?

Esa movilización se presenta como estrategia permanente. A la vez, como se trata de favorecer cambios incisivos y duraderos, el compromiso personal reviste una vital importancia. En el corazón de cada ser humano se libran las batallas decisivas para el mejoramiento de la sociedad, como enseña el Evangelio: «Del corazón proceden los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios y las blasfemias» (Mt 15, 19). San Pablo propone un programa concreto, muy en sintonía con el espíritu de la Cuaresma: «Que la caridad esté libre de hipocresía —escribe—, abominando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos de corazón unos a otros con el amor fraterno, honrando cada uno a los otros más que a sí mismo; diligentes en el deber, fervorosos en el espíritu, servidores del Señor; alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, constantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos, procurando practicar la hospitalidad» (Rm 12, 9-13).

Se trata, en definitiva, de llevar a cabo una gran siembra de caridad en los corazones humanos y en las estructuras sociales. Como Benedicto XVI ha señalado en su primera encíclica, «el amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo» (Carta encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 28). Todos hemos de sentir esa preocupación concreta por las personas que viven en nuestro entorno, signo claro del verdadero amor a Dios; porque «el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20).

San Josemaría nos enseñó que, para que esta preocupación se manifieste con rectitud y eficacia, se requiere vaciarse del propio yo, acoger sinceramente y como propias las preocupaciones, las alegrías y las penas de nuestros semejantes, y concretamente de los que se hallan más cerca por motivos de común vocación, de parentesco, de profesión, etc. Quizá te venga a los labios la exclamación —«¡es muy difícil!»— que se recoge en Surco. Recuerda la respuesta de San Josemaría y empéñate en ponerla en práctica: «Oye, si luchas, con la gracia de Dios basta: prescindirás de los intereses personales, servirás a los demás por Dios, y ayudarás a la Iglesia en el campo donde se libra hoy la batalla: en la calle, en la fábrica, en el taller, en la universidad, en la oficina, en tu ambiente, en medio de los tuyos» (Surco, n. 14).

Benedicto XVI señala que —en un primer momento— las motivaciones del amor suelen incluir objetivos como la propia complacencia, la autorrealización, o incluso el provecho personal. Por eso se deben purificar, «seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación» (Carta encíclica Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 5). Sólo así el amor inicial, imperfecto, podrá llegar a fundirse con el amor de verdadera donación, que se olvida de sí mismo porque es un reflejo del amor de Cristo a la humanidad. «Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca la dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical» (Ibid., n. 12). San Josemaría nos enseñó a mirar piadosamente al Crucifijo, porque «Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta elocuente —sobran las palabras— a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 165).

Al acercarnos a la solemnidad de San José, después de haber meditado sus dolores y gozos, pensemos en la lealtad completa que hemos de poner en cuanto nos ocupa. Suplicad a San Josemaría que se grabe en las almas de cada una, de cada uno, el “prejuicio psicológico” de pensar siempre en Dios y en los demás, pues jamás nos encontramos solos. Aprendamos del Santo Patriarca a servir gozosamente, amando la Voluntad del Señor y esmerándonos en la caridad con todas las almas.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de marzo de 2006

Romana, n. 42, enero-junio 2006, p. 106-109.

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