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Homilía con ocasión del final de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos, Basílica Vaticana, Roma

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas:

En este XXX domingo del tiempo ordinario, nuestra celebración eucarística se enriquece con diversos motivos de acción de gracias y de súplica a Dios. Se concluyen simultáneamente el Año de la Eucaristía y la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, dedicada precisamente al misterio eucarístico en la vida y en la misión de la Iglesia, y acaban de ser proclamados santos cinco beatos: el obispo José Bilczewski, los presbíteros Cayetano Catanoso, Segismundo Gorazdowski y Alberto Hurtado, y el religioso capuchino Félix de Nicosia. Además, se celebra hoy la Jornada mundial de las misiones, cita anual que despierta en la comunidad eclesial el impulso a la misión.

Con alegría dirijo mi saludo a todos los presentes, en primer lugar a los padres sinodales, y después a los peregrinos que han venido de varias naciones, juntamente con sus pastores, para festejar a los nuevos santos. La liturgia de hoy nos invita a contemplar la Eucaristía como fuente de santidad y alimento espiritual para nuestra misión en el mundo: este supremo “don y misterio” nos manifiesta y comunica la plenitud del amor de Dios.

La palabra del Señor, que acaba de proclamarse en el Evangelio, nos ha recordado que toda la ley divina se resume en el amor. El doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo encierra los dos aspectos de un único dinamismo del corazón y de la vida. Así, Jesús cumple la revelación antigua, sin añadir un mandamiento inédito, sino realizando en sí mismo y en su acción salvífica la síntesis viva de los dos grandes mandamientos de la antigua alianza: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (cf. Dt 6, 5; Lv 19, 18).

En la Eucaristía contemplamos el Sacramento de esta síntesis viva de la ley: Cristo nos entrega en sí mismo la plena realización del amor a Dios y del amor a los hermanos. Nos comunica este amor suyo cuando nos alimentamos de su Cuerpo y de su Sangre. Entonces puede realizarse en nosotros lo que san Pablo escribe a los Tesalonicenses en la segunda lectura de hoy: “Abandonando los ídolos, os habéis convertido, para servir al Dios vivo y verdadero” ( 1 Ts 1, 9). Esta conversión es el principio del camino de santidad que el cristiano está llamado a realizar en su existencia. El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo. Le basta el amor de Dios, que experimenta en el servicio humilde y desinteresado al prójimo, especialmente a quienes no están en condiciones de corresponder. Desde esta perspectiva, ¡cuán providencial es que hoy la Iglesia indique a todos sus miembros a cinco nuevos santos que, alimentados de Cristo, Pan vivo, se convirtieron al amor y en él centraron toda su existencia! En diversas situaciones y con diversos carismas, amaron al Señor con todo su corazón y al prójimo como a sí mismos, y “así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes” (1 Ts 1, 6-7).

San José Bilczewski fue un hombre de oración. La santa misa, la liturgia de las Horas, la meditación, el rosario y las otras prácticas de piedad articulaban sus jornadas. Dedicaba un tiempo particularmente largo a la adoración eucarística.

San Segismundo Gorazdowski destacó también por su devoción fundada en la celebración y en la adoración de la Eucaristía. Vivir la ofrenda de Cristo lo impulsó hacia los enfermos, los pobres y los necesitados.

El profundo conocimiento de la teología, la fe y la devoción eucarística de José Bilczewski lo han convertido en un ejemplo para los sacerdotes y en un testigo para todos los fieles.

Segismundo Gorazdowski, al fundar la Asociación de sacerdotes, la congregación de las Religiosas de San José y tantas otras instituciones caritativas, se dejó guiar siempre por el espíritu de comunión, que se revela plenamente en la Eucaristía.

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37. 39). Este sería el programa de vida de san Alberto Hurtado, que quiso identificarse con el Señor y amar con su mismo amor a los pobres. La formación recibida en la Compañía de Jesús, consolidada por la oración y la adoración de la Eucaristía, le llevó a dejarse conquistar por Cristo, siendo un verdadero contemplativo en la acción. En el amor y entrega total a la voluntad de Dios encontraba la fuerza para el apostolado. Fundó el Hogar de Cristo para los más necesitados y los sin techo, ofreciéndoles un ambiente familiar lleno de calor humano. En su ministerio sacerdotal destacaba por su sencillez y disponibilidad hacia los demás, siendo una imagen viva del Maestro, “manso y humilde de corazón”. Al final de sus días, entre los fuertes dolores de la enfermedad, aún tenía fuerzas para repetir: “Contento, Señor, contento”, expresando así la alegría con la que siempre vivió.

San Cayetano Catanoso fue devoto y apóstol de la Santa Faz de Cristo. “La Santa Faz —afirmaba— es mi vida; es mi fuerza”. Con una feliz intuición, conjugó esta devoción con la piedad eucarística. Lo explicó así: “Si queremos adorar el rostro real de Jesús..., lo encontramos en la divina Eucaristía, donde, con el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, bajo el blanco velo de la Hostia se esconde el rostro de nuestro Señor”. La misa diaria y la adoración frecuente del Sacramento del altar fueron el alma de su sacerdocio: con ardiente e incansable caridad pastoral se dedicó a la predicación, a la catequesis, al ministerio de la Confesión, a los pobres, a los enfermos, al cultivo de las vocaciones sacerdotales. A las religiosas Verónicas de la Santa Faz, que fundó, les transmitió el espíritu de caridad, de humildad y de sacrificio que animó toda su existencia.

San Félix de Nicosia solía repetir en todas las circunstancias, alegres o tristes: “Sea por amor de Dios”. Así podemos comprender bien cuán intensa y concreta era en él la experiencia del amor de Dios revelado a los hombres en Cristo. Este humilde fraile capuchino, hijo ilustre de la tierra de Sicilia, austero y penitente, fiel a las expresiones más auténticas de la tradición franciscana, fue plasmado y transformado gradualmente por el amor de Dios, vivido y actualizado en el amor al prójimo. Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida, y nos enseña a captar el sentido de la familia y del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, que anhela el corazón de todo ser humano, es fruto del amor.

Queridos y venerados padres sinodales, durante tres semanas hemos vivido juntos un clima de renovado fervor eucarístico. Ahora, juntamente con vosotros y en nombre de todo el Episcopado, quisiera enviar un saludo fraterno a los obispos de la Iglesia en China. Con profunda pena hemos sentido la falta de sus representantes. Sin embargo, quiero asegurar a todos los prelados chinos que, con la oración, estamos cerca de ellos y de sus sacerdotes y fieles. El doloroso camino de las comunidades confiadas a su cuidado pastoral está presente en nuestro corazón: no quedará sin fruto, porque es una participación en el Misterio pascual, para gloria del Padre.

Los trabajos sinodales nos han permitido profundizar en los aspectos más importantes de este misterio dado a la Iglesia desde el inicio. La contemplación de la Eucaristía debe impulsar a todos los miembros de la Iglesia, en primer lugar a los sacerdotes, ministros de la Eucaristía, a renovar su compromiso de fidelidad. En el misterio eucarístico, celebrado y adorado, se funda el celibato, que los presbíteros han recibido como don valioso y signo del amor indiviso a Dios y al prójimo.

También para los laicos la espiritualidad eucarística debe ser el motor interior de toda actividad, y no se puede admitir ninguna dicotomía entre la fe y la vida en su misión de animación cristiana del mundo. Mientras se concluye el Año de la Eucaristía, ¡cómo no dar gracias a Dios por los numerosos dones concedidos a la Iglesia en este tiempo! Y ¡cómo no recoger la invitación del amado Papa Juan Pablo II a “recomenzar desde Cristo”! Como los discípulos de Emaús, que, con el corazón ardiendo por la palabra del Resucitado e iluminados por su presencia viva, reconocida en la fracción del pan, volvieron de inmediato a Jerusalén y se convirtieron en anunciadores de la resurrección de Cristo, también nosotros reanudemos nuestro camino animados por el vivo deseo de testimoniar el misterio de este amor que da esperanza al mundo.

En esta perspectiva eucarística se sitúa bien la Jornada mundial de las misiones, que celebramos hoy y a la que el venerado siervo de Dios Juan Pablo II había dado como tema de reflexión: “Misión: Pan partido para la vida del mundo”. La comunidad eclesial, cuando celebra la Eucaristía, especialmente en el día del Señor, toma cada vez mayor conciencia de que el sacrificio de Cristo es “por todos” ( Mt 26, 28), y la Eucaristía impulsa al cristiano a ser “pan partido” para los demás, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. También hoy, ante las multitudes, Cristo sigue exhortando a sus discípulos: “Dadles vosotros de comer” ( Mt 14, 16), y, en su nombre, los misioneros anuncian y testimonian el Evangelio, a veces incluso con el sacrificio de su vida.

Queridos amigos, todos debemos recomenzar desde la Eucaristía. Que María, Mujer eucarística, nos ayude a estar enamorados de ella y a “permanecer” en el amor de Cristo, para que él nos renueve íntimamente. Así, dócil a la acción del Espíritu y atenta a las necesidades de los hombres, la Iglesia será cada vez más faro de luz, de verdadera alegría y de esperanza, realizando plenamente su misión de “signo e instrumento de unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1).

Romana, n. 41, julio-diciembre 2005, p. 228-231.

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