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Discurso con ocasión de la inauguración del Año Académico en la Universidad del Sagrado Corazón, Roma (25-XI-2005)

Rector magnífico;

ilustres decanos y profesores;

señores médicos y auxiliares;

queridos estudiantes:

Me alegra mucho visitar esta sede romana de la Universidad católica del Sagrado Corazón para inaugurar oficialmente el año académico 2005-2006. Mi pensamiento va en este momento a las otras sedes del Ateneo: a la central de Milán, cerca de la hermosa basílica de San Ambrosio, a las de Brescia, Piacenza-Cremona y Campobasso. Quisiera que en este momento toda la familia de la “Católica” se sintiera unida, bajo la mirada de Dios, al inicio de una nueva etapa del camino en el compromiso científico y formativo.

Aquí con nosotros están presentes espiritualmente el padre Gemelli y muchos otros hombres y mujeres que, con su entrega iluminada, han escrito la historia del Ateneo. También sentimos cercanos a los Papas, desde Benedicto XV hasta Juan Pablo II, que mantuvieron siempre un vínculo especial con esta Universidad. En efecto, mi visita de hoy se une a la que mi venerado predecesor realizó hace cinco años a esta misma sede, con la misma ocasión.

Dirijo un saludo cordial al cardenal Dionigi Tettamanzi, presidente del Instituto Toniolo, y al rector magnífico, profesor Lorenzo Ornaghi, agradeciendo a ambos las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos los presentes. Extiendo con deferencia mi saludo a las otras ilustres personalidades religiosas y civiles que han venido, en particular al senador Emilio Colombo, que durante 48 años ha sido miembro del Comité permanente del Instituto Toniolo, presidiéndolo desde 1986 hasta 2003. Le agradezco profundamente cuanto ha hecho al servicio de la Universidad.

Al encontrarnos aquí, ilustres y queridos amigos, no podemos por menos de pensar en los momentos llenos de aprensión y conmoción que vivimos durante las últimas ocasiones en que Juan Pablo II fue internado en este Policlínico. En aquellos días, desde todas las partes del mundo se dirigía al “Gemelli” el pensamiento de los católicos, y no sólo de ellos. Desde sus habitaciones en el hospital el Papa impartió a todos una enseñanza inigualable sobre el sentido cristiano de la vida y del sufrimiento, testimoniando personalmente la verdad del mensaje cristiano. Por eso, deseo renovar la expresión de mi aprecio y agradecimiento, así como el de innumerables personas, por las solícitas atenciones prestadas al Santo Padre. Que él os obtenga a cada uno las recompensas celestiales.

La Universidad católica del Sagrado Corazón, en sus cinco sedes y catorce facultades, cuenta hoy con cerca de cuarenta mil alumnos inscritos. Resulta espontáneo pensar: ¡qué responsabilidad! Miles de jóvenes pasan por las aulas de la “Católica”. ¿Cómo salen de ellas? ¿Qué cultura han encontrado, asimilado, elaborado? He aquí el gran desafío, que concierne en primer lugar al grupo directivo del Ateneo, al cuerpo docente y, por tanto, a los mismos alumnos: dar vida a una auténtica Universidad católica, que destaque por la calidad de la investigación y la enseñanza y, al mismo tiempo, por la fidelidad al Evangelio y al magisterio de la Iglesia.

A este propósito, es providencial que la Universidad católica del Sagrado Corazón esté vinculada estructuralmente a la Santa Sede a través del Instituto Toniolo de estudios superiores, cuya tarea era y es garantizar la consecución de los fines institucionales del Ateneo de los católicos italianos. Este planteamiento originario, confirmado siempre por mis predecesores, asegura de modo colegial un sólido arraigo de la Universidad en la Cátedra de Pedro y en el patrimonio de valores que le dejaron en herencia sus fundadores. Expreso mi sincero agradecimiento a todos los componentes de esta benemérita institución.

Por tanto, volvemos a la pregunta: ¿qué cultura? Me alegra que el rector, en sus palabras de introducción, haya destacado la “misión” originaria y siempre actual de la Universidad católica: hacer investigación científica y actividad didáctica según un proyecto cultural y formativo coherente, al servicio de las nuevas generaciones y del desarrollo humano y cristiano de la sociedad. A este propósito, es riquísimo el patrimonio de enseñanzas legado por el Papa Juan Pablo II, que culminó en la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, de 1990. Él demostró siempre que el hecho de ser “católica” no rebaja en absoluto a la universidad, sino que más bien la valora al máximo. En efecto, si toda universidad tiene como misión fundamental “la constante búsqueda de la verdad mediante la investigación, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad” ( ib., 30), una comunidad académica católica se distingue por la inspiración cristiana de las personas y de la comunidad misma, por la luz de la fe que ilumina la reflexión, por la fidelidad al mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia y por el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios (cf. ib., 13).

Por eso, la Universidad católica es un gran laboratorio en el que, según las diversas disciplinas, se elaboran itinerarios siempre nuevos de investigación en una confrontación estimulante entre fe y razón, orientada a recuperar la síntesis armoniosa lograda por santo Tomás de Aquino y por los otros grandes del pensamiento cristiano, una síntesis contestada, lamentablemente, por importantes corrientes de la filosofía moderna. La consecuencia de esta contestación ha sido que, como criterio de racionalidad, se ha afirmado de modo cada vez más exclusivo el de la demostración mediante el experimento. Así, las cuestiones fundamentales del hombre —como vivir y morir— quedan excluidas del ámbito de la racionalidad, y se dejan a la esfera de la subjetividad.

Como consecuencia, al final desaparece la cuestión que dio origen a la universidad —la cuestión de la verdad y del bien—, siendo sustituida por la cuestión de la factibilidad. Por tanto, el gran desafío de las universidades católicas consiste en hacer ciencia en el horizonte de una racionalidad verdadera, diversa de la que hoy domina ampliamente, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y a los grandes valores inscritos en el ser mismo y, por consiguiente, abierta a lo trascendente, a Dios.

Ahora bien, sabemos que esto es posible precisamente a la luz de la revelación de Cristo, que unió en sí a Dios y al hombre, la eternidad y el tiempo, el espíritu y la materia. “En el principio existía el Verbo —el Logos, la razón creadora—. (...) Y el Verbo se hizo carne” ( Jn 1, 1. 14). El Logos divino, la razón eterna, está en el origen del universo, y en Cristo se unió una vez para siempre a la humanidad, al mundo y a la historia. A la luz de esta verdad capital de fe y, al mismo tiempo, de razón, es posible nuevamente, en el tercer milenio, conjugar fe y ciencia.

Sobre esta base se desarrolla el trabajo diario de una universidad católica. ¿No es una aventura que entusiasma? Sí, lo es porque, moviéndose dentro de este horizonte de sentido, se descubre la unidad intrínseca que existe entre las diversas ramas del saber: la teología, la filosofía, la medicina, la economía, cada disciplina, incluidas las tecnologías más especializadas, porque todo está unido.

Elegir la Universidad católica significa elegir este planteamiento que, a pesar de sus inevitables límites históricos, caracteriza la cultura de Europa, a cuya formación las universidades nacidas históricamente “ex corde Ecclesiae” han dado efectivamente una aportación fundamental.

Por tanto, queridos amigos, con renovado amor a la verdad y al hombre echad las redes mar adentro, en la alta mar del saber, confiando en la palabra de Cristo, aun cuando sintáis el cansancio y la desilusión de no haber “pescado” nada. En el vasto mar de la cultura Cristo necesita siempre “pescadores de hombres”, es decir, personas de conciencia y bien preparadas, que pongan su competencia profesional al servicio del bien, es decir, en último término, del reino de Dios.

También el trabajo de investigación dentro de la universidad, si se realiza desde una perspectiva de fe, ya forma parte de este servicio al Reino y al hombre. Pienso en toda la investigación que se lleva a cabo en los múltiples institutos de la Universidad católica: está destinada a la gloria de Dios y a la promoción espiritual y material de la humanidad. En este momento pienso en particular en el instituto científico que vuestro Ateneo quiso ofrecer al Papa Juan Pablo II el 9 de noviembre de 2000, con ocasión de su visita a esta sede para inaugurar solemnemente el año académico.

Deseo afirmar que el “Instituto científico internacional Pablo VI de investigación sobre la fertilidad e infertilidad humana para una procreación responsable” me interesa mucho. En efecto, por sus finalidades institucionales se presenta como ejemplo elocuente de la síntesis entre verdad y amor que constituye el centro vital de la cultura católica. Ese Instituto, nacido para responder al llamamiento realizado por el Papa Pablo VI en la encíclica Humanae vitae, se propone dar una base científica segura tanto a la regulación natural de la fertilidad humana como al compromiso de superar de modo natural la posible infertilidad. Haciendo míos el aprecio y la gratitud de mi venerado predecesor por esta iniciativa científica, deseo que tenga el apoyo necesario en la prosecución de su importante actividad de investigación.

Ilustres profesores y queridos alumnos, el año académico que hoy inauguramos es el 85 de la historia de la Universidad católica del Sagrado Corazón. En efecto, las clases comenzaron en Milán en diciembre de 1921, con cien inscritos, en las dos facultades: ciencias sociales y filosofía. A la vez que con vosotros doy gracias al Señor por el largo y fecundo camino realizado, os exhorto a permanecer fieles al espíritu de los comienzos, así como a los Estatutos, que son la base de esta institución. Así podréis realizar una fecunda y armoniosa síntesis entre la identidad católica y la plena inserción en el sistema universitario italiano, según el proyecto de Giuseppe Toniolo y del padre Agostino Gemelli. Este es el deseo que expreso hoy a todos vosotros: seguid construyendo día a día, con entusiasmo y alegría, la Universidad católica del Sagrado Corazón. Es un compromiso que acompaño con mi oración y con una especial bendición apostólica.

Romana, n. 41, julio-diciembre 2005, p. 231-235.

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