Carta a los fieles de la Prelatura y cooperadores del Opus Dei con ocasión de la Cuaresma (Roma, 1-III-2003)
En el inicio de la Cuaresma, quisiera hacer resonar en vuestros corazones los reiterados llamamientos del Santo Padre Juan Pablo II en favor de la paz del mundo. «En esta hora de preocupación internacional, todos sentimos la necesidad de dirigirnos al Señor para implorar el gran don de la paz. Como afirmé en la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariæ, “las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo alto (...) puede hacer esperar en un futuro menos oscuro” (n. 40). Invito a todos a tomar en la mano el rosario para invocar la intercesión de la Virgen Santísima: “No se puede rezar el Rosario sin sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz” ( Ibid., 6)»[1].
Estas palabras cobran nueva urgencia a la luz de las actuales circunstancias. Es preciso que con perseverancia, y con fe en la eficacia de la oración, se alce al Cielo la súplica de todos los hombres de buena voluntad, especialmente de los que nos honramos con el nombre de discípulos de Cristo. Así lo ha reafirmado el Santo Padre hace pocos días: «nosotros, los cristianos, estamos llamados especialmente a ser como los “centinelas de la paz”, en los lugares donde vivimos y trabajamos. Se nos pide que vigilemos para que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, de la mentira y de la violencia»[2].
La verdadera concordia entre las naciones está muy vinculada al respeto de la Ley de Dios, de su Palabra, de sus Mandamientos, precisamente porque es opus iustitiæ, fruto de esa actitud de respeto y fidelidad a las leyes divinas que la Sagrada Escritura llama “justicia”. Por eso mismo, «la paz jamás es una cosa hecha del todo, sino un perpetuo quehacer. Siendo tan frágil la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno un constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima»[3].
En este contexto resulta fácil comprender que la paz ha de nacer en el corazón del hombre, de la mujer, como acogida libre y voluntaria del amor de Dios. Si en el corazón de las personas persisten odios y envidias, rencores y malquerencias, no puede germinar allí esta planta delicadísima. Se debe purificar el alma del afecto al pecado, para que en las familias, en la sociedad y en el mundo entero se difunda “el reino de justicia, de amor y de paz” que Jesucristo ha traído a la tierra. Peleemos todos contra cualquier sombra de resentimiento o de rencor que, por romper la fraternidad, quiebra la comunión con el Señor.
Escuchemos a San Josemaría: «Pax in cœlo, paz en el cielo. Pero miremos también el mundo: ¿por qué no hay paz en la tierra? No; no hay paz; hay sólo apariencia de paz, equilibrio de miedo, compromisos precarios (...). No hay paz en muchos corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian, porque dejan siempre el amargo regusto de la tristeza»[4].
Ved la enorme importancia de la propia lucha interior —de cada una, de cada uno—, para la causa de la paz del mundo. No lo consideréis como una utopía: un hombre o una mujer que procura —un día tras otro— ser más grato a Dios, que se duele de sus faltas y se propone pequeñas y grandes ascensiones en la vida espiritual, que se dedica con empeño al bien de las personas con las que se relaciona más de cerca, que trata de comunicar a otros los ideales cristianos que le mueven, esa persona está colaborando de modo eficaz en la implantación de la paz.
Para el próximo día 5 de marzo, Miércoles de Ceniza, Juan Pablo II convoca a todos los hombres de buena voluntad, y especialmente a los hijos de la Iglesia, a dedicar esa jornada «a la oración y al ayuno por la causa de la paz, especialmente en el Oriente Medio»[5]. Os recuerdo este deseo del Papa, al que queremos unirnos de la manera más generosa, con la esperanza de que la plegaria y el sacrificio unidos, presentados a Dios por intercesión de la Santísima Virgen, abran de par en par, una vez más —como ha sucedido frecuentísimamente a lo largo de la historia— las puertas de la misericordia divina.
«Antes que nada, imploraremos de Dios la conversión de los corazones y la prudencia en las decisiones justas, para resolver con medios adecuados y pacíficos las disputas, que obstaculizan el peregrinar de la humanidad en este tiempo nuestro»[6]. Sólo la luz de Dios se muestra capaz de disipar el apasionamiento, el orgullo, los prejuicios personales, de raza o de nación, que frecuentemente se hallan en la base de los fracasos para resolver pacíficamente los conflictos entre las diversas comunidades humanas. La oración se muestra como un medio de primera importancia, para que el diálogo entre los representantes de las naciones produzca sus frutos. No cesemos, pues, de rezar a diario por esta intención. En su llamamiento, el Santo Padre expresa su esperanza de que, el Miércoles de Ceniza, «en cada santuario mariano se elevará al Cielo una ardiente plegaria por la paz, con la recitación del Santo Rosario. Confío —añade— que también en las parroquias y en las familias sea recitado el Rosario por esta gran causa de la que depende el bien de todos»[7].
La intención que nos propone el Papa, acompañada ese día por el ayuno, resulta muy adecuada para el comienzo de la Cuaresma, tiempo que en la Iglesia se dedica especialmente a la oración, a las obras de caridad y de penitencia. Por eso, en su convocatoria, Juan Pablo II precisa: «esa invocación coral irá acompañada por el ayuno, expresión de penitencia por el odio y la violencia que contaminan las relaciones humanas. Los cristianos comparten la antigua práctica del ayuno con tantos hermanos y hermanas de otras religiones, que mediante esa práctica procuran despojarse de toda clase de soberbia y disponerse para recibir de Dios los dones más grandes y necesarios, entre los que sobresale el de la paz»[8].
Seamos generosos, —cada uno en la medida de sus personales circunstancias—, en la práctica de la mortificación, que tanto remueve el Corazón de Dios, e impulsemos a muchas otras personas a hacer lo mismo; no sólo el Miércoles de Ceniza, sino cuidando a lo largo de toda la Cuaresma, con particular esmero, el espíritu de penitencia en comidas y bebidas, en la realización acabada del propio trabajo, en el descanso y el uso del tiempo libre, en el ofrecimiento de las contrariedades y penalidades de la vida, llevando todo con alegría, como nos recomendaba San Josemaría. «Fomenta tu espíritu de mortificación en los detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia»[9].
La Cuaresma nos llama a una mayor entrega a los demás: las obras de misericordia, en sus variadísimas expresiones, constituyen otra de las prácticas tradicionales de este período litúrgico. En su Mensaje para este año, el Romano Pontífice ha elegido como lema unas palabras de la Sagrada Escritura: hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Todos tenemos experiencia inmediata de esta verdad. Cuando seguimos la llamada interior a servir a los demás, sin esperar nada a cambio, experimentamos una grandísima felicidad, que no cambiaríamos por ningún gozo de la tierra. En cambio, cuando nos resistimos a esa invitación de Dios y nos cerramos ante quienes nos rodean, nos sentimos infelices e insatisfechos. Si esto sucede en lo que se refiere a las simples relaciones humanas, ¡cuánta mayor felicidad encontramos al responder con nuestro amor al Amor —con mayúscula— de la Trinidad, con nuestra entrega a la entrega del Hijo, que Dios Padre ha realizado por causa nuestra!
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre
+ Javier
[1] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 9-II-2003.
[2] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 23-II-2003.
[3] CONCILIO VATICANO II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 78.
[4] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 73.
[5] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 23-II-2003.
[6] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 23-II-2003.
[7] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 23-II-2003.
[8] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 23-II-2003.
[9] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 149.
Romana, n. 36, enero-junio 2003, p. 81-83.