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Discurso en el Simposio 'Testigos del siglo XX, Maestros del siglo XXI', organizado por la Academia de Historia Eclesiástica en España y América. Sevilla, 8-IV-2002

«Es necesario pensar en el futuro que nos espera. Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el Jubileo no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción concretas»[1]. Así hablaba Juan Pablo II al concluir el Jubileo del año 2000, invitándonos a comenzar con esa actitud el nuevo milenio. Y con esta perspectiva hemos de vivir todos los acontecimientos de la historia de la Iglesia: descubriendo en cada circunstancia, con la luz de la fe, motivos de acción de gracias y profecías del futuro.

A ese espíritu responde el presente Simposio, que trae a nuestra memoria algunos santos con los que Dios ha bendecido a su Iglesia en el siglo XX, precisamente con la intención, como dice su título, de que sean “maestros del siglo XXI”. En diversas ocasiones, con motivo de la reciente conmemoración del centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá, consideré oportuno poner de manifiesto que este aniversario no podía limitarse a recordar su vida, ni tampoco a glosar su rica personalidad, sino que debía llevarnos ante todo a sentirnos interpelados por el mensaje que Dios nos dirige a través de su ejemplo y de sus enseñanzas.

Palabras parecidas podrían pronunciarse en referencia a todos los santos de los que hoy nos ocuparemos, entre quienes se cuentan —y me causa alegría señalarlo— algunos cuyas vidas se entrelazaron con la del Beato Josemaría: Juan XXIII, al que tuvo la oportunidad de encontrar varias veces a lo largo de su pontificado; Don Manuel González, con el que se sintió profundamente unido en el amor a la Eucaristía y en sincera amistad humana... El siglo XX ha sido —como todos los periodos de la historia de la Iglesia— rico en santos, en testigos de Dios. Volver la mirada hacia sus figuras debe contribuir a llenar de esperanza nuestra consideración del porvenir, a despertar en nosotros el deseo sincero de que germine en muchos corazones la semilla que Dios sembró con sus vidas, con sus luchas.

¿Cuál fue la semilla que Dios plantó en la historia sirviéndose del ejemplo y la predicación del Beato Josemaría? Entre otros aspectos que cabría considerar, fijaré mi atención en el contenido de una de sus homilías, «Amar al mundo apasionadamente», que da también título a mi intervención. Amar al mundo. Amarlo apasionadamente. Amarlo en Dios y para Dios. En esa determinación radica uno de los ejes de su mensaje, que este sacerdote calificó en muchos momentos de «viejo como el Evangelio y, como el Evangelio, nuevo». Porque esa actitud cristiana hacia el mundo, junto a la llamada universal a la santidad con la que está íntimamente relacionado —puntos centrales, por desgracia olvidados en más de una ocasión— brotan del mismo Evangelio como «buena nueva» del Cielo para los hombres de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

1. Llamada a la santidad y amor apasionado al mundo

«Fíjate bien —escribe el Beato Josemaría en Forja—: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro». «Les llama —añade a continuación— a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna»[2]. A difundir esta “buena sugestiva y real noticia” dedicó el Fundador del Opus Dei su entera existencia, desde aquel 2 de octubre de 1928 en que Dios le hizo ver su Voluntad[3]. La difundió con su palabra y con sus escritos. Y, sobre todo, promoviendo decisiones cristianas, porque aspiró constantemente a que ese mensaje se transmitiera como por contagio, mediante el testimonio de quienes, esforzándose por santificar la propia conducta, ponen de manifiesto que toda vida puede ser santificada.

Es cometido de la Iglesia —afirma el Santo Padre en la Novo Millennio ineunte—, «reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio»[4]. Y llevarlo a cabo, añade, a través de todos y de cada uno de los cristianos, ya que «los hombres de nuestro tiempo quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo “hablar” de Cristo, sino en cierto modo hacérselo “ver”»[5].

Esta época nuestra se encuentra muy hambrienta de la presencia de Cristo, aunque en ocasiones no sepa expresarlo o incluso no sea consciente de esta realidad. El deseo de un mundo en el que reine la paz, la condena que suscitan violencias y crímenes, la desazón y la amargura que testifican una parte importante de la producción literaria, la oscilación entre la generosidad y la evasión que se advierte en muchos sectores de la juventud, manifiestan algunos de los signos de esa inquietud profunda. El hombre de nuestro tiempo, envuelto en los afanes cotidianos de un ambiente que conoce constantes cambios, necesita urgentemente contemplar el rostro de Cristo. Y contemplarlo de forma concreta, a través de las actitudes de quienes pasan a su lado. Precisamente por eso la llamada universal a la santidad constituye un mensaje —siempre actual— de esperanza para el mundo.

Dios no ha querido conformarse con que los hombres lleguen al final de su paso por la tierra para encontrarse con Él, sino que se ha abajado ya hacia nosotros para buscarnos allá donde estamos. Procedió así tomando cuerpo, naturaleza humana, en el seno de la Virgen María y afrontando con todas sus consecuencias una existencia como la nuestra, hasta culminar en la entrega suprema de la Cruz. Y desea proceder de esta forma a lo largo de toda la historia también a través de los cristianos: sus vidas mismas deben ser un espejo en que los demás, sus hermanos, puedan descubrir el rostro del Señor.

Como los discípulos de Emaús, hoy día hay muchas personas que caminan sin rumbo y sin meta, cristianos que se dejan dominar por la desilusión ante la aparente derrota de Cristo. Pero Cristo no se ha alejado de la humanidad, sino que continúa presente y sale a su encuentro. Viene a nosotros con la acción del Espíritu Santo que mueve los corazones. Se nos acerca íntimamente mediante los sacramentos y la predicación de la Iglesia. Y desea llegar a todos sirviéndose del empuje de los cristianos, de su ejemplo, de su alegría y esperanza. Cuando viven su fe, los cristianos muestran al mundo que la ausencia de Dios o la derrota de Cristo se quedan en una mera apariencia. Cristo ha vencido. El pecado y la muerte carecen ya de pleno poder sobre el hombre. No han desaparecido del todo y en ocasiones su acción se antoja por algunos universal e inconmensurable. Pero el amor de Dios Padre, la fuerza de Cristo, la gracia del Espíritu Santo constituyen y constituirán siempre el motor último y definitivo de la historia, y el norte que inspira la auténtica existencia de la criatura humana.

Esa convicción profunda, esa fe, es lo que distingue al cristiano, que sabe fundamentar su alegría incluso en el dolor, su optimismo también en la aflicción, su empeño a través de la dificultad. El mensaje sobre la llamada universal a la santidad impulsa a una reevangelización que debe alcanzar a todos, porque a todos nos interpela el Dios Bueno como protagonistas. Resulta elocuente que el Santo Padre haya puesto la santidad «como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio»[6]. Y que haya subrayado con claridad que, al obrar así, ha actuado en virtud de una decisión hondamente madurada, con conciencia de su eficacia práctica: «Poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, “¿quieres recibir el Bautismo?”, significa al mismo tiempo preguntarle, “¿quieres ser santo?” Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48)»[7].

El Beato Josemaría no solo recordó la llamada divina a ser santos y la importancia de que así procedamos, sino que trazó un camino para conseguirlo. Concretamente, la afirmación de la llamada universal a la santidad tal y como la predicó el Fundador del Opus Dei, va íntimamente unida a la afirmación del valor de las realidades seculares y, en consecuencia, del mundo como ámbito en el que el hombre se desenvuelve y como realidad con la que edifica su santidad[8]. Su predicación y su acción apostólica y sacerdotal no se encaminaron únicamente a afirmar que los cristianos corrientes pueden ser santos, sino a mostrar que esa vida corriente y ordinaria, la de cualquier hombre y cualquier mujer, ofrece materia abundante para la santificación. El mundo «no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora»[9].

Esta doctrina se opone tanto al naturalismo como a un espiritualismo desencarnado. En efecto, el naturalismo, al reclamar la autonomía del mundo respecto a Dios y, en última instancia, al presentar el universo, la naturaleza, como la única realidad existente, propone un materialismo cerrado al espíritu. Y el espiritualismo, por su parte, al concebir el espíritu como una realidad ajena por entero a la materia, más aún opuesta, desemboca en una espiritualidad cerrada no sólo a lo material, sino a la historia. En palabras del Beato Josemaría, el espiritualismo considera «la existencia cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí»[10]. Si el naturalismo encierra al hombre en el mundo y rechaza toda apertura a Dios, el espiritualismo anima a aislarse del mundo para realizar ese encuentro. Por uno u otro camino se excluye una relación entre el mundo, el hombre y Dios.

El espiritualismo pretende entender al hombre desde un Dios que sólo se relaciona tangencialmente con el mundo, ya que toda la vida de trato con el Creador se desarrolla en una interioridad ajena a lo mundano, y no precisamente en el sentido peyorativo de este concepto. Por eso, el espiritualismo acaba por conducir al alejamiento de lo concreto, a la minusvaloración de las realidades temporales, al distanciamiento respecto de la historia, al encerramiento en un mundo supuestamente puro y no contaminado; o bien, desde otra perspectiva, al clericalismo malo. Como escribía el Beato Josemaría, «el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común corre su propio camino»[11].

El naturalismo aspira a comprender al hombre desde un mundo autónomo en el que Dios no debe mezclarse; más aún, en el que no tiene cabida. La respuesta a este equivocado enfoque no puede partir, por tanto, de una visión de las cosas que lleve a pensar erróneamente que el cristiano, todo cristiano, debe apartarse del mundo para encontrar a Dios. Ciertamente, Dios llama a algunos a apartarse de las actividades seculares, e incluso a centrar su respuesta en el interior de los muros de un monasterio. Pero, ni siquiera en ese caso, el mundo es negado o anulado. Quienes han sido llamados a esa vocación no rompen su influencia en el mundo; más aún, se saben invitados por Cristo a contribuir a la salvación de lo creado con su entrega y con su oración. Por su parte, el cristiano corriente, llamado por Dios a santificarse en medio de la calle y del conjunto de las actividades seculares, comprende que ese lugar en el que se encuentra, y esas tareas a las que se dedica, forman parte —y «parte importante», como le gustaba repetir al Fundador del Opus Dei— de su vocación.

Todo cristiano debe amar esta tierra nuestra, en cuanto realidad creada por Dios y dotada en consecuencia de bondad. El cristiano corriente debe amar especialmente al mundo y todo lo que contiene de noble —trabajo profesional, ocupaciones familiares, relaciones sociales...— en cuanto elementos esenciales de su ser como hombre y como cristiano; y también como lugar de su trato con Dios, para el cumplimiento de su misión. Así lo expresaba con fuerza el Beato Josemaría: «Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres»[12].

El mundo —«esto es, la entera familia humana con la totalidad de las cosas entre las que vive»[13]- debe ser para los cristianos ámbito y materia con las que edifican su santidad —y la de los demás— y su apostolado. Los hijos de Dios, conscientes de tan bondadosa llamada, aman el mundo con la conciencia de que deben incluirlo en el interior de su relación con Dios. Para el fiel laico, esta invitación supone amar su propia vocación, estimar plenamente el lugar en el que Dios le ha colocado para que le busque y le sirva. «Sed hombres y mujeres del mundo —escribió el Beato Josemaría en un punto de Camino—, pero no seáis hombres o mujeres mundanos»[14]. Sed hombres y mujeres —podemos parafrasear— que amáis al mundo porque pertenecéis a esa realidad, porque experimentáis su riqueza y su valor, y, sobre todo, porque lo reconocéis como materia venida de Dios y querida por Él y, en consecuencia, con toda hondura lo apreciáis, conscientes de que la referencia a Dios no la desnaturaliza ni la destruye, sino al contrario la edifica y perfecciona.

2. El mundo, lugar de encuentro con Dios

«Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno»[15]. Así se expresaba el Beato Josemaría. Pero ¿en qué radica esa bondad que reclama nuestro amor?

La afirmación sobre esa bondad nace de una profunda comprensión de verdades centrales en el dogma cristiano. «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa —decía el Beato, en una de las homilías ya citadas—: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (cf. Gn 1, 7 y ss.)»[16]. Por tanto, Dios mismo, no el hombre, declara la bondad del mundo, porque Él hace de lo creado una realidad buena. Estrictamente hablando, debe decirse que Dios no lo ama porque sea bueno, sino que su bondad estriba en que Dios lo ama, está vinculada a su referencia a Dios. De otra parte, el pecado del hombre, aunque pueda afearlo, se muestra siempre incapaz de arrancar enteramente del mundo su bondad de criatura de Dios. Por eso también este mundo concreto afectado malignamente por el pecado, puede ser regenerado, devuelto a su bondad originaria. Oigamos de nuevo al Beato Josemaría, completando la cita anterior: «Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios»[17].

Dios trasciende la creación. Pero —y así lo señala el Catecismo de la Iglesia Católica— precisamente «porque es el Creador soberano y libre, causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas»[18]. Al crear el mundo, Dios no lo arroja al vacío ni se desentiende de su realidad: no es un Dios lejano que le deje ya ir por su cuenta, como hace un relojero después de componer las piezas del reloj. Dios permanece muy cerca; continúa concediendo el ser y la vida a todo cuanto existe, de modo que, como dice San Pablo, «en él vivimos, nos movemos y existimos»[19]. Sólo esa íntima y misteriosa presencia, vinculada al acto creador y más fuerte que el pecado de los hombres, constituye el fundamento de la bondad de lo creado. «Todas las cosas son vuestras», afirma también el Apóstol de las Gentes[20]. El mundo, don de Dios a cada uno, nos lo entrega Dios, otorgándonos la capacidad de poseerlo por la inteligencia y el amor. Y, en Cristo y en el Espíritu Santo, nos concede la fuerza para vencer al mal y al pecado.

«Sabedlo bien —insistió el Beato Josemaría—: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[21]. En nuestra vida diaria en el mundo, los hombres estamos llamados a descubrir el amor de Dios por nosotros, a advertir sus requerimientos, percatándonos de que nos invita a corresponder a su caridad perfecta no sólo con pensamientos y deseos, sino con obras. Es esa caridad divina la que mueve a Dios a confiarnos el mundo como herencia, y sólo reconociendo ese don advertimos todas las implicaciones de cómo debemos vivir y trabajar, de cómo santificar cuanto somos y cuanto nos rodea.

Con la fuerza y persuasión de San Pablo, hemos de recordar a los hombres de nuestro tiempo que «lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas»[22]. «El firmamento —comenta San Atanasio—, mediante su magnificencia, su belleza, su orden, es un pregonero prestigioso de su artífice, cuya elocuencia llena el universo»[23]. «El silencio de los cielos —glosa San Juan Crisóstomo— es una voz más poderosa que la de una trompeta: esa voz grita a nuestros ojos y no a nuestros oídos la grandeza de aquél que los hizo»[24]. Dios «nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo»[25], afirma a su vez el Beato Josemaría, con frase que alude no sólo a la belleza del universo material, sino al acontecer de la historia, que el hombre forja con su libertad. En el hombre y en su libre obrar hay, en efecto, una bondad natural superior a la de toda otra criatura de este mundo, y una apertura al don de la vida sobrenatural[26].

Dios nos muestra su rostro a través del mundo que contemplamos. Esta es la razón última de que lo creado se nos presente como algo verdadero, bueno y bello. Lo descubrimos a través del espectáculo de la naturaleza, de la inmensidad de los espacios ilimitados que nos circundan. Pero también por medio de la historia humana, en la que irrumpe, sin duda, el pecado pero también la grandeza del espíritu humano y, más aún, el amor de un Dios, que siendo Padre todopoderoso, saca bien incluso de los males[27].

La creación remite a una presencia que va más allá de lo que observamos: nos habla de Dios; constituye, por eso, a través de un claroscuro y en ocasiones casi como entre tinieblas, una cierta revelación de Dios, que la ha originado y sostiene todas las cosas en la existencia: el Verbo eterno es «la Palabra de Dios, en la que está encerrado el sentido del mundo, su verdad»[28]. En este sentido, aludir a una “sacramentalidad del mundo” —como hace Juan Pablo II—[29] es reconocer ahí la presencia del misterio de Dios que sale a la búsqueda del hombre. Como es obvio, el término “sacramento” puede aplicarse a la creación sólo de un modo análogo al empleado para referirse a los siete sacramentos, en los que, en modos diversos, se hace presente la fuerza salvadora de Cristo por el Espíritu Santo.

La expresión “sacramentalidad del mundo” no se reduce, sin embargo, a una expresión meramente metafórica, ya que el mundo nos remite a Dios y se halla presente en nuestro ascenso al Creador. Quizá cabe afirmar que ese salir de Dios hacia la criatura en los sacramentos prolonga de un modo nuevo, con una gratuidad y una libertad plenas e insospechadas, su búsqueda de cada uno por medio del cosmos. Separar ambos caminos equivaldría a olvidar la admirable continuidad, dentro de la discontinuidad, que existe entre la creación y la redención, entre la creación del hombre, su elevación a la comunión sobrenatural con la Trinidad y la posterior liberación del pecado. El encuentro con Dios en el mundo nos prepara para el que se verifica también con Él en los sacramentos, que nos facilitan la posibilidad de descubrir y amar más a Dios en las actividades de cada jornada.

El Beato Josemaría al animarnos a materializar la vida espiritual, a descubrir a Dios en lo más material y ordinario, anunciaba: «¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo —vino y pan—, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre (...)?»[30].

3. El mundo como tarea

Pasemos ahora al segundo de los puntos que deseo glosar: el mundo como tarea. Ningún ser humano puede vivir sólo para sí mismo: necesita de los demás y del mundo, de modo que se reconoce a sí mismo en su relación con unos y otros, sirviéndose de esas experiencias para el encuentro con Dios. El hombre sabe que su origen y destino están profundamente ligados a la creación. Por eso, al buscar su propia identidad, contempla el cosmos y bucea en sus orígenes; e intentado alcanzar su plenitud, trabaja por perfeccionar el ambiente en el que vive. Los afanes de la ciencia y de la técnica esconden el anhelo de conocer el propio origen y el destino del hombre. Por eso, aunque quizás no se advierta de un modo consciente, esa búsqueda del hombre encierra un ansia de Dios.

De otra parte, conviene insistir en que el mundo, en cuanto revelación natural, es palabra que Dios dirige a la criatura humana. No una palabra pronunciada de modo impersonal o lanzada al vacío, sino dirigida a seres concretos que pueblan la tierra, para que podamos —a través de esa hechura del Creador— reconocer y amar a Aquél que es nuestro principio y nuestro fin. De gran profundidad y consuelo se nos muestra la afirmación de Juan Pablo II, cuando nos empuja a «leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado»[31].

Pero el hombre no ha sido creado sólo para contemplar el cosmos, para maravillarse ante la magnitud del universo, sino también para plasmar precisamente ahí, con el lenguaje de su trabajo, su respuesta al amor de Dios[32]. Al entregar el mundo al hombre, Dios le ofrece la materia en la que debe escribir su respuesta filial al amor divino que le hace existir.

Por eso, el mundo es, inseparablemente, lugar de encuentro con Dios y tarea que se ha de realizar. La historia en su conjunto, las relaciones familiares y de amistad, la evolución de las sociedades y de las civilizaciones, el desarrollo de las ciencias y de la cultura, todo lo que integra el entorno del hombre forma parte de esa tarea que Dios coloca ante la criatura, confiándosela para que la haga fructificar en virtud de los dones que Él mismo le otorga. Cabría glosar esta verdad desde muchas perspectivas. Lo haré aquí centrando la atención en una de las realidades que más directamente se refiere a la realización de una actividad: el trabajo; y acudiendo como guía a una expresión que el Beato Josemaría usó con frecuencia: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo»[33].

a) Santificar el trabajo

«Ha querido el Señor —escribe el Fundador del Opus Dei— que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el “amor al mundo” que late en el cristianismo. —Por tanto, no debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional, ni en tu empeño por construir la ciudad temporal»[34]. Este amor no consiste sólo en una admiración pasiva, sino que implica un impulso activo a la intervención. Este cometido nos impulsa a enriquecer el mundo, a destinarle nuestro tiempo y nuestro empeño, dedicando a este noble afán nuestras facultades, nuestras ilusiones de mejora, nuestros ideales de servicio a los demás.

El hombre se sabe ordenado al trabajo. Más aún, en circunstancias normales, se siente atraído por el trabajo, le apasiona rectamente el trabajo. Experimenta el esfuerzo y, en ocasiones, el fracaso; pero también la alegría de la obra bien hecha; y el deseo de mejorar, de conocer cada vez más hondamente la naturaleza y las leyes del sector de esa misma naturaleza sobre la que se ejerce su actividad, para desarrollar así más plenamente las técnicas que permiten orientarlo y dominarlo. Todo esto puede resumirse en una expresión: ilusión profesional. Una entrega sana y recta a la propia tarea, que forma parte de su amor al mundo.

La ilusión profesional no sólo se refiere a los saberes y a las técnicas sino, también y sobre todo, a las personas. Alimentar esa ilusión profesional implica no sólo una noble ambición de crecer personalmente, sino también una aspiración responsable de servir, de contribuir cada vez más eficazmente al bien de quienes nos rodean, aportando al acervo social los frutos de nuestro trabajo. «El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido (...). Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor»[35]. La ilusión profesional no se reduce a una ilusión egoísta. Amamos la profesión, tanto porque forma parte de nuestra condición y de nuestra personalidad, como porque contribuye a la mejora de la sociedad en la que nos desenvolvemos.

Pero su contenido se presenta más rico. El hombre, capaz de pronunciar “un tú y un yo llenos de sentido”, se halla en condiciones de llegar también a Dios, de amar a ese Dios «que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara»[36]. Junto a realidades y experiencias humanas, y precisamente para que sean noblemente humanas, en la ilusión profesional del cristiano ha de estar presente el amor a Dios. De este modo, al mismo tiempo que nos ejercitamos en custodiar la tierra y conducirla a la perfección, nos reconocemos vinculados al mundo, que deseamos ofrecer a Dios como manifestación de gratitud. Al hombre, que fue creado para trabajar —«ut operaretur», precisa el Génesis[37]-, le corresponde dedicarse a esas ocupaciones para la gloria de Dios. Con su trabajo, la criatura enriquece el mundo recibido de Dios, para después presentárselo como un sacrificio de alabanza.

Debemos trabajar siempre con la mirada en el Cielo, con la persuasión de que, al actuar de ese modo, no nos apartamos del trabajo y de cuanto exige y reclama, sino que, por el contrario, nos vemos impulsados a cumplir mejor nuestras obligaciones, con más sentido profesional y con más empeño. Así lo enseñaba el Beato Josemaría a aquellos universitarios que acudían a su consejo, en Burgos, durante la guerra civil. Paseando con ellos se acercaba a la catedral y subía a una de las torres, «para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa». Allí les comentaba: «¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos»[38].

Santificar la propia profesión, la de cada uno, entraña el esfuerzo de la labor diaria para convertirla en una obra santa, que se dedica preeminentemente a Dios. Se trata de una obra que se ha procurado hacer bien profesionalmente, acabada, e impregnada desde el principio hasta el fin por el amor a los demás y por el espíritu de servicio.

b) Santificarse en el trabajo

Afirma Juan Pablo II que «el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo, pero sin olvidar, ante todo, que el trabajo está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”»[39]. Apunta aquí una enseñanza fundamental en la doctrina cristiana sobre el trabajo, que prolonga y desarrolla lo que señalaba antes sobre la íntima relación entre recta ilusión profesional y espíritu de servicio. La persona responsable siempre debe preguntarse si está contribuyendo real y efectivamente al bien de los demás, y proceder a un sano examen de conciencia, apoyándose en los criterios, orientaciones y sugerencias de la doctrina social de la Iglesia.

La consideración del hombre como sujeto del trabajo tiene implicaciones no sólo sociales, sino también individuales. Con el trabajo, no sólo estamos llamados a perfeccionar el mundo y a aportar bienes a los que nos rodean, sino que debemos también enriquecernos como personas. El esfuerzo por perfeccionar el mundo, por transformarlo en un hogar siempre acogedor para la humanidad, revierte sobre nosotros mismos. «El trabajo es un bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre; es más, en un cierto sentido, “se hace más hombre”»[40].

Sembrando el bien, el hombre se vuelve bueno. Santificando el trabajo, buscando el perfecto acabamiento de su tarea con espíritu cristiano, se realiza como cristiano, se santifica. Cuando el amor al mundo es simultáneamente expresión de nuestra condición humana y de nuestra fe cristiana, la entrega al trabajo convierte a cada uno en un sacrificio agradable a Dios. La ofrenda a Dios de los frutos de la profesión respectiva, de la que antes hablaba, esculpe la imagen visible de esa ofrenda más profunda: al ofrecer a Dios nuestras ocupaciones, en sus diversas fases, le brindamos gozosamente la vida con nuestros ideales, con los anhelos nobles de amor y de servicio que nos mueven. Nos presentamos ante Dios —según dice el Apóstol[41]- como una oblación de suave olor.

Al procurar diariamente cumplir con heroicidad la propia tarea, se ponen en juego las más variadas virtudes humanas: la laboriosidad, la justicia, la reciedumbre, la perseverancia, la honradez, la fortaleza, la prudencia... Y, con éstas, las teologales: la fe, que nos impulsa a percibir la cercanía de Dios y el sentido último de nuestros afanes; la esperanza, que anima a confiar hondamente en Dios y a perseverar en el empeño, a pesar de las dificultades; la caridad, que conduce gozosamente a amar con entrega, con sinceridad y con obras en las más diversas ocasiones y momentos. De esa forma, los deseos y los proyectos que el cristiano alberga en el corazón se transforman en oración sincera de alabanza, de petición por sus hermanos, de acción de gracias a Dios que nos ha encomendado el mundo y su recto orden como muestra de su predilección. Una oración que se traduce en palabras, pero que no siempre las necesita, porque su lenguaje se labra en el mismo trabajo: la puntualidad, el orden, el cuidado de las cosas pequeñas...

En este rico conjunto, palabras y obras, se acrisola el amor con el que buscamos servir a Dios y a los demás; una caridad gozosa que nos impulsa a ser «contemplativos en medio de la calle», como le gustaba repetir al Fundador del Opus Dei. Actuando de este modo, afirmaba, «dondequiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos —en la fábrica, en la universidad, en el campo, en la oficina o en el hogar—, nos encontraremos en sencilla contemplación filial, en un constante diálogo con Dios»[42].

c) Santificar a los demás con el trabajo

Me detengo ahora en el tercer y último de los componentes de la frase del Beato Josemaría que estamos comentando: santificar a los demás con el trabajo.

Nuestro quehacer contribuye al acercamiento a Dios de quienes nos rodean, en la medida en que, ejercido con competencia profesional y espíritu de servicio, redunda en el bien de la sociedad y de cuantos la componen, mejorando las condiciones familiares, ambientales, de relación, etc. con el intento de que el mundo progresivamente se adecúe más a la dignidad del hombre, a su condición de hijo de Dios. La actitud de servicio a la sociedad, siempre necesaria, no agota el sentido de misión y de dimensión apostólica connaturales al espíritu cristiano, pues empobreceríamos esa intención si no nos impulsara a fomentar la ilusión y el afán de contribuir, personal y concretamente, a la amistad de las almas, una a una, con Dios.

Al desempeñar nuestra labor diaria nos relacionamos con muchas personas concretas: los miembros de la propia familia, los compañeros y colegas, los dirigentes y los empleados, los clientes y los proveedores, los que se cruzan con nosotros —ocasionalmente o de forma habitual— al recorrer las calles de la ciudad o del pueblo, o al compartir los autobuses y trenes que nos conducen al lugar de trabajo... Personas definidas, con sus nombres y apellidos, que para un cristiano no pueden ser nunca seres anónimos, meros trazos que integran un contexto que se mira con indiferencia o, en todo caso, con una distante objetividad.

La fe nos estimula a reconocer a quienes nos rodean como hijos e hijas de Dios. Y la caridad anima fuertemente a tratarlos con esa visión, compartiendo sus alegrías, interesándonos por sus problemas, hasta transmitirles, junto a la ayuda humana que les podamos prestar, el mayor bien que poseemos: nuestra propia fe. Ese coincidir con motivo de la labor profesional da origen así, espontánea y naturalmente, a la amistad y, con esta fraternidad, al apostolado, al celo santo y al empeño por animar a conocer a Cristo, por acercar a Cristo; pues —acudo de nuevo a palabras del Beato Josemaría— «el apostolado, esa ansia que come las entrañas del cristiano corriente, no es algo diverso de la tarea de todos los días: se confunde con ese mismo trabajo, convertido en ocasión de un encuentro personal con Cristo. En esa labor, al esforzarnos codo con codo en los mismos afanes con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con nuestros parientes, podremos ayudarles a llegar a Cristo»[43]. La santificación del trabajo y nuestra propia santificación en el trabajo se prolongan santificando a los demás con esa ocupación, sirviéndoles. Y esta última dimensión redunda en bien de las dos anteriores[44].

4. La gran liturgia del universo

Dios, que no necesita de nada, crea el mundo, en un acto de suprema liberalidad, por puro amor; como escribió San Buenaventura, «no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla»[45]. La realidad del mundo nos remite mucho más allá de su existencia: al misterio insondable de la vida y del amor divinos; a la infinitud inconmensurable de Dios Padre que comunica eternamente todo su ser al Hijo, al infinito amor unitivo del Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo. Fluye y abunda en el seno de la Trinidad, una «corriente de amor»[46] que se desborda en la creación del mundo, de los hombres y de los ángeles, llamados a participar de su intimidad. La tradición teológica se ha hecho eco de esta realidad acudiendo al decir de San Ireneo, cuando escribe que «Dios Padre, origen fontal de todo cuanto existe, crea el mundo con sus dos manos que son el Hijo y el Espíritu Santo»[47].

«En él [en Cristo] fueron creadas todas las cosas (...) y todas subsisten en él», afirma San Pablo, que a continuación añade: «Dios tuvo a bien que en Él habitase toda la plenitud, y por Él reconciliar todos los seres consigo»[48]. El Hijo eterno, por el que todo el universo subsiste, toma la naturaleza humana, asume esa condición nuestra llegando hasta el extremo de la muerte; y, resucitado en «espíritu que da vida»[49], comunica a la creación el Espíritu Santo del que Él mismo se halla lleno. Con su acción poderosa, el Hijo y el Espíritu conducen todas las cosas hacia el Padre, de modo que el mundo se nos muestra como un reflejo del eterno amor intratrinitario, como don u ofrenda que el Hijo y el Espíritu Santo continuamente reciben del Padre y continuamente le devuelven.

La Santísima Trinidad y nuestra sobrenatural relación con el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo, es una realidad que no podemos abarcar con nuestra mente. Pero es una realidad central a la que debe volver sin tregua nuestra oración, porque ahí radica el fundamento de toda la vida cristiana, de ese amor al mundo que comporta el compromiso de no alejarnos del lugar que ocupamos, precisamente para devolverlo a su Creador. Al mirar todo el cosmos en su entidad de don del Cielo, tocamos —por el papel de protagonistas que se nos ha señalado para este tiempo de la historia— el amor paterno que funda nuestra filiación divina[50]. «Los cielos narran la gloria de Dios», canta el salmo[51]. ¿Cómo no recordar las palabras de Jesús, que nos conducen a descubrir en esa gloria la huella de la bondad infinita de Dios volcada hacia nosotros?: «Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Es que no valéis vosotros mucho más que éstas?»[52].

Anclados en esa conciencia de nuestra filiación divina, podemos aspirar, con certeza valiente, a que no sólo los cielos, sino también la historia, el desarrollo de los pueblos y de las sociedades, narren igualmente la excelsitud de Dios, como manifestación y reflejo de su bondad y su amor. En el caminar hacia su último fin, el hombre está convocado a percibir y desarrollar las potencialidades impresas por el Señor en las realidades salidas de las manos divinas, y, en ese sentido, debemos vernos invitados a continuar la creación. Como afirma Juan Pablo II, «en la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental: el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador»[53]. Y por trabajo se entiende aquí no sólo la acción por la que se transforma la materia, sino cualquier actividad por la que el hombre configura y desarrolla tanto su vida individual como la colectiva.

Dominar la naturaleza, desarrollar la obra de la creación, estimula a pensar con responsabilidad, con esfuerzo y tenacidad, en facetas que nos atañen a cada uno. Ciertamente esas actitudes no deben faltar. Pero debemos procurar situarlas en el contexto del amor trinitario que acabo de mencionar. Creados a semejanza del segundo Adán, Cristo, que como Verbo eterno hace existir todas las cosas orientándolas hacia el Padre, y movidos por Dios Espíritu Santo, que todo lo vivifica con su amor, los hombres estamos llamados a descubrir en nuestro trabajo el rostro paterno de Dios, al mismo tiempo que como hijos en el Hijo procuramos —a la medida de nuestra pequeñez— colaborar con la mayor generosidad posible en la gran obra de la creación. Si así procedemos, no sólo alcanzaremos una conciencia más plena de nuestra personal responsabilidad, sino que advertiremos que nuestro trabajo se proyecta hacia un horizonte mucho más amplio —infinito, a decir verdad, como es infinito el amor de Dios—, y experimentaremos la necesidad de vivir con una disposición de ánimo, marcada en todo instante por la maravilla y la alegría que suscita en el alma la conciencia del inmenso don de la filiación divina. Al trabajar de esta manera, nuestra tarea se transformará en expresión de agradecimiento filial y contribuirá al canto de gloria a Dios que debe entonar el universo.

Juan Pablo II ha recogido esta realidad, resaltando con vigor que ese horizonte grandioso debe iluminar el conjunto de la historia, todas y cada una de nuestras jornadas. «La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios debe llegar —cito sus palabras— (...) incluso a los quehaceres más ordinarios»[54]; todos los hombres y mujeres han de tomar conciencia —continuaba— de que mediante su labor cotidiana, mientras procuran el sustento para sí y para su familia y procuran servir a la sociedad, «contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia»[55].

El Beato Josemaría predicó incansablemente esa misma verdad. Entre otros muchos textos posibles, menciono uno tomado de Surco, extremadamente gráfico y muy elocuente por su sencillez. «Me escribes en la cocina, junto al fogón. Está comenzando la tarde. Hace frío. A tu lado, tu hermana pequeña —la última que ha descubierto la locura divina de vivir a fondo su vocación cristiana— pela patatas. Aparentemente —piensas— su labor es igual que antes. Sin embargo, ¡hay tanta diferencia! —Es verdad: antes “sólo” pelaba patatas; ahora, se está santificando pelando patatas»[56]. Con su faenar diario, informado por la gracia, la criatura, todo hombre y toda mujer, ofrece a Dios el mundo entero. Al realizar su tarea, imitando a Jesús y en unión con Él, participamos activamente en la alabanza que el Hijo eterno dirige el Padre y tocamos la alegría de estar en comunión con la Trinidad.

5. El cristiano y la redención del mundo por Cristo

Estas grandes perspectivas cristianas resultarían incompletas y podrían incluso parecer irreales, si no aludiéramos a una cuestión que en nuestra experiencia cotidiana salta a los ojos: la presencia en el mundo del mal y del pecado.

En los albores de la historia, antes de la grave ofensa de nuestros primeros padres, la comunión con Dios —vivida en medio del mundo— era algo sencillo y natural. Así lo insinúa el relato del Génesis cuando, con lenguaje poético, habla de Dios diciendo que «se paseaba por el jardín del Edén»[57]. La creación material, la naturaleza que rodeaba al hombre, no suponía un obstáculo a la unión de la criatura con su Creador; al contrario, suscitaba de manera espontánea y natural el diálogo con Dios.

El pecado original, al que después se han añadido nuestros errores personales, ha oscurecido nuestra mirada y debilitado nuestra voluntad. Nuestro dominio sobre la tierra se ha tornado arduo y con frecuencia penoso. En el cansancio, en la enfermedad, en la dura experiencia de la muerte, en la incomprensión por parte de los demás, etc., el mundo parece volverse contra el hombre.

Esa herida, esa dificultad para el recto dominio del yo y de cuanto nos rodea, la experimentamos también como una rebelión del cuerpo contra el alma. Nos asaltan inclinaciones que proceden de nuestro propio ser, pero que, al mismo tiempo, nos resultan ajenas por descubrir su oposición radical al bien que deseamos cumplir[58]. En ocasiones, el mundo, que debería ser medio de acercamiento a Dios, incluso se transforma en ocasión que nos aleja de Él. Y así, no sólo se escapa al dominio del hombre, sino que incluso parece sustraerse al señorío de Dios, alzándose en contra de su propio Creador.

En ese contexto, surge fácilmente un interrogante: ¿constituye todavía el mundo una realidad buena, amada por Dios?, ¿entra en el amor de Dios un mundo así? La fe cristiana responde con una afirmación decidida, real: el mundo sigue siendo bueno. El pecado lo ha herido, pero no ha destruido del todo su bondad; sigue habiendo en la creación una raíz y una capacidad de bien que puede, y debe, ser desarrollada. Y la Escritura añade: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna»[59]. Tanto amó Dios al mundo... Aún después del pecado, de todos los pecados que atestigua la historia y de los males que de esos flagelos se derivan, Dios no abandona la humanidad a su suerte, sino que sale a su encuentro enviando a su Hijo.

Al tomar nuestra naturaleza, el Hijo eterno de Dios recibe el mundo marcado por el pecado, con un cometido de salvación que el Padre le confía. Acogiendo y amando al mundo, Jesucristo lo reconcilia con Dios[60]. Durante treinta años, Él experimentó el cansancio que deriva del trabajo. Conoció después el abandono, la persecución, la traición y el escarnio. Y, finalmente, la muerte terrible en la cruz. Así, el Dios humanado concluyó la obra de la creación redimiendo al mundo del pecado. La entrega de Cristo en la Cruz se alza como fuente y modelo del amor al mundo en el que vivimos y en el que debemos trabajar, participando de esa caridad que redime. Si Dios quiso tan tiernamente a sus criaturas, incluso cuando éstas le rechazaban, ¿cómo no deberemos entregarnos nosotros, amando apasionadamente esta tierra, para conducirla, con Él, hacia el Padre?

«El mundo nos espera —decía el Beato Josemaría—. ¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha enseñado: “sic Deus dilexit mundum...” —así Dios amó al mundo; y porque es el lugar de nuestro campo de batalla —una hermosísima guerra de caridad—, para que todos alcancemos la paz que Cristo ha venido a instaurar»[61]. Este amor de Dios manifestado en Cristo es redentor, libera al mundo del pecado. Un amor que, por así decir, crea de nuevo al mundo y nos lo confía otra vez.

«El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?»[62].El “entregarnos de nuevo lo creado” por parte de Dios entraña, en virtud de la gracia de Cristo por el Espíritu Santo, una nueva capacidad de poseerlo, de acogerlo, en actitud de amor y de entrega y, de ese modo, santificarlo y ofrecerlo a Dios Padre. Al otorgarnos su gracia, su vida entera, Jesucristo nos ilumina con su luz para conocer el mundo, según su corazón, y nos colma de su fuerza para amarlo con rectitud de intención y con actitud de servicio. El delirio de Dios por sus criaturas, plenamente manifestado en el misterio pascual de Jesús, es fuente que alimenta —venciendo al pecado— el amor de los cristianos al mundo.

De ahí la alegría cristiana, eco de aquel primer grito de las santas mujeres al regresar, alborozadas y atónitas, del sepulcro vacío: «¡Jesús, el Señor, ha resucitado!»[63]. En la escucha de la palabra de Dios y en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía, el cristiano revive esa escena y nutre su alma con la fuerza de la entrega completa de Cristo. Gracias a ese amor, puede desenvolverse en el mundo —en la familia, en el trabajo, en las relaciones sociales— de un modo nuevo: más hondo, más generoso, más apasionado, rebosante de fe, de esperanza, de caridad.

Y cuando el cansancio, el dolor, la incomprensión o el rechazo se hagan presentes, llegando incluso a insinuar la vacilación y el desánimo, la criatura, al mirar hacia la Cruz, podrá recobrar las fuerzas y una ilusión más profunda que la meramente humana. Como enseñaba el Beato Josemaría: «Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú»[64]. Invitación neta a que pongamos los ojos en la Cruz, único camino que une el Cielo y la tierra.

No lo olvidemos: Cristo nos ha traído su victoria, y nos invita a la vez a participar de su misión y de su camino, a cooperar con Él en la tarea de la redención, mediante nuestro esfuerzo, nuestro trabajo, nuestra entrega. Amando al mundo con el corazón de Cristo en la alegría y en el dolor, en los momentos de exaltación y en los reveses, en las grandes ocasiones y en el cotidiano caminar ordinario, colaboramos con Él en la tarea de preparar los nuevos cielos y la nueva tierra de los que habla el Apocalipsis, y en los que —como señala el Concilio Vaticano II— «volveremos a encontrar limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados»[65], todos los frutos de libertad, de fraternidad, de justicia, de paz que hayamos anhelado y buscado durante nuestro paso sobre la tierra.

6. Conclusión

«En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y en motivo de alejamiento de Dios, el nuevo Beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria del Creador y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo»[66].

He pretendido que estas palabras, pronunciadas por Juan Pablo II el 17 de mayo de 1992, en la homilía durante el solemne rito de beatificación del Fundador del Opus Dei, fueran el hilo conductor de toda la exposición que precede. En este Simposio, se ha querido evocar a “testigos del siglo XX”, presentándolos como “maestros del siglo XXI”, como ejemplo y estímulo para la etapa histórica que comenzamos hace dos años; para que, con la gracia de Dios, nos decidamos a imitarles. Consideré, por eso, que debía fijar la atención en alguno de los aspectos centrales del mensaje del Beato Josemaría; concretamente, en esa enseñanza nuclear “el amor al mundo”, en la que confluyen perspectivas dogmáticas y espirituales.

Todo cristiano está llamado a participar en la misión de Cristo. Algunos lo harán retirándose a la soledad de un monasterio, dando así testimonio público de la trascendencia divina. Otros, dedicándose al ministerio sacerdotal, fuente indispensable para la Iglesia. Otros, la mayoría, santificando desde dentro las variadas realidades y ocupaciones terrenas. A todos dirige la Iglesia, también a través de la palabra y la vida del Beato Josemaría, una invitación y guía eficaz para descubrir y manifestar —cada uno en su propia situación— la buena noticia del amor de Dios, Creador y Redentor del mundo.

[1] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 3.

[2] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 13.

[3] Para los aspectos biográficos, cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, especialmente pp. 251-324. Vid. también J.L. ILLANES, Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha, en AA.VV., “Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei”, Eunsa, Pamplona, 2ª ed., 1985, especialmente pp. 96-101.

[4] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo Millennio ineunte, n. 16.

[5] Ibid.

[6] Ibid., n. 31

[7] Ibid. Sobre la santidad como participación de la persona creada en la santidad increada de Dios y como perfección de la persona, cfr. L. SCHEFFCZYK, La santidad de Dios, fin y forma de la vida cristiana, en «Scripta Theologica» 11 (1979), pp. 1021-1036.

[8] Cfr. A. DEL PORTILLO, Una vida para Dios. Reflexiones en torno a la figura de Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1992, p. 69-73.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 47.

[10] Ibid., Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, n. 113.

[11] Ibid.

[12] Ibid.

[13] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 2.

[14] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 939.

[15] Ibid., Es Cristo que pasa, n. 112.

[16] Ibid., Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, n. 114.

[17] Ibid., Es Cristo que pasa, n. 112.

[18] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 300.

[19] Hch 17, 28.

[20] 1 Cor 3, 21.

[21] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, n. 114.

[22] Rm 1, 19-20.

[23] SAN ATANASIO, Expositiones in Psalmos, XVIII (PG, 27, 124).

[24] SAN JUAN CRISÓSTOMO, Ad populum antiochenum hom. IX (PG 49, 105).

[25] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 62.

[26] Sobre la enseñanza del Beato Josemaría acerca de la libertad, cfr. El primado existencial de la libertad, en AA.VV., “Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei”, cit., pp. 341-356. Vid. también A. LLANO, La libertad radical. Homenaje al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en “Discursos en la Universidad”, Pamplona 2001, pp. 95-104.

[27] Cfr. Rm 8, 28.

[28] J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos, Herder, Barcelona 1985, p. 406.

[29] “En el hombre creado a imagen de Dios se ha revelado, en cierto sentido, la sacramentalidad del mundo”, JUAN PABLO II, Audiencia general, 20-II-1980, n. 5, en “Enseñanzas al Pueblo de Dios”, 5 (1980), p. 142-142.

[30] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones, n. 115.

[31] JUAN PABLO II, Carta enc. Centesimus annus, 1-V-1991, n. 37.

[32] Cfr. Gn 2, 15.

[33] Ver, por ejemplo, Conversaciones, n. 70, Es Cristo que pasa, n. 46 y Amigos de Dios, n. 9.

[34] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 703.

[35] Ibid., Es Cristo que pasa, n. 48.

[36] Ibid.

[37] Gn 2, 15.

[38] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 65.

[39] JUAN PABLO II, Carta enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 6

[40] Ibid., n. 9.

[41] Cfr. 2 Cor 2, 15.

[42] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 11-III-1940, n. 15.

[43] Ibid., Amigos de Dios, n. 264.

[44] Entre los autores que ya han tratado sobre la profunda y original enseñanza del Beato Josemaría acerca del trabajo, cfr. J.L. ILLANES, La santificación del trabajo, Ed. Palabra, 10ª ed., Madrid 2002. Vid. también, J.M. AUBERT, La santificación del trabajo, en AA.VV., “Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei”, cit., pp. 215-224.

[45] In secundum librum Sententiarum, dist. 1, p. 2, a. 2, q. 1; citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 293.

[46] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 85.

[47] SAN IRENEO, Adversus hæreses, 4, 20, 1.

[48] Col 1, 16-17.19-20.

[49] 1 Cor 15, 45.

[50] La filiación divina es otro de los grandes temas centrales en la enseñanza del Beato Josemaría, en el que no es posible detenerse aquí. Cfr. F. OCÁRIZ, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 2001, pp. 175-221.

[51] Sal 18 (19) 2.

[52] Mt 6, 26.

[53] JUAN PABLO II, Carta enc. Laborem exercens, n. 25.

[54] Ibid.

[55] Ibid.

[56] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 498. El Beato Josemaría contemplaba especialmente esta santificación de las actividades más corrientes en la vida de Jesús, María y José en Nazaret: cfr. A. ARANDA, El bullir de la sangre de Cristo, Rialp, Madrid 2000, pp. 153-201.

[57] Cfr. Gn 3, 8.

[58] Cfr. Rm 7, 14-23.

[59] Jn 3, 16.

[60] Deus erat in Christo mundum reconcilians sibi (2 Cor 5, 19).

[61] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 290.

[62] Rm 8, 32.

[63] Cfr. Lc 24, 8 y sus paralelos.

[64] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 178.

[65] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 39.

[66] JUAN PABLO II, Homilía en la ceremonia de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer y Josefina Bakhita, Roma, 17-V-1992.

Romana, n. 34, enero-junio 2002, p. 73-90.

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