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Conferencia inaugural del Congreso 'La grandeza de la vida ordinaria' , con el título 'Maestro, Sacerdote, Padre. Perfil humano y sobrenatural del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer'. Roma, 8-I-2002

La visión cristiana del mundo asegura que la Providencia divina rige los acontecimientos físicos y humanos, sin destruir la legítima autonomía de lo terreno. Esta certeza vale, de un modo especial y misterioso, para la persona: en la actuación de Dios —calificada tradicionalmente como «firme y suave»[1]- se hace compatible su Omnipotencia con el más delicado respeto a la libertad. En pocas palabras, no domina al ser humano un destino ciego, sino que —lo advirtamos o no— la solicitud amorosa de nuestro Padre Dios nos orienta hacia lo mejor, tanto para su gloria como para cada uno de nosotros.

Más en concreto, pertenece también a la visión cristiana de la vida la convicción de que la existencia personal responde a un designio amoroso de Dios, que «nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor»[2]. Esta invitación universal a la santidad adquiere en cada individuo la forma de un llamamiento peculiar e irrepetible, que se va descubriendo a lo largo de los años y llega a hacerse patente si la criatura busca de veras cumplir la Voluntad de Dios, lejos de todo egoísmo.

Lógicamente, esta condición vocacional de la vida humana implica que Dios, en su solicitud paterna, concede gratuitamente a cada uno los dones naturales y sobrenaturales que permiten la realización cabal de sus designios, es decir, el cumplimiento de una misión en el mundo. Por tanto, la vocación —con sus exigencias y con las gracias necesarias— no ha de atribuirse en exclusiva a unos pocos selectos o privilegiados, sino que se extiende de manera universal a todas las personas, creadas por Dios a su imagen y semejanza. A su vez, este proyecto divino no impide que la estructura vocacional de la existencia se haga más notoria en las personas que han recibido un encargo explícito de Dios, que las asocia de forma singular a la misión redentora de su Hijo, como instrumentos elegidos para propagar, de modo efectivo, el reino de Cristo entre las almas. Esos designios específicos se advierten con máxima claridad en la vida de los santos.

La personalidad señera del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer resulta particularmente significativa de esta doctrina evangélica sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado, que —tras las enseñanzas del Concilio Vaticano II— es bien conocida por los fieles de la Iglesia Católica.

Por una parte, este santo sacerdote es uno de los portavoces contemporáneos más destacados de la difusión de esa llamada universal a la santidad, sobre todo en lo que se refiere a los laicos. Mons. Escrivá ha sido un pionero de este anuncio, al recordar lúcidamente —desde 1928, con la fundación del Opus Dei— que la voluntad de Dios para todas las almas es su santificación[3], esa plenitud de la vida cristiana que cada uno ha de buscar en las circunstancias ordinarias donde la Providencia divina le ha situado, y muy concretamente a través de su trabajo profesional, que se convierte así en medio e instrumento de santidad y apostolado.

Por otra parte, la propia biografía del Beato Josemaría constituye un ejemplo señalado de que Dios otorga las gracias necesarias para realizar la misión recibida. Y como la llamada, a la que este sacerdote respondió fielmente, encierra una extraordinaria significación en la historia del mundo y de la Iglesia, no cabe extrañarse de que en su existencia se trasluzcan unos dones humanos y sobrenaturales de envergadura, que procuraba ocultar en su deseo de desaparecer, tratando de pasar inadvertido, movido por su profunda humildad.

Así lo expresó el Prelado del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, en la homilía de la Santa Misa celebrada en la Plaza de San Pedro, al día siguiente de la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, en acción de gracias a la Trinidad Beatísima: «La santidad alcanzada por el Beato Josemaría no representa un ideal imposible; es un ejemplo que no se propone sólo a algunas almas elegidas, sino a innumerables cristianos, llamados por Dios a santificarse en el mundo: en el ámbito del trabajo profesional, de la vida familiar y social. Es un ejemplo clarificador que muestra cómo las ocupaciones cotidianas no son un obstáculo para el desarrollo de la vida espiritual, sino que pueden y deben transformarse en oración; él mismo anota por escrito en sus apuntes personales, con cierta sorpresa, que vibraba de Amor a Dios precisamente por la calle, entre el ruido de los automóviles, de los medios públicos, de la gente; incluso leyendo el periódico (J. Escrivá de Balaguer, 26-I-1932, en Apuntes íntimos, n. 673). Se trata de un ejemplo particularmente cercano, porque el Beato Josemaría ha vivido entre nosotros: muchos de los aquí presentes le habéis conocido personalmente. Él participó con intensidad en las angustias de nuestra época, y precisamente en las actividades diarias, mediante el cumplimiento fiel de los deberes cotidianos en el Espíritu de Cristo, ha alcanzado la santidad»[4].

1. Virtudes humanas

A finales de agosto del año 2000 se cumplió el centenario de la muerte de Friedrich Nietzsche. Se publicaron con ese motivo muchos libros y artículos, muestra de que la figura del pensador alemán —a pesar de sus crispados desequilibrios humanos y sus insuficiencias filosóficas— ha dejado una profunda huella en la mentalidad del último siglo. Una de sus tesis más conocidas es la denuncia de que los cristianos, con su exclusiva valoración de los bienes celestiales —que califica de hipócrita y oportunista—, desprecian lo humano y se convierten en «enemigos de la vida».

La acusación de Nietzsche se revela a todas luces injusta y, como tantas de sus posturas, destartalada y desmesurada. Los cristianos, a lo largo de dos mil años, han apreciado como nadie la dignidad de la persona, han abierto en buena medida el desarrollo de las ciencias positivas, y han inspirado culturas y civilizaciones en las que han surgido genios del arte y del pensamiento, personalidades de extraordinario vigor y de gran capacidad de arrastre. Y esto ha sido posible porque la Iglesia se ha mantenido fiel a la afirmación central de la Encarnación del Verbo: Jesucristo fue, es y será siempre verdadero Dios y verdadero hombre[5], que restaura todas las cosas en su Verdad.

Precisamente en la vida y en la enseñanza del Beato Josemaría destaca su profunda valoración de las virtudes humanas, como fundamento de las sobrenaturales; doctrina no siempre suficientemente remachada en las obras ascéticas convencionales, a las que seguramente tuvo acceso en su primera formación cristiana y sacerdotal. En una homilía pronunciada en 1941, afirmaba de manera inequívoca: «Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere —insisto— muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo»[6].

El Fundador del Opus Dei se refirió alguna vez a la armonía de los hábitos virtuosos con una expresión cargada de fuerza: la «formación enteriza de las personalidades jóvenes»[7]. Pero los primeros que recibieron este espíritu de sus labios —y los innumerables que después han transitado ese itinerario— no aprendieron esta forma de conducta a través de una teoría moral o de un estilo pedagógico. La palparon en el existir cotidiano de aquel sacerdote que les orientaba en su vida cristiana. Los testimonios de su labor pastoral, desde los comienzos hasta su fallecimiento en 1975, confirman que Josemaría Escrivá de Balaguer fue una persona en la que doctrina y vida formaban una unidad indisoluble. No era un maestro frío, teórico de la ética natural y la moral cristiana; tampoco un líder entusiasta que arrastraba con recursos sentimentales. Se reveló como un sacerdote enamorado de Jesucristo, entregado por ese amor al servicio de las almas, con una personalidad fuerte y armónica, en la que lo humano y lo sobrenatural se entrecruzaban en mutua potenciación, con un comportamiento sencillo y enérgico que atraía por su indudable autenticidad, por su compromiso leal con lo que enseñaba, por su coherencia sin quiebras.

El Señor le dotó de cualidades singulares —sus padres las cultivaron con su enseñanza y ejemplo—, que le abrieron al gran panorama del caminar cristiano. Desde niño tuvo una gran capacidad para asumir y asimilar todo lo que recibía dentro del clima espiritual y humano que respiraba. Con normalidad, fue aprendiendo la necesidad de practicar las virtudes humanas y cristianas, en las que hundiría sus raíces la vida interior propia de un niño, de un muchacho, de un adolescente, de un universitario. Sorprenden muy de veras sus dotes de observación y de intuición. No ve en el mundo que le rodea algo que se le impone o simplemente le favorece o le ayuda. Contempla cómo se hacen las cosas en el hogar, el parvulario y el colegio, y va sacando consecuencias.

No olvidará jamás la sonrisa amable de su padre, que nunca pierde la paz, y se interesa por las personas que se hallan a su lado como algo que pertenece a su propia existencia. Le he escuchado muchas anécdotas que muestran la amistad y lealtad de don José Escrivá, proyectadas con más fuerza aún, en el ambiente de familia, con su esposa y sus hijos. Josemaría descubrió en su padre el sentido humano y divino de la amistad y la justicia. Desde que empieza a darse cuenta de lo que le rodea, observa la puntualidad y la responsabilidad en el trabajo de sus padres. Cumplidores del deber, cada uno en su ámbito, desempeñan esas tareas con generosidad, con alegría, sin pérdidas de tiempo. Procuran siempre acabarlas bien, con el estímulo de servir a los de arriba y a los de abajo.

Ese desvelo va de la mano de un profundo sentido de la libertad. Precisamente por el clima de confianza del hogar, que luego trasladará a todos los lugares en que se mueva, afronta el cumplimiento de las propias obligaciones y consulta voluntariamente a quienes pueden aconsejarle. A la vez, en el ambiente familiar descubre la necesidad de la sinceridad verdadera, y adquiere la rectitud de no dejarse llevar por la crítica o la murmuración, ni el resentimiento o el rencor. En la medida en que crece en libertad, sabe darla a los demás, sin mostrarse jamás desconfiado.

Se desenvuelve en una atmósfera familiar que cultiva la educación, el pudor, los buenos modales. Aprende a escuchar, a atender, a aprender, a ayudar en la convivencia. Observa la comprensión que se tiene con los ancianos, los enfermos y los pobres; va atesorando ese comportamiento, con la conciencia de que nadie le puede resultar indiferente. Ha escuchado que el personal que colabora en la casa forma parte de la familia: se impone el agradecimiento y el respeto para no dejarse servir innecesariamente. Con el tiempo, muchas personas saldrán del túnel de la tristeza o de la soledad, al comprobar que el Beato Josemaría las trata como hermanos, con la más sincera amistad. No son pocos los que reconocen que, en sus encuentros con este sacerdote, no contaban con nada que ofrecerle, y se veían como pagados por la caridad con que les trataba: les atendía con tal naturalidad sobrenatural que sentían como si aquello fuera lo normal. No exagero al decir que ha llenado de riqueza espiritual y de esperanza, con su amistad y su paternidad sacerdotal, a muchos indigentes, a incontables enfermos, a personas que otros aislaban o rechazaban, a trabajadores de oficios humildes, a quienes no habían experimentado la seguridad de una familia.

No es posible describir la amplia gama de su carácter recio, que le llevaba a tomarse en serio —como cristiano, como sacerdote, como hombre— la propia vida y la de los demás. Por eso, hasta el final de su paso por la tierra, se distinguió por su afán recto de aprender de todos, de los países donde se encontraba, de los sanos intereses de los otros.

Justamente porque se fijaba en el bien que operaban los demás, era muy agradecido, persuadido de que todos lo enriquecían. A la vez, mostraba una acentuada capacidad de advertir la bondad, la belleza, la nobleza, los grandes ideales, y también las necesidades del prójimo. Desde niño fue acrisolando un afán grande de crecer en doctrina y preparación humana, cultural, profesional.

Su naturalidad —noble, elegante, normal— traslucía su personalidad rica. Jamás hacía comedia ni buscaba recitar. Y, sin embargo, se movía en público o ante las cámaras, sin pretenderlo, como un artista consumado. No representaba, pero estaba dotado de una amplia capacidad de comunicación. Atraía su sonrisa permanente y su mirada inteligente, penetrante, comprensiva. Al hablar, no perdonaba un gesto, reforzado por el movimiento o la quietud de sus manos. Hombre de genio vivo y rápido, puso todas sus dotes humanas al servicio de la misión que Dios le confió. No se dejó llevar de preferencias. Amplió continuamente sus horizontes, hasta alcanzar un temple acogedor, que aceptaba y valoraba lo positivo de cada alma.

Refieren quienes le trataron en la infancia que su alegre simpatía arrastraba. Esa faceta humana la puso también al servicio de la misión recibida de Dios, y supo ser desde los comienzos un apóstol alegre, que transmitía la necesidad de una fe operativa, la firmeza de una esperanza segura, y el tesoro de la capacidad de amar a Dios y por Dios. Con esta misma fuerza llegó al final de su paso por la tierra, acercándose a los corazones de las gentes de muchos países, para descubrirles la riqueza de la amistad con Dios.

2. Optimismo y esperanza

Esta capacidad de arrastre —también en lo humano— de la personalidad del Beato Josemaría no puede atribuirse a un único rasgo, precisamente porque las virtudes heroicas, que la Iglesia ha reconocido en su vida, se entrelazan y funden hasta configurar un temple unitario y armónico.

No obstante, entre las notas distintivas de su carácter, destacó siempre su espíritu constructivo, su alegría contagiosa, su capacidad de optimismo, con una inconmovible esperanza que presenta gozosas manifestaciones humanas y profundas raíces teologales. Son tonos brillantes y luminosos que resaltan vivamente sobre un fondo cultural tantas veces dominado por el pesimismo o la sombría visión inmanente de horizontes cerrados. Se percataba de que un optimismo no basado en el reconocimiento del origen y del fin trascendente del hombre no pasa de ser un sentimiento banal, carente de fundamento. Por esto, huelga decir que el optimismo del Fundador del Opus Dei se sitúa en las antípodas de este sentimentalismo crepuscular, o del progresismo declinante que no renuncia al «proyecto moderno», en versión antropocéntrica y secularista. La visión netamente positiva de Josemaría Escrivá de Balaguer acerca del ser humano —«la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»[8]- tiene una inconfundible base paulina, pues el hombre y la mujer están llamados a identificarse con Cristo[9]: a ser alter Christus, ipse Christus, como acostumbraba a sintetizar[10].

En el fundamento de esa actitud, decididamente afirmativa, que caracteriza el perfil humano del Beato Josemaría, se halla una profunda comprensión de los misterios de la Creación y de la Encarnación. Esa actitud se evidencia de modo neto en su invitación a «amar al mundo apasionadamente». Con este título pronunció una homilía en el campus de la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967, en la que dirigió estas vibrantes palabras a los millares de personas que participaban en la Santa Misa celebrada al aire libre: «Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (...). No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo»[11].

Con una atrevida formulación, que causó gran impacto, se refirió entonces a «un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu»[12]. La firme seguridad que le proporcionaba su sentido humanista de la realidad, y su profunda fe en la presencia salvadora de Cristo en los fieles, le llevaban a conducir su predicación al terreno en el que el catolicismo estaba siendo más atacado en aquel tiempo. Si el materialismo reduccionista —en sus diversas versiones— pretende erradicar las dimensiones espirituales de lo real, el Beato Josemaría retoma en su justo contenido el mismo concepto de materia, para advertir con firmeza que esa idea, cerrada sobre sí misma y refractaria a cualquier apertura a la trascendencia, se queda en abstracción ideológica que nada tiene que ver con la multiforme y compleja realidad en la que se desarrollan cada día las actividades humanas; por eso empobrece la imagen del hombre, hasta el punto de encerrarle en la pura facticidad, en un mero mecanicismo, con el riesgo de conducirle a una tristeza desesperanzada, a una abulia existencial.

En cambio, si la cultura se abre a la razón sapiencial, el panorama se expande y el hombre se libera. Esta impresión —casi corporal, se podría decir— de liberación y apertura, de ampliación de horizontes clausurados, alimenta a quienes se acercan a las enseñanzas del Fundador del Opus Dei. Advierten una experiencia de incremento gozoso, de dilatación de posibilidades existenciales, porque pueden atisbar el inagotable misterio de lo real santificable, y las infinitas perspectivas de santificación —de verdadera realización— que la fe cristiana ofrece a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos.

De acuerdo con la íntima unidad de doctrina y vida mencionada, esa misma sensación se producía al tratar —de modo asiduo o esporádico— al Beato Josemaría. Millares de personas, incluso no cristianas o apartadas de la práctica de la fe, descubrieron —tras un encuentro con este sacerdote santo y lúcido, sencillo y con buen humor— el optimismo y la alegría que les impulsaba a cambiar el curso de su existencia. Y puedo asegurar que sigue aconteciendo a los que se aproximan hoy a su vida a través de los numerosos testimonios y escritos sobre su persona y sus enseñanzas.

Su manera de ayudar a materializar la vida espiritual[13] a través de imágenes gráficas; su modo de rectificar con espontaneidad enfoques que desazonan y desconciertan; su facilidad para presentar ejemplos que iluminan la cotidianidad o de ofrecer consejos realistas y exigentes; su capacidad de levantar el ánimo de oyentes y lectores, traslucen una vivencia de la auténtica esperanza, cuyo origen —casi palpable— es inequívocamente una profunda unión con Cristo. Por eso, su mensaje aporta —entonces como ahora— la inconfundible impresión de esa novedad que no brota tanto de lo original como de lo originario, de lo que está cercano a esa fuente de aguas vivas: el Dios que hace nuevas todas las cosas[14].

Efectivamente, así se muestra la fuerza transformadora de la esperanza. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, «la virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad»[15]. Fiel seguidor del espíritu que el Señor le dio para configurar el Opus Dei, camino de santidad en medio del mundo, el Beato Josemaría acertaba —de un modo casi connatural— al fundamentar perseverantemente en la esperanza sobrenatural las esperas humanas, y a referir éstas, corregidas y purificadas, al horizonte escatológico que cifra toda felicidad definitiva en contemplar cara a cara el rostro de Dios. Cuando, especialmente durante sus últimos años en esta tierra, rezaba de continuo vultum tuum, Domine, requiram[16] —buscaré, Señor, tu rostro—, no escondía en ese anhelo ninguna inclinación a escaparse de los sinsabores de la existencia terrenal, sino el deseo incontenible de encontrar con plenitud en el Cielo la felicidad que el Señor le concedía ya en la tierra, y que contribuyó a difundir a su alrededor, a contrapelo de dificultades y dolores experimentados en carne y espíritu.

En el sosiego interior que Dios le otorgaba, como premio a su desprendimiento y rectitud de intención, no había sombra alguna de estoicismo. Esta actitud no guarda relación con la paz profunda de los hijos de Dios, que se alimenta con la íntima seguridad de que nada realmente malo puede suceder, porque «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios»[17]. El consuelo emparejado con la santidad de vida está tan alejado de la apatheia individualista como del activismo pragmático. Cuando corrían tiempos en que la utopía marxista de la vida o falaces enfoques liberacionistas habían penetrado en la mente de intelectuales, incluso cristianos, el Fundador del Opus Dei promovía la justicia social a través de la acción profesional de los laicos, mientras alentaba numerosas iniciativas apostólicas de promoción humana en los entornos más necesitados y recordaba que la liberación radical —la que Cristo nos ha ganado con su sangre— no es otra que la liberación del pecado, especialmente por medio del sacramento de la Penitencia.

Inmanencia y trascendencia se armonizan en su vivencia de la esperanza cristiana, que se aparta tanto del reduccionismo secularista como de la desencarnación presuntamente espiritualista. La profunda unidad de su experiencia le llevaba a valorar altamente las realidades terrenas, a referirlas a su Creador y Redentor, y a tratar de convertirlas en instrumento de apostolado: «No nos ha creado el Señor —afirmaba en una homilía— para construir aquí una Ciudad definitiva (cfr. Hebr XIII, 14), porque este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar (Jorge Manrique, Coplas, V). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano»[18]. Esta conciliación dinámica —no dialéctica— entre las esperas y la esperanza muestra que Josemaría Escrivá de Balaguer penetró a fondo en las internas contradicciones de esta época de tensiones y cambios, para encontrar —con una especie de instinto sobrenatural— una síntesis superior que, en último término, procedía de su sentido de la filiación divina.

3. Unidad de vida

Si la filiación divina —sentirse hijos de Dios y saber que realmente lo somos[19]— constituye el fundamento de la vida espiritual del Fundador del Opus Dei, su rasgo estructural y constitutivo se manifiesta en la unidad de vida, es decir, la interpenetración de los aspectos culturales, profesionales y sociales con los espirituales y apostólicos en las relaciones del alma con Dios, pues nada en la existencia de la criatura deja de interesar a su Creador. Resulta obvio que unidad no se confunde con mezcla o confusión. No se trata de una especie de «emulsión» o aditivo del trabajo y del caminar cotidiano con la lucha ascética y la actividad apostólica. Consiste en una unidad radical, en la que la persona desarrolla sus acciones en diferentes planos que, sin embargo, no están separados y mucho menos contrapuestos, sino que se entrelazan y concurren al logro de esa plenitud —nunca completamente alcanzada en esta tierra— que es la santidad.

Así se expresaba el Beato Josemaría: «Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales»[20].

En sus coloquios informales con personas de toda procedencia y condición, le preguntaban con frecuencia cómo compatibilizar las exigencias profesionales, cada vez más perentorias, con las obligaciones familiares, con los deberes cívicos y la práctica cotidiana del trato con Dios. De un modo o de otro, sus respuestas iban a parar siempre a la unidad de vida, como solución operativa ante el desconcierto y la angustia que la complejidad de la sociedad genera en hombres y mujeres sobrecargados por solicitudes aparentemente inconciliables.

También en este punto se manifiesta el temple positivo como actitud básica de su perfil intelectual y humano. Nunca acepta la mera resignación. No aconseja que se sufran inactivamente las dificultades. Por ejemplo, a un universitario que se lamenta —especialmente en días de exámenes— de que no puede hacer compatible el estudio intenso con la oración, además de aconsejarle que no descuide esos tiempos de trato con Dios, le responderá derechamente: «Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración»[21]. Un obrero o un empresario con horarios agobiantes, encontrarán luz en este consejo hacedero: «Pon un motivo sobrenatural a tu labor profesional, y habrás santificado el trabajo»[22]. Más articulada y extensa ha de ser la respuesta a un problema muy actual: cómo pueden las mujeres conciliar su creciente presencia en las actividades profesionales fuera del hogar con la imprescindible labor que desarrollan en el ámbito familiar: «En primer término —respondía en una entrevista de prensa concedida en 1968—, me parece oportuno no contraponer esos dos ámbitos que acabas de mencionar. Lo mismo que en la vida del hombre, pero con matices muy peculiares, el hogar y la familia ocuparán siempre un puesto central en la vida de la mujer: es evidente que la dedicación a las tareas familiares supone una gran función humana y cristiana. Sin embargo, esto no excluye la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales —la del hogar también lo es—, en cualquiera de los oficios y empleos nobles que hay en la sociedad, en que se vive. Se comprende bien lo que se quiere manifestar al plantear así el problema; pero pienso que insistir en la contraposición sistemática —cambiando sólo el acento— llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir, porque sería más grave que la mujer abandonase la labor con los suyos»[23].

Es significativo que, en esta misma entrevista, el Beato Josemaría mencione expresamente los nuevos medios técnicos[24], como instrumentos para ahorrar tiempo y poder desarrollar una variedad de tareas. Las «nuevas tecnologías» reflejan una de las características más notorias de nuestra época, y el Fundador del Opus Dei reconoce las posibilidades que esta galaxia postindustrial abre a la efectiva realización de la unidad de vida del cristiano.

Mons. Álvaro del Portillo, en su homilía del 18 de mayo de 1992, se hacía eco de lo que el Beato Josemaría predicó desde 1928: «¡Sí!, es posible ser del mundo sin ser mundanos; es posible permanecer en el lugar de cada uno, y al mismo tiempo seguir a Cristo y permanecer en Él. Es posible vivir en el cielo y en la tierra, ser contemplativos en medio del mundo, transformando las circunstancias de la vida ordinaria en ocasión de encuentro con Dios; en medio para llevar otras almas al Señor e informar desde dentro la sociedad humana con el espíritu de Cristo, ofreciendo a Dios Padre todas nuestras obras en unión con el Sacrificio de la Cruz que se renueva sacramentalmente en la Eucaristía»[25].

Promotor de centros de investigación y enseñanza superior, el gran universitario que fue el Beato Josemaría alentó a intelectuales, profesores y estudiantes, a practicar el trabajo en equipo y la interdisciplinariedad, para buscar nuevas síntesis de los saberes, con inspiración cristiana y profundidad científica. Como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, subrayaba en octubre de 1967 que «la Universidad tiene como su más alta misión en servicio a los hombres, el ser fermento de la sociedad en la que vive: por eso debe investigar la verdad en todos los campos, desde la Teología, la ciencia de la fe, llamada a considerar verdades siempre actuales, hasta las demás ciencias del espíritu y la naturaleza»[26]. Desde ahí, describía el horizonte de la Universitas scientiarum, que debe dilatarse siempre más y más para responder a las nuevas realidades y exigencias del contexto social. «Consciente de esta responsabilidad ineludible, la Universidad se abre ahora en todos los países a nuevos campos, hasta hace poco inéditos, incorporando a su acervo tradicional ciencias y enseñanzas profesionales de muy reciente origen y les imprime la coherencia y la dignidad intelectual, que son el signo perdurable del quehacer universitario»[27].

Claro aparece que el planteamiento de la unidad de vida no es, en el pensamiento del Beato Josemaría, una especie de técnica para abrirse camino en la maraña de la complejidad que rodea al hombre. Presenta una clara inspiración teológica y penetra lo más profundo de su propio perfil intelectual. Este enfoque se advierte con especial luz en un texto de Surco, que sintetiza el estilo y los rasgos de un intelectual cristiano:

«Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas características:

— amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica;

— afán recto y sano —nunca frivolidad— de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...;

— una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos;

— y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida»[28].

El Beato Josemaría concedió toda su importancia a la formación humana de los fieles del Opus Dei, para que se condujeran de manera leal y noble con los demás, sin descuidar la atención premurosa a los más débiles o necesitados, tanto en el plano material como en el espiritual. Estableció los medios para una intensa formación, con especial atención a los estudios filosóficos y teológicos. Cuidaba atentamente los aspectos humanos y doctrinales, conjugándolos armónicamente con los ascéticos, apostólicos y profesionales, dentro de la más amplia libertad en las cuestiones opinables. Recomendaba que nunca se dejaran los libros, sino que se mejorara día a día la cultura secular y religiosa, también por medio del trato asiduo con los clásicos de la literatura universal y del pensamiento cristiano.

Consideraba que, para influir cristianamente en la sociedad civil se precisa una formación amplia, unitaria, profunda y madurada a lo largo de la vida. Por eso afirmaba que la formación no termina nunca. Sólo así podrían los cristianos encender el fuego de Cristo entre sus compañeros, parientes y amigos o, al menos, elevar la temperatura espiritual de su entorno. Concretamente, el Opus Dei, repetía, «es una gran catequesis»: en rigor, se limita a formar a sus miembros para que después sean ellos los que, personal y libremente, actúen según su criterio en los ámbitos donde —por trabajo, familia o amistad— están presentes.

4. Amor a la libertad

El pensamiento racionalista manifiesta paradojas constitutivas, como la paradoja de la libertad. De un lado, defiende justamente la libertad. Pero, de otro, la mayor parte de los pensadores herederos del racionalismo acaban negando que el hombre sea realmente libre. En esta difícil encrucijada cultural, se muestra la fuerza del perfil del Beato Josemaría. Porque —sin temor a las cautelas antitéticas de quienes desconfían de una abierta proclamación de libertad— cifra en la capacidad humana de libre decisión, la manifestación más clara de una dignidad que permite responder voluntariamente a los requerimientos divinos, y facilitar un diálogo confiado con Dios y con los hombres, sin discriminación de raza, de idiosincrasia, de cultura.

Sobre esta sólida base antropológica, reconoce la realidad de una liberación incomparablemente más radical que la soñada por utopías ideológicas, porque es la libertad para la que Cristo nos ha liberado[29]: liberación alcanzada por Cristo en la Cruz.

Como en los demás aspectos de su vida, el Fundador del Opus Dei trasladó con naturalidad esta profunda convicción a su estilo de convivencia y de gobierno. Confiaba plenamente en la libre responsabilidad de los fieles en la Obra, de modo que prefería correr el riesgo de que alguno se equivocara, a ejercitar un control sofocante sobre ellos. Le agradaba que los miembros del Opus Dei fueran muy distintos entre sí, aunque en todos se percibiera «el bullir limpio y sobrenatural de la Sangre de Cristo, de la sangre de familia». Siendo respetuoso con las formas, huía de las manifestaciones protocolarias. Su trabajo diario se desarrollaba con la sencillez de la vida ordinaria en una familia corriente, donde sobran los tratamientos honoríficos: sólo aceptaba que le llamáramos Padre, como muestra de cariño y confianza, y como manifestación de una paternidad espiritual que todos experimentábamos en su conducta. Concedía una autonomía grande a cuantos ocupaban cargos o funciones de gobierno y formación en el Opus Dei, que, precisamente por esa autonomía, procuraban en todo sentire cum Patre, que daba indicaciones prácticas y sencillas, alejadas de casuísticas interminables. No interfería para nada en la actuación profesional y social —en las legítimas opciones políticas o intelectuales— de sus hijos, que gozaban y gozan —como todos los fieles cristianos— de la más completa libertad en sus actividades públicas y privadas, siempre con fidelidad a la fe y a la moral de la Iglesia.

Se podría temer que esta afirmación de la libertad fuera incompatible con la entrega a Dios de los cristianos corrientes. Pero el Beato Josemaría no sólo evitó caer en esa dialéctica falaz, sino que formuló una audaz propuesta, según la cual la propia libertad posibilita la entrega: «Nada más falso —afirma— que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad»[30]. Aquí aparece una articulación clave de su pensamiento, con la que se sitúa más allá de las aporías modernas de la libertad, derivadas precisamente de la ceguera ante este decisivo engarce. Su postura nada tiene de timorata reserva ante la recta autonomía del comportamiento humano; coloca a la capacidad de autodeterminación en la raíz misma de esa máxima muestra de libertad por la que, liberándose de las ataduras del egoísmo, una persona se entrega confiadamente en manos de su Padre Dios. El regalo de la libertad que el Señor concede en la creación, y restaura y potencia en la Redención, se hace a su vez don que la criatura ofrece a su Creador y Redentor como ofrenda de un hijo a su Padre, aceptable justamente por su carácter libre. El Beato Josemaría proclamó una conclusión, atrevidamente paradójica, pero llena de densidad real: la razón sobrenatural de nuestra elección es servir porque me da la gana.

Cornelio Fabro ha destacado la innovación de esta postura tanto respecto del pensamiento moderno como de la reflexión tradicional: «Hombre nuevo para los tiempos nuevos de la Iglesia del futuro, Josemaría Escrivá de Balaguer ha aferrado por una especie de connaturalidad —y también, sin duda, por luz sobrenatural— la noción originaria de libertad cristiana. Inmerso en el anuncio evangélico de la libertad entendida como liberación de la esclavitud del pecado, confía en el creyente en Cristo y, después de siglos de espiritualidades cristianas basadas en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obediencia una actitud y consecuencia de la libertad, como un fruto de su flor o, más profundamente, de su raíz»[31].

Dios corre el riesgo y la aventura de nuestra libertad, proclamó siempre el Fundador del Opus Dei. No quiere que la existencia terrena sea una ficción compuesta de antemano, como si este mundo fuera un «gran teatro», en el que sombras sin autonomía jugaran a ser libres. Su sentido realista y positivo le conduce al convencimiento de que la historia de todos los días es una historia verdadera, tejida de oportunidades y coyunturas difíciles, de aciertos y fracasos, siempre bajo la protección amorosa de la Providencia divina, que no suprime la libertad, sino que la fundamenta, y ayuda a potenciarla para llegar a alcanzar una vida acabada. Esto implica un margen de encuentros imprevistos, de ensayo y de rectificación: la exigencia profundamente humana de moverse entre la seguridad de la omnipotencia del Señor y la incertidumbre de la debilidad del hombre. El cristiano es un aristócrata de la elección libérrima, un poseedor de la auténtica libertad.

Esta primacía del albedrío está en la base de la grandeza y relevancia de la existencia ordinaria, que describe uno de los rasgos más típicos del mensaje del Opus Dei. Las decisiones que cada uno toma a diario, en ocupaciones corrientes o extraordinarias, rebosan trascendencia humana y sobrenatural. A través de esa trama se juega la espléndida partida de la santidad personal y de la eficacia apostólica. En esas vicisitudes, que a veces consideramos irrelevantes, y no lo son, se alternan la alegría y el dolor, el éxito aparente y la no menos aparente derrota. Pero, si el hijo de Dios las resuelve con rectitud sobrenatural y perfección humana, está contribuyendo al bien de sus semejantes y a esa nueva evangelización a la que empuja sin tregua el Santo Padre Juan Pablo II. La fe no se queda en tema para hablar, ni siquiera sólo para proclamar y confesar: es virtud que el cristiano ha de ejercitar cotidianamente en el cumplimiento de sus deberes ordinarios. Los fieles corrientes serán así —repetía el Fundador del Opus Dei— «como una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad». Serán «el consuelo de Dios» y —en un mundo cansado— aportarán razones para la esperanza.

«Algunos de los que me escucháis —aseguraba en 1970— me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante»[32]. No es fácil, efectivamente, encontrar realizaciones de la verdadera libertad, en este mundo nuestro. Con no poca frecuencia, círculos cerrados de poder dictan la opinión. La cultura se mantiene en cenáculos para iniciados. Muchos —jóvenes y no tan jóvenes— se estragan en la fiebre consumista y en la disipación de diversiones sin sustancia. Por eso, el Beato Josemaría concede tanta importancia a una educación que facilite el despliegue armónico y completo de la persona en su dimensión humana y sobrenatural. Su pedagogía de la libertad se encamina a formar «cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad»[33]. Toda institución formativa debería ser una escuela de libertad responsable, que consolidase a sus alumnos en el amor a la libertad: para que cada uno de ellos aprenda a usarla dignamente, y la promueva en los más diversos ámbitos de la sociedad.

La verdadera libertad es resorte radical para el mejoramiento humano de todo el entramado civil, que se empobrece y agosta si aquélla falta. Sucede entonces —cuando se suprime la libertad— que la sociedad entera se anquilosa, y la autoridad —que debería facilitar su ejercicio y difusión— se ve tentada por el autoritarismo. Claras y fuertes son, al respecto, estas palabras de Surco: «Si la autoridad se convierte en autoritarismo dictatorial y esta situación se prolonga en el tiempo, se pierde la continuidad histórica, mueren o envejecen los hombres de gobierno, llegan a la edad madura personas sin experiencia para dirigir, y la juventud —inexperta y excitada— quiere tomar las riendas: ¡cuántos males!, ¡y cuántas ofensas a Dios —propias y ajenas— recaen sobre quien usa tan mal de la autoridad!»[34].

Se puede asegurar que las diversas formas de autoritarismo —desbordado hasta los terribles totalitarismos del siglo XX— proceden a veces en buena parte de la irresponsabilidad ciudadana. Si no se está dispuesto a pechar con las propias obligaciones cívicas, a participar activamente —según las posibilidades personales— en alguno de los niveles de la cosa pública, difícilmente se justifica la posterior queja de que no se han respetado los derechos o de que no se han tenido en cuenta las personales opiniones. El Beato Josemaría concedía gran importancia a la obligación que tienen los católicos de estar presentes —cada uno según sus convicciones— en los lugares donde la convivencia se condensa y se constituyen los focos de opinión pública. Con esto no se refería solamente —ni quizá principalmente— a la actividad política profesional, sino a la gran variedad de asociaciones y comunidades que estructuran el tejido social, desde una agrupación deportiva hasta los organismos internacionales. Con su participación activa y libre en estos foros, el cristiano defiende la dignidad del hombre, como persona e hijo de Dios; la vida humana desde su comienzo hasta su declinar natural, la justicia, los derechos de la persona y de las familias, las grandes causas de la humanidad...

Una de las consecuencias palpables de la libertad es el pluralismo. Si el individuo y los grupos sociales proponen el valor de sus convicciones, es natural que aparezcan opciones diversas, entre las que se establece un diálogo abierto, con respeto de las opiniones contrarias, pero sin ceder en aquellos puntos intangibles, derivados de la propia naturaleza humana, que pertenecen a los fundamentos primarios del ser o de la sociedad. Se evita así el error de confundir el pluralismo con el relativismo, la libertad con la espontaneidad irracional, la democracia con la falta de puntos firmes de referencia.

El auténtico pluralismo no se puede fundamentar en el relativismo, porque entonces las convicciones se tratarían como meras convenciones, con el peligro de acabar no respetando la diversidad: actitudes que se suponen minoritarias (aunque frecuentemente no lo sean) se ven avasalladas por quienes dominan los resortes de la opinión pública, el poder económico o la burocracia oficial. Y esto se aplica hoy especialmente a la investigación científica, con particular incidencia en las cuestiones biotecnológicas. Las decisivas connotaciones éticas que tienen algunas de las indagaciones en curso han de incitar a los científicos de buena voluntad, y en primer lugar a los cristianos, a tomar posturas netas en defensa de la vida humana. Porque —como afirmaba el Beato Josemaría en un discurso académico del año 1974— «la necesaria objetividad científica rechaza justamente toda neutralidad ideológica, toda ambigüedad, todo conformismo, toda cobardía: el amor a la verdad compromete la vida y el trabajo entero del científico, y sostiene su temple de honradez ante posibles situaciones incómodas, porque a esa rectitud comprometida no corresponde siempre una imagen favorable en la opinión pública»[35].

Con estas precisiones, se reafirma el carácter positivo del pluralismo en una sociedad libre. El Beato Josemaría se ocupó de aclarar que los fieles del Opus Dei pueden defender, y de hecho defienden, posturas diversas, e incluso opuestas, en todo lo que es opinable en la vida social de cada país. Lo formulaba de un modo netamente positivo y con alcance universal: «Como consecuencia del fin exclusivamente divino de la Obra, su espíritu es un espíritu de libertad, de amor a la libertad personal de todos los hombres. Y como ese amor a la libertad es sincero y no un mero enunciado teórico, nosotros amamos la necesaria consecuencia de la libertad: es decir, el pluralismo. En el Opus Dei el pluralismo es querido y amado, no sencillamente tolerado y en modo alguno dificultado»[36]. Cualquier persona, con un mínimo conocimiento de la Prelatura del Opus Dei, ha podido comprobar esta realidad en todos los países donde desarrolla su labor.

De esta forma, se contribuye a difundir en la sociedad un talante positivo de diálogo y apertura, y a evitar que el juego de las presiones contrapuestas convierta en endémico el empecinamiento de los que siempre quieren tener razón y tratan abusivamente de imponer sus criterios a los demás. Por eso el Beato Josemaría impulsó sin descanso a «difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical que ha de llevar a tres conclusiones:

— a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;

— a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;

— y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas»[37].

La libertad resulta esencial para el hacer cristiano. Sólo así, disfrutando de ese albedrío inseparable de la dignidad de hombres y mujeres creados a imagen y semejanza de Dios, se puede entender a fondo el programa central del Beato Josemaría: vivir santamente la vida ordinaria.

5. La grandeza de la vida corriente

Quien se adentra, aun sólo someramente, en el perfil del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, aprecia que su mensaje se caracteriza por subrayar, de manera original y enérgica, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la vida cristiana en medio del mundo, precisamente a través de sus circunstancias habituales y de sus ocupaciones cotidianas. Su predicación ha abierto a innumerables personas —no sólo a los millares de fieles que forman parte de la Prelatura del Opus Dei— amplios y variados caminos para encontrar a nuestro Padre Dios en las situaciones corrientes. La santidad no se entiende ya como algo reservado a los llamados a desempeñar el ministerio sacerdotal, ni sólo a los escogidos por Dios para servirle en la vida consagrada, vocaciones siempre necesarias que merecen el agradecimiento de los demás hombres. La santidad es una exigencia de todos los hijos de Dios.

La renovación de esta doctrina, que proclama la universalidad de la llamada a la santidad, es claro exponente del carácter abierto y positivo de la personalidad humana y eclesial del Fundador del Opus Dei. Porque implica una alta valoración de cada persona —cualquiera que sea su formación intelectual, oficio o profesión— y el reconocimiento de que todos los afanes nobles de la tierra, también los que parecen triviales o sin importancia, pueden engarzarse en el itinerario del alma hacia Dios.

En buena parte, gracias a la amplísima movilización apostólica generada e impulsada por el Beato Josemaría, esta doctrina de la grandeza de la vida cotidiana ha llegado a millones de personas del mundo entero. Pero, cuando ese dinamismo dio comienzo, hace ahora casi setenta y cinco años, el planteamiento resultaba insólito para muchos católicos. En el Decreto pontificio sobre sus virtudes heroicas, se expresa esa realidad en los siguientes términos: «Ya desde el final de los años veinte, Josemaría Escrivá, auténtico pionero de la sólida unidad de vida cristiana, sintió la necesidad de llevar la plenitud de la contemplación a todos los caminos de la tierra, e impulsó a todos los fieles a participar activamente en la acción apostólica de la Iglesia, permaneciendo cada uno en su lugar y en su propia condición de vida»[38]. A este gran servidor de Dios y de los hombres se le llama en ese documento contemplativo itinerante, porque su existencia refleja una íntima unión con Dios dentro de una actividad apostólica incansable, desarrollada entre personas diversísimas, a quienes alentó a una lucha alegre y decidida para ser «contemplativos en medio del mundo», es decir, mujeres y hombres que recorren los senderos de la tierra buscando la intimidad con Cristo, para llegar en Él al Padre, por el Espíritu Santo.

Grande fue el gozo del Fundador del Opus Dei cuando el Concilio Vaticano II enseñó esta doctrina sobre el valor del carácter secular, que define el estado propio y peculiar de los laicos. Según expresa la Constitución dogmática Lumen gentium, «los laicos tienen como vocación propia buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose guiar por el Evangelio, para que, desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo, y de esta manera, irradiando fe, esperanza y amor, sobre todo con el testimonio de su vida, muestren a Cristo a los demás. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas se realicen según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y del Redentor»[39].

El horizonte que se alzaba en el ambiente cultural de los años veinte y treinta, no favorecía al joven sacerdote Josemaría Escrivá lanzar su propuesta de devolver a las circunstancias de cada día su noble y original sentido. Tampoco en el estricto campo católico encontraba un sólido punto de apoyo para desarrollar el paradigma de la unidad entre la vida ordinaria y la fe seriamente asumida. El diagnóstico del Concilio Vaticano II reconoce más bien una drástica fractura: «La separación entre la fe que profesan y la vida cotidiana de muchos debe ser considerada como uno de los errores más graves de nuestro tiempo»[40]. Por su parte, Pablo VI llegó a escribir que la ruptura entre el Evangelio y la cultura es el drama de nuestra época[41]. Y son estas dos dimensiones descoyuntadas, la sobrenatural y la humana, las que el Beato Josemaría se empeña en conciliar sin confundir.

Este estimulante panorama quedó vigorosamente descrito por el Santo Padre Juan Pablo II en la homilía pronunciada durante la ceremonia de beatificación del Fundador del Opus Dei: «Con sobrenatural intuición, el Beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por eso, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación (cfr. Dominum et vivificantem, 50). En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo Beato nos recuerda que estas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para la gloria del Creador, y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo. “Todas las cosas de la tierra —enseñaba— también las actividades terrenas y temporales de los hombres, han de ser llevadas a Dios” (Carta 19-III-1954)»[42].

Por consiguiente, el programa de «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar con el trabajo», implica una profunda renovación del concepto y de la realidad de la labor humana, tal como ésta ha sido entendida por buena parte de la cultura contemporánea. Poco sentido tendría acometer tal empresa si el trabajo fuera exclusivamente una realidad económica, al servicio del propio enriquecimiento, a través de la manipulación de materias primas o del intercambio de productos con la mediación de instrumentos financieros. Este menguado economicismo sería una depurada manifestación de materialismo práctico, presente incluso en ideologías que enfatizan la libertad muy cortamente o de modo sesgado. Porque no responde al sentido último de la condición humana que la búsqueda de un provecho egoísta, por parte del individuo, sea el camino para generar —gracias a la acción de una especie de «mano invisible»— el bienestar de todos. No se puede prescindir de la noción clásica de bien común —actualizada en nuestros días por la doctrina social de la Iglesia—, que no es, sin más, mera suma de intereses particulares. Si falta la solidaridad, el servicio real al prójimo, se trunca la envergadura humana del trabajo. Como se empequeñece también la dignidad de las tareas cotidianas, si la función de quienes las realizan se agota en ser un instrumento material, sustituible ventajosamente por máquinas.

En un texto del Beato Josemaría, que merece la pena reproducir por extenso, se aprecia hasta qué punto su visión intelectual y sobrenatural supera concepciones fragmentarias y quebradas del trabajo. Pertenece a una homilía pronunciada en la fiesta de San José del año 1963: «Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.

»Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora.

»Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara.

»Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios ( 1 Cor 10, 31)»[43].

Al procurar la santificación del trabajo y de las demás tareas cotidianas, imitamos los treinta años de la vida oculta de Cristo, transcurridos con María y José, ejemplos luminosos de que la más alta santidad exige la humildad de no buscar nada especial a los ojos del mundo.

La profunda valoración de la vida corriente implica el cuidado amoroso de los detalles menudos, esas cosas pequeñas que a veces se pasan por alto sin advertir su dimensión de eternidad. Permaneciendo en su sitio, el cristiano santifica el mundo desde dentro, contribuye a superar el desorden derivado del pecado, desarrolla una labor apostólica inmediata con parientes, amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Su oración cuajada en obras se revela como un tesoro escondido, una preciosa fuerza espiritual para apoyar a sus hermanos que laboran en los diversos campos de las complejas realidades humanas.

Punto neurálgico de la fisonomía del Fundador del Opus Dei fue su amor al orden, virtud que se esforzó por practicar con coraje heroico a lo largo de sus años: ese terminar acabadamente bien y a su hora cada ocupación, también la del descanso, abrió en su alma el convencimiento de que, para realizar grandes empresas, no se requieren de ordinario inteligencias excelsas: basta el empeño por coronar con perfección las distintas exigencias sobrenaturales y humanas, y el afán de sacar el máximo rendimiento a las cualidades que el Creador concede a cada persona.

También por este motivo, y por muchos otros, nada distingue externamente a los cristianos corrientes de sus semejantes, con los que conviven codo con codo en la ciudad de los hombres. Pero no porque enmascaren su vida de unión con Dios; al contrario, la hacen patente —sin timideces ni alardes— a cuantos les rodean, tratando de acercarles a las maravillas de la gracia divina. No se muestran como los demás: son, radicalmente, iguales a los demás, sin mentalidad de selectos, compartiendo con todos las esperanzas y desazones que la vida en esta tierra trae consigo.

De este modo, la mentalidad laical engarza armónicamente con el alma sacerdotal, con la conciencia práctica del sacerdocio real de los fieles[44], con la misión profética de anunciar el reino de Cristo en toda situación y circunstancia. El Beato Josemaría, que se dedicó intensamente a su vocación ministerial y que deseó comportarse siempre y sólo como sacerdote de Jesucristo, amaba y ejercía esa mentalidad laical, que le impulsaba a cumplir estrictamente las leyes civiles y a no buscar para sí ninguna ventaja material, ni siquiera mínima, derivada de su condición de sacerdote. No quería privilegios. Y a todos nos animaba, con su ejemplo y con su palabra, a estar pegados a la Cruz, sabiendo descubrirla no en imaginarias situaciones, sino en las incidencias diarias y en el servicio efectivo a los demás: «¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! —Piensa, entonces, qué es lo más heroico»[45].

La alegría cristiana «tiene sus raíces en forma de Cruz»[46]: este convencimiento explica que el Beato Josemaría, dotado —como ya se ha señalado— de una simpatía expansiva, fuera una persona extraordinariamente alegre. Destacaba en todo momento el lado positivo de personas y sucesos, incluso cuando parecían a primera vista desfavorables. Así lo advertí enseguida cuando comencé a trabajar a su lado en los años cincuenta. Como he descrito en otras ocasiones, tuve conciencia clara de estar ante una persona humanamente llena de cualidades, que le hacían amable, afable, cariñoso, servicial, pendiente de los demás, con capacidad de percibir las necesidades y los momentos en los que se atravesaba una preocupación; ante un buen maestro que sabía enseñar, alentar y corregir, ofreciendo toda la confianza a sus colaboradores; y, sobre todo, ante un sacerdote y un Padre que, día a día, instante a instante, a través de su trabajo, se dedicaba con entereza a servir a Dios y a las almas, metido en una oración muy intensa.

Su unidad de vida le llevaba a ser humano y sobrenatural: «tenemos que ser muy humanos —insistía—; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos»[47]. Y, en síntesis apretada, no me importa reiterar que fue una persona recia, fuerte, comprensiva y optimista, que vivió heroicamente la caridad. Actuaba siempre de modo responsable, generoso, lleno de celo por las almas, santamente intransigente en la custodia del depósito de la fe y santamente transigente con las personas; trabajador perseverante, sincero, leal y buen amigo; demostró con todos, sin distinción de ningún género, un espíritu de servicio pleno, valiente y cariñoso.

A estas cualidades, se añaden las propias de un buen sacerdote: amante de la Eucaristía, capaz de extraordinarias delicadezas al vivir la liturgia; piadoso, culto, docto, identificado con su ministerio, gran predicador y director de almas; estudioso, mortificado, desprendido de sí mismo y de sus ocupaciones, ordenado y con profunda visión sobrenatural; humilde, rezador, apasionado por cuanto se refería a Dios, a la Virgen, a la Iglesia y al Papa; obediente, seguro en la doctrina; practicante de las virtudes teologales y cardinales; cada día más enamorado de su vocación, para acercarse más al Señor y, por el Señor, a las almas.

Fue por temperamento ardiente, y pienso que se le notaba de modo particular cuando hablaba de nuestra Madre la Virgen, o al comentar su deseo de alcanzar la visión beatífica. Todo su ser respiraba la alegría de quien recibirá un tesoro, porque su Padre se lo ha preparado. Hablaban sus ojos penetrantes, lúcidos, serenos; hablaba su tono de voz, persuasivo, cálido, lleno de una seguridad palpable; hablaban sus gestos, que hacían entrever esa unión con Dios de la que ya participaba, y que el Papa proclamó solemnemente en la plaza de San Pedro el 17 de mayo de 1992.

[1] Sb 8, 1.

[2] Ef 1, 4.

[3] Cfr. 1 Ts 4, 3.

[4] ÁLVARO DEL PORTILLO, Homilía de la Santa Misa en acción de gracias y en honor del Beato Josemaría, Roma, 18-V-1992. Cfr. Oración para la Misa en honor del Beato Josemaría Escrivá (Congr. De Cultu Divino et disciplina Sacramentorum, Prot. CD 537/92).

[5] Cfr. Hb 13, 8.

[6] Amigos de Dios, n. 75.

[7] Cfr. Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, EUNSA, Pamplona 1993, p. 77.

[8] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.

[9] Cfr. Gal 2, 20.

[10] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 104.

[11] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 114.

[12] Ibid., n. 115.

[13] Cfr. Ibid., n. 114.

[14] Cfr. Ap 21, 5.

[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1818.

[16] Sal 26 (27), 8.

[17] Rm 8, 28.

[18] Amigos de Dios, n. 210.

[19] 1 Jn 3, 1.

[20] Conversaciones..., n. 114.

[21] Camino, n. 335.

[22] Ibid., n. 359.

[23] Conversaciones..., n. 87.

[24] Cfr. Ibid., n. 89.

[25] ÁLVARO DEL PORTILLO, op. cit.

[26] Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, edic. cit., p. 90.

[27] Ibid., p. 91.

[28] Surco, n. 428.

[29] Cfr. Gal 4, 31.

[30] Amigos de Dios, n. 30.

[31] FABRO, C., «El primado existencial de la libertad», en Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, EUNSA, 2ª edic., Pamplona 1985, p. 350.

[32] Es Cristo que pasa, n. 184.

[33] Ibid., n. 28.

[34] Surco, n. 397.

[35] Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, edic. cit., pp. 106-107.

[36] Conversaciones..., n. 67.

[37] Conversaciones..., n. 117.

[38] Congregatio de Causis Sanctorum, Romana et Matriten., Decretum super virtutibus heroicis in causa canonizationis Servi Dei Iosephmariæ Escrivá de Balaguer, 9-IV-1990; AAS 82 (1990) 1450-1455.

[39] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31.

[40] CONCILIO VATICANO II, Cons. past. Gaudium et spes, n. 43.

[41] Cfr. PABLO VI, Ex. Ap. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, n. 20; AAS 68 (1976) 19.

[42] JUAN PABLO II, Homilía en la ceremonia de beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer y Josefina Bakhita, Roma, 17-V-1992.

[43] Es Cristo que pasa, nn.47-48.

[44] Cfr. 1 Pe 2, 9.

[45] Camino, n. 204.

[46] Forja, n. 28; cfr. Es Cristo que pasa, n. 43.

[47] Es Cristo que pasa, n. 166.

Romana, n. 34, enero-junio 2002, p. 52-72.

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