Artículo publicado en 'L’Osservatore Romano', con ocasión del Centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá. Città del Vaticano (9-I-2002)
El 9 de enero de 1902 nacía en una pequeña ciudad de España el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Un fiel retrato de la fecundidad de su paso por la tierra es el punto con el que comienza Camino: «Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor (...). —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón».
Sí, estaba completamente enamorado de Cristo, y el amor no se marchita ni muere. Por eso, el centenario que hoy nos disponemos a celebrar no se plantea como simple memoria del pasado. Si cediésemos a la tentación conmemorativa habríamos echado a perder la lección de humildad del Fundador del Opus Dei, que rehuía las alabanzas y trabajaba duro pero sin hacer ruido. Al llegar al 50º aniversario de su ordenación sacerdotal, cuando todos lo consideraban un maestro de vida interior, decía que se sentía «como un niño que balbucea». También decía a veces que, cuando se recibe una carta, el sobre se tira y se pone toda la atención en el mensaje: él estaba convencido de ser el sobre; lo importante era el mensaje, el espíritu de santificación de la vida cotidiana que el Señor le había confiado.
El centenario quiere ser una mirada al futuro: no es nostalgia del pasado, sino proyecto, esperanza, deseo sincero de progresar en el amor a Dios y al prójimo. Estamos en el umbral de un nuevo siglo; los tiempos requieren apertura de mente, prontitud para acoger desafíos inéditos, y nos invitan, como el Santo Padre ha escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, a «recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro» (n. 1).
El mensaje entregado a la Iglesia a través del Fundador del Opus Dei tiene un dinamismo interno tan manifiesto que, como subraya el decreto con el que el Papa proclamó las virtudes heroicas del Beato Josemaría, está «destinado a perdurar de modo inalterable, por encima de las vicisitudes históricas, como fuente inagotable de luz espiritual». Cuando profundizamos en las enseñanzas del Beato Josemaría, esa luz espiritual nos muestra que nadie está excluido de la llamada del Señor, y nos comunica, por consiguiente, la certeza de que —la imagen es suya— el cielo y la tierra no se unen solamente en la lejanía, sobre la línea del horizonte, sino más bien en el corazón de los hijos de Dios que se comprometen en la incomparable audacia de buscar a Cristo presente en las realidades terrenas.
El Beato Josemaría se puso enteramente al servicio de la misión que había recibido de Dios: todo lo que en su vida se refiriese a su persona fue dejado de lado. Se puede decir que vivió solamente en función del encargo de dar vida y consolidar la institución que era necesaria para difundir aquel mensaje, para recordar a los cristianos que viven en medio del mundo que Dios los llama en y a través de las ocupaciones de la vida diaria. «Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir», escribió (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 114). Y gastó todas sus energías al servicio de este ideal a la vez grandioso y normalísimo. Por eso tantos cristianos han podido aprender de él a descubrir, en la dimensión sobrenatural de la existencia ordinaria —precisamente donde otros no ven más que fondos de botella— oro puro, esmeraldas, rubíes. La rutina, la obviedad, la monotonía cotidiana, quedan de este modo transfiguradas.
La fecundidad de su vida es el fruto de su entrega total al papel eclesial que Dios le había asignado. Tal es, en efecto, una constante de la lógica sobrenatural, que exige dejar todo el espacio a Dios, ser humilde. Pero no con la humildad de retraerse, sino con la que lleva a darse enteramente, a no retener para sí ni siquiera un pequeño retazo de posibilidades vitales. Por eso hoy desearía señalar —ante todo, a mí mismo— que, para desarrollar todas las potencialidades contenidas en el mensaje del Beato Josemaría, hemos de estar dispuestos a entregarnos como él se entregó.
Este es un buen momento para entender toda la fuerza contenida en una idea: la idea de que el trabajo es servicio. «Servicio —ha escrito el Fundador del Opus Dei—. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir!» (Es Cristo que pasa, n. 182). Servir significa darse a sí mismo, y es la garantía de un amor operativo, que prefiere los hechos a las palabras. La solidaridad nace de ahí, y también esas virtudes domésticas de las que se reviste la auténtica caridad: la sonrisa, la paciencia, el arte de satisfacer los gustos de los otros, de saber callar, de esperar. Lo pequeño y lo grande se encuentran en el espíritu de servicio, que funde la humildad con la caridad. En el alma del cristiano no hay lugar para la mediocridad, si aprende a contemplar el ejemplo elocuente de Cristo: «todo lo ha hecho bien» (Mc 7, 37), comentaban atónitos quienes lo conocían, ya desde la época de su niñez y en sus años de trabajo en Nazaret. Participar en la epopeya de la redención, en efecto, significa conjugar la mayor ambición —la búsqueda de la santidad— con el cuidado de las cosas pequeñas.
Pero para servir es preciso haber renunciado verdaderamente a la búsqueda de uno mismo, de la propia excelencia, del éxito («nadie puede servir a dos señores», Mt 6, 24), para buscar en cambio la gloria de Dios. Seguir la lógica del servicio significa también adquirir un sólido prestigio profesional fundado no sobre la apariencia, sino sobre la capacidad de adecuarse a las necesidades reales del prójimo. Trabajar al servicio de Dios y de los hombres quiere decir asumir la responsabilidad de dar buen ejemplo con el propio trabajo, de hacer rendir para el bien común los talentos recibidos. Y esto no se alcanza sin un serio empeño de ejercitar las virtudes mientras se trabaja, de poner en juego la propia competencia profesional para un fin que en realidad trasciende el resultado inmediato de la propia actividad. En un trabajo hecho así, la motivación profunda —el amor de Dios— es evidente. Por eso, quien trabaja para servir tiene como meta, más allá de los reconocimientos personales, la búsqueda de la voluntad divina en las mil peripecias de la vida cotidiana. Y en consecuencia no pierde la serenidad ante la contrariedad o los imprevistos.
El espíritu de servicio, por tanto, cambia radicalmente la jerarquía de los valores sobre los que tiende a construirse la sociedad («he aquí la esclava del Señor», Lc 1, 38). Devuelve al cristiano el justo sentido de la realidad, porque le hace entender cuáles con los auténticos ideales («quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea esclavo de todos», Mc 10, 43-44) y los fines que debe perseguir por encima de todo. El ejemplo del Beato Josemaría nos ayuda a encontrar en el Evangelio la fuerza para esa trasformación del mundo a la que los cristianos estamos llamados. Los santos testimonian la perenne actualidad del Evangelio. Con ellos entendemos que «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (Heb 13, 8).
+ Javier Echevarría
Prelado del Opus Dei
Romana, n. 34, enero-junio 2002, p. 96-98.