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Mensaje del Santo Padre para la 17ª Jornada mundial de la Juventud (25-VII-2001)

“Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 13-14).

¡Queridos jóvenes!

1. Aún permanece muy vivo en mi memoria el recuerdo de los momentos extraordinarios que hemos vivido juntos en Roma durante el Jubileo del año 2000, cuando habéis venido en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles san Pedro y san Pablo. Habéis pasado por la Puerta Santa en largas filas silenciosas y os habéis preparado a recibir el sacramento de la Reconciliación; después, en la vigilia nocturna y en la Misa de la mañana en Tor Vergata, habéis vivido una intensa experiencia espiritual y eclesial; robustecidos en la fe, habéis vuelto a casa con la misión que os he confiado: que seáis, en esta aurora del nuevo milenio, testigos valientes del Evangelio.

La celebración de la Jornada Mundial de la Juventud se ha convertido ya en un momento importante de vuestra vida, como lo ha sido para la vida de la Iglesia. Os invito, pues, a que comencéis a prepararos para XVIIª edición de este gran acontecimiento, que se celebrará internacionalmente en Toronto, Canadá, el verano del próximo año. Será una nueva ocasión para encontrar a Cristo, dar testimonio de su presencia en la sociedad contemporánea y llegar a ser constructores de la “civilización del amor y la verdad”.

2. “Vosotros sois la sal de la tierra... vosotros sois la luz del mundo”, (Mt 5,13-14): éste es el lema que he elegido para la próxima Jornada Mundial de la Juventud. Las dos imágenes, de la sal y la luz, utilizadas por Jesús, son complementarias y ricas de sentido. En efecto, en la antigüedad se consideraba a la sal y a la luz como elementos esenciales de la vida humana.

“Vosotros sois la sal de la tierra...”. Como es bien sabido, una de las funciones principales de la sal es sazonar, dar gusto y sabor a los alimentos. Esta imagen nos recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha sido profundamente transformado, porque ha sido “sazonado” con la vida nueva que viene de Cristo (cf. Rm 6, 4). La sal por la que no se desvirtúa la identidad cristiana, incluso en un ambiente hondamente secularizado, es la gracia bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir en Cristo y concediendo la capacidad de responder a su llamada para “que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios” (Rm 12, 1). Escribiendo a los cristianos de Roma, san Pablo los exhorta a manifestar claramente su modo de vivir y de pensar, diferente del de sus contemporáneos: “no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2).

Durante mucho tiempo, la sal ha sido también el medio usado habitualmente para conservar los alimentos. Como la sal de la tierra, estáis llamados a conservar la fe que habéis recibido y a transmitirla intacta a los demás. Vuestra generación tiene ante sí el gran desafío de mantener integro el depósito de la fe (cfr. 2 Ts 2, 15; 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 14).

¡Descubrid vuestras raíces cristianas, aprended la historia de la Iglesia, profundizad el conocimiento de la herencia espiritual que os ha sido transmitido, seguid a los testigos y a los maestros que os han precedido! Sólo permaneciendo fieles a los mandamientos de Dios, a la alianza que Cristo ha sellado con su sangre derramada en la Cruz, podréis ser los apóstoles y los testigos del nuevo milenio.

Es propio de la condición humana, y especialmente de la juventud, buscar lo absoluto, el sentido y la plenitud de la existencia. Queridos jóvenes, ¡no os contentéis con nada que esté por debajo de los ideales más altos! No os dejéis desanimar por los que, decepcionados de la vida, se han hecho sordos a los deseos más profundos y más auténticos de su corazón. Tenéis razón en no resignaros a las diversiones insulsas, a las modas pasajeras y a los proyectos insignificantes. Si mantenéis grandes deseos para el Señor, sabréis evitar la mediocridad y el conformismo, tan difusos en nuestra sociedad.

3. “Vosotros sois la luz del mundo...”. Para todos aquellos que al principio escucharon a Jesús, al igual que para nosotros, el símbolo de la luz evoca el deseo de verdad y la sed de llegar a la plenitud del conocimiento que están impresos en lo más íntimo de cada ser humano.

Cuando la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la realidad que nos rodea. En el corazón de la noche podemos sentir temor e inseguridad, esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora. Queridos jóvenes, ¡a vosotros os corresponde ser los centinelas de la mañana (cfr. Is 21, 11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo resucitado!

La luz de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4, 6). Por eso adquieren un relieve especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).

El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad (cfr. Veritatis splendor, 88).

En el contexto actual de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos piensan y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de religiosidad irracionales, es necesario que precisamente vosotros, queridos jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que compromete toda la existencia. ¡Que el Evangelio sea el gran criterio que guíe las decisiones y el rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajéis y viváis, seréis signos del amor de Dios, testigos creíbles de la presencia amorosa de Cristo. No lo olvidéis: ¡”No se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín” (cfr. Mt 5,15).

Así como la sal da sabor a la comida y la luz ilumina las tinieblas, así también la santidad da pleno sentido a la vida, haciéndola un reflejo de la gloria de Dios. ¡Con cuántos santos, también entre los jóvenes, cuenta la historia de la Iglesia! En su amor por Dios han hecho resplandecer las mismas virtudes heroicas ante el mundo, convirtiéndose en modelos de vida propuestos por la Iglesia para que todos les imiten. Entre otros muchos, baste recordar a Inés de Roma, Andrés de Phú Yên, Pedro Calungsod, Josefina Bakhita, Teresa de Lisieux, Pier Giorgio Frassati, Marcel Callo, Francisco Castelló Aleu o, también, Kateri Tekakwitha, la joven iraquesa llamada la “azucena de los Mohawks”. Pido a Dios tres veces Santo que, por la intercesión de esta muchedumbre inmensa de testigos, os haga ser santos, queridos jóvenes, ¡los santos del tercer milenio!

4. Queridos jóvenes, ha llegado el momento de prepararse para la XVII Jornada Mundial de la Juventud. Os dirijo una especial invitación a leer y a profundizar la Carta apostólica Novo milenio ineunte, que he escrito a comienzos de año para acompañar a los bautizados, en esta nueva etapa de la vida de la Iglesia y de los hombres: “Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su ‘reflejo’” (n. 54).

Sí, es la hora de la misión. En vuestras diócesis y en vuestras parroquias, en vuestros movimientos, asociaciones y comunidades, Cristo os llama, la Iglesia os acoge como casa y escuela de comunión y de oración. Profundizad en el estudio de la Palabra de Dios y dejad que ella ilumine vuestra mente y vuestro corazón. Tomad fuerza de la gracia sacramental de la Reconciliación y de la Eucaristía. Tratad asiduamente con el Señor en ese “corazón con corazón” que es la adoración eucarística. Día tras día recibiréis nuevo impulso, que os permitirá confortar a los que sufren y llevar la paz al mundo. Muchas son las personas heridas por la vida, excluida del desarrollo económico, sin un techo, una familia o un trabajo; muchas se pierden tras falsas ilusiones o han abandonado toda esperanza. Contemplando la luz que resplandece sobre el rostro de Cristo resucitado, aprended a vivir como “hijos de la luz e hijos del día” (1 Ts 5, 5), manifestando a todos que “el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 9).

5. Queridos jóvenes amigos, para todos los que puedan, ¡la cita es en Toronto! En el corazón de una ciudad multicultural y pluriconfesional, anunciaremos la unicidad de Cristo Salvador y la universalidad del misterio de salvación del que la Iglesia es sacramento. Rogaremos por la total comunión entre los cristianos en la verdad y en la caridad, respondiendo a la invitación apremiante de Dios que desea ardientemente “que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11).

Venid para hacer resonar en las grandes arterias de Toronto el anuncio gozoso de Cristo, que ama a todos los hombres y lleva a cumplimiento todo germen de bien, de belleza y de verdad existente en la ciudad humana. Venid para contar al mundo vuestra alegría de haber encontrado a Cristo Jesús, vuestro deseo de conocerlo cada vez mejor, vuestro compromiso de anunciar el Evangelio de salvación hasta los extremos confines de la tierra.

Vuestros coetáneos canadienses se preparan ya para acogeros calurosamente y con gran hospitalidad, junto con sus Obispos y las Autoridades civiles. Se lo agradezco ya desde ahora cordialmente. ¡Quiera Dios que esta primera Jornada Mundial de los Jóvenes al comienzo del tercer milenio transmita a todos un mensaje de fe, de esperanza y de amor!

Os acompaña mi bendición, mientras confío a María, Madre de la Iglesia, a cada uno de vosotros, vuestra vocación y vuestra misión.

En Castel Gandolfo, el 25 de julio de 2001.

Ioannes Paulus II

Romana, n. 33, julio-diciembre 2001, p. 140-143.

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