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Homilía en la Misa de clausura de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos (27-X-2001)

1. “Anunciaremos a los pueblos la salvación del Señor” (Salmo responsorial). Estas palabras del Salmo responsorial expresan bien nuestra actitud interior, venerables hermanos, al concluir la X Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos. La prolongada y profunda discusión sobre el tema del episcopado ha renovado en cada uno de nosotros la apasionada conciencia de la misión que nos ha encomendado nuestro Señor Jesucristo. Con fervor apostólico, en nombre de todo el Colegio episcopal que aquí representamos, reunidos junto a la tumba del apóstol san Pedro, queremos reiterar nuestra adhesión al mandato del Resucitado: “Anunciaremos a los pueblos la salvación del Señor”. Es casi un nuevo punto de partida, en la línea del gran jubileo del año 2000 y al inicio del tercer milenio cristiano. Al clima jubilar nos ha remitido la primera lectura, el oráculo mesiánico de Isaías, tantas veces repetido durante el Año santo. Es un anuncio lleno de esperanza para todos los pobres y los afligidos. Es la inauguración del “año de misericordia del Señor” (Is 61, 2), que tuvo en el jubileo su expresión fuerte, pero que trasciende todo calendario para extenderse a cualquier lugar a donde llegue la presencia salvífica de Cristo y de su Espíritu. Al volver a escuchar hoy este anuncio, nos sentimos confirmados en la convicción expresada al final del gran jubileo: “la puerta viva que es Cristo” permanece más abierta que nunca para las generaciones del nuevo milenio (cfr. Novo millennio ineunte, 59). En efecto, Cristo es la esperanza del mundo. La Iglesia y, de manera particular, los Apóstoles y sus sucesores, tienen la misión de difundir su Evangelio hasta los confines de la tierra.

2. La exhortación del apóstol san Pedro a los “ancianos”, que hemos escuchado en la segunda lectura, así como el pasaje del evangelio que acabamos de proclamar, utilizan la simbología del pastor y de la grey, presentando el ministerio de Cristo y de los Apóstoles en clave “pastoral”. “Apacentad la grey de Dios que os ha sido encomendada” escribe san Pedro, recordando el mandato que él mismo había recibido de Cristo: “Apacienta mis corderos. (...) Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15.16.17). Y es aún más significativa la autorrevelación del Hijo de Dios: “Yo soy el buen pastor” (Jn 10, 11), con la connotación sacrificial: “Doy la vida por las ovejas” (cf. Jn 10, 15). Por esto, san Pedro se define “testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse” (1 Pe 5, 1). En la Iglesia, el pastor es ante todo portador de este testimonio pascual y escatológico, que culmina en la celebración de la Eucaristía, memorial de la muerte del Señor y anuncio de su vuelta gloriosa. Por tanto, la celebración de la Eucaristía es la acción pastoral por excelencia: el “Haced esto en memoria mía” no sólo implica la repetición ritual de la Cena, sino también, como consecuencia, la disponibilidad a ofrecerse a sí mismos por la grey, siguiendo el ejemplo de lo que hizo él durante su vida y, sobre todo, en su muerte.

3. La imagen del buen pastor ha sido evocada muchas veces durante estas semanas en las intervenciones en la sala sinodal. En efecto, es el “icono” que ha inspirado a lo largo de los siglos a muchos santos obispos y que describe, mejor que ningún otro, las tareas y el estilo de vida de los sucesores de los Apóstoles. Desde esta perspectiva, no se puede por menos de observar cómo la Asamblea sinodal que hoy concluimos está idealmente muy vinculada a todo el magisterio que la Iglesia nos ha dejado en el curso de su historia. Baste pensar, por ejemplo, en el concilio de Trento, del cual nos separan casi cuatro siglos y medio. Una de las razones por las cuales ese concilio ha tenido un enorme influjo innovador en el camino del pueblo de Dios, es seguramente el haber vuelto a proponer la cura animarum como tarea primera y principal de los obispos, comprometidos a residir de manera estable con su grey y a formarse colaboradores idóneos en el ministerio pastoral mediante la institución de los seminarios. Cuatrocientos años más tarde, el Concilio Vaticano II recogió y desarrolló la lección del Tridentino, abriéndola a los horizontes de la nueva evangelización. En el alba del tercer milenio, la figura ideal del obispo con la que la Iglesia sigue contando es la del pastor que, configurado a Cristo en la santidad de vida, se entrega generosamente por la Iglesia que se le ha encomendado, llevando al mismo tiempo en el corazón la solicitud por todas las Iglesias del mundo (cfr. 2 Co 11, 28).

4. El obispo, buen pastor, encuentra luz y fuerza para su ministerio en la palabra de Dios, interpretada en la comunión de la Iglesia y anunciada con fidelidad valiente “a tiempo y a destiempo” (2 Tm 4, 2). El obispo, como Maestro de la fe, promueve todo aquello que hay de bueno y positivo en la grey que se le ha confiado, sostiene y guía a los débiles en la fe (cfr. Rm 14, 1), e interviene para desenmascarar las falsificaciones y combatir los abusos. Es importante que el obispo tenga conciencia de los desafíos que hoy la fe en Cristo encuentra a causa de una mentalidad basada en criterios humanos que, a veces, relativizan la ley y el designio de Dios. Sobre todo, debe tener valentía para anunciar y defender la sana doctrina, aunque ello implique sufrimientos. En efecto, el obispo, en comunión con el Colegio apostólico y con el Sucesor de Pedro, tiene el deber de proteger a los fieles de toda clase de insidias, mostrando que una vuelta sincera al Evangelio de Cristo es la solución verdadera para los complejos problemas que afligen a la humanidad. El servicio que los obispos están llamados a prestar a su grey será fuente de esperanza en la medida en que refleje una eclesiología de comunión y de misión. En los encuentros sinodales de estos días, se ha subrayado varias veces la necesidad de una espiritualidad de comunión. Citando el Instrumentum laboris, se ha repetido que “la fuerza de la Iglesia está en la comunión, su debilidad está en la división y en la contraposición” (n. 63). Sólo si es claramente perceptible una profunda y convencida unidad de los pastores entre sí y con el Sucesor de Pedro, como también de los obispos con sus sacerdotes, se podrá dar una respuesta creíble a los desafíos que provienen del actual contexto social y cultural. A este respecto, amadísimos hermanos miembros de la Asamblea sinodal, deseo expresaros mi aprecio y mi gratitud por el testimonio que habéis dado en estos días de alegre comunión en la solicitud por la humanidad de nuestro tiempo.

5. Quisiera pediros que transmitáis mi saludo a vuestros fieles, y de modo especial a vuestros sacerdotes, a los cuales debéis prestar una atención especial, manteniendo con cada uno de ellos una relación directa, confiada y cordial. Sé que ya os esforzáis por hacerlo, convencidos de que una diócesis sólo funciona bien si su clero está unido gozosamente, en fraterna caridad, en torno a su obispo. Os pido también que saludéis a los obispos eméritos, expresándoles mi agradecimiento por el trabajo que han llevado a cabo al servicio de los fieles. He querido que estuvieran representados en esta Asamblea sinodal, para reflexionar también sobre este tema, que es nuevo en la Iglesia, pues surgió de un deseo del concilio Vaticano II, para el bien de las Iglesias particulares. Confío en que cada Conferencia episcopal estudie cómo valorar a los obispos eméritos que aún gozan de buena salud y tienen muchas energías, confiándoles algún servicio eclesial y, sobre todo, el estudio de los problemas sobre los cuales tienen experiencia y competencia, llamando a quien está disponible a formar parte de alguna comisión episcopal, al lado de los hermanos más jóvenes, para que se sientan siempre miembros vivos del Colegio episcopal. Quisiera enviar un saludo particular también a los obispos de China continental, cuya ausencia en el Sínodo no nos ha impedido sentir su cercanía espiritual en el recuerdo y en la oración.

6. “Y cuando aparezca el Pastor supremo, recibiréis la corona de gloria que no se marchita” (1 Pe 5, 4). Como conclusión de esta primera Asamblea sinodal del tercer milenio, me complace recordar a los veintidós obispos canonizados durante el siglo XX: Alejandro María Sauli, obispo de Pavía; Roberto Bellarmino, cardenal, obispo de Capua, doctor de la Iglesia; Alberto Magno, obispo de Ratisbona, doctor de la Iglesia; Juan Fisher, obispo de Rochester, mártir; Antonio María Claret, arzobispo de Santiago de Cuba; Vicente María Strambi, obispo de Macerata y Tolentino; Antonio María Gianelli, obispo de Bobbio; Gregorio Barbarigo, obispo de Padua; Juan de Ribera, arzobispo de Valencia; Oliverio Plunkett, arzobispo de Armagh, mártir; Justino De Jacobis, obispo de Nilopoli y vicario apostólico de Abisinia; Juan Nepomucemo Neumann, obispo de Filadelfia; Jerónimo Hermosilla, Valentín Berrio-Ochoa y otros seis obispos, mártires en Vietnam; Ezequiel Moreno y Díaz, obispo de Pasto (Colombia); Carlos José Eugenio de Mazenod, obispo de Marsella. Además, dentro de menos de un mes, tendré la alegría de proclamar santo a José Marello, obispo de Acqui. De este selecto círculo de santos pastores, que se podría alargar a la gran multitud de obispos beatificados, surge, como en un mosaico, el rostro de Cristo, buen pastor y misionero del Padre. En este icono vivo fijamos la mirada, al inicio de la nueva época que la Providencia nos pone por delante, para ser, cada vez con más empeño, servidores del Evangelio, esperanza del mundo. Nos asista siempre en nuestro ministerio la santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles. En todo tiempo, ella resplandece en el horizonte de la Iglesia y del mundo como signo de consolación y de esperanza segura.

Romana, n. 33, Julio-Diciembre 2001, p. 146-149.

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