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En la ordenación sacerdotal de tres diáconos de la Prelatura, en el Santuario de Torreciudad, Huesca, España (2-IX-2001)

Queridos hermanos y hermanas.

Queridísimos diáconos.

1. Estremecen las palabras del profeta Isaías, cuando anunciaba que el Espíritu del Señor se derramaría sobre la tierra para curar a los enfermos, para consolar a los afligidos, para dar la libertad a los encarcelados y proclamar el año de gracia del Señor[1]. La historia testimonia la verdad de esos dones, que se vierten desde el Cielo en todos los tiempos y lugares, gracias a la acción salvífica de la Iglesia. En efecto, mediante la predicación del Evangelio y la administración de los sacramentos, la Esposa de Cristo sale al encuentro de cada persona, para ofrecerle la salvación alcanzada por Jesucristo, el Hijo de Dios que se encarnó en el seno de la Virgen María, murió, resucitó y subió al Cielo. Verdaderamente, por medio de la Iglesia, Dios se ocupa constantemente de los hombres, se anticipa a nuestros deseos y nos guía por las sendas que llevan a la vida eterna. Lo hemos afirmado en el Salmo responsorial, cuando hemos proclamado: el Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas[2].

Dios, en su infinita perfección, podía haber dispensado la salvación, a cada ser humano, de otros modos. Sin embargo, en su sabiduría y condescendencia infinitas, ha querido que ese designio se lleve a cabo en el tiempo con el auxilio de instrumentos humanos: los sacerdotes. Hoy somos testigos de cómo esta Voluntad divina continúa viva y operante en la Iglesia. Cuando, dentro de pocos minutos, imponga las manos a estos diáconos e invoque sobre ellos, por medio de la oración consagratoria, el don del Espíritu Santo, estos hermanos nuestros se convertirán en sacerdotes del Nuevo Testamento. Recibirán simultáneamente el poder de anunciar la Buena Nueva con autoridad divina; de perdonar los pecados en la Penitencia; de renovar incruentamente el Santo Sacrificio de la Cruz, haciendo presente a Jesucristo sobre el altar y en el Sagrario; de guiar a los fieles por la senda de la santidad. Todo esto será una realidad, gracias a la especial configuración sacramental con Jesucristo, Sumo Sacerdote y Cabeza de la Iglesia, que el Paráclito les otorgará con el sacramento del Presbiterado.

Sí. Gracias al ministerio ordenado, existente en la Iglesia, cada uno de nosotros puede repetir de verdad con el salmista: el Señor es mi pastor, nada me falta. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan[3].

2. Me dirijo ahora con todo mi afecto a los tres ordenandos. Hijos míos, considerad que el Señor, al llamaros a servirle de este modo nuevo, os dirige las mismas palabras que a los primeros Apóstoles, en el Cenáculo de Jerusalén: ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer[4].

Jesucristo os da el nombre de amigos, y esto compromete mucho. «Como anunciadores de Cristo -ha escrito Juan Pablo II en su Carta a los sacerdotes de este año-, se nos invita ante todo a vivir en intimidad con Él: ¡no se puede dar a los demás lo que nosotros mismos no tenemos!»[5]. ¿Y qué esperan las almas del sacerdote, sino que les dé a conocer a Dios, que les acerque a Dios, que les enseñe a amar a Dios? Esta nueva llamada divina os obliga a responder a Cristo con el don de una amistad más honda, leal y generosa, con el deseo de llevarle muchas gentes, para que también esas personas le conozcan y le amen. Os compromete a no cejar en el esfuerzo por alcanzar la plenitud de la caridad en la que consiste la santidad.

Mientras os preparabais para la ceremonia de hoy, habéis considerado con frecuencia las enseñanzas del Beato Josemaría sobre el sacerdocio. Aprended de su vida y de sus escritos, no dejéis de profundizar en su ejemplo. Meditad con frecuencia que «el sacerdocio pide -por las funciones sagradas que le competen- algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos -como están- en mediadores entre Dios y los hombres»[6].

Cada uno de nosotros, de los presbíteros, se conoce lo suficientemente -aunque no se conozca del todo- para darse cuenta de que no está a la altura de lo que el Señor espera de los sacerdotes. Es lógico que sea así. «Cuando se contempla a Cristo en la Última Cena, en su hacerse por nosotros “pan partido”, cuando se inclina a los pies de los Apóstoles en humilde servicio, ¿cómo no experimentar, al igual que Pedro, el mismo sentimiento de indignidad ante la grandeza del don recibido? “No me lavarás los pies jamás” (Jn 13, 8). Pedro se equivocaba al rechazar el gesto de Cristo. Pero tenía razón en sentirse indigno. Es importante, en este día del amor por excelencia, que sintamos la gracia del sacerdocio como una superabundancia de misericordia»[7].

Como los obreros son siempre pocos, en comparación con la cosecha de almas, supliquemos al Dueño de la mies -como el mismo Jesucristo nos invitó[8]- que sean muy abundantes las vocaciones sacerdotales en todas partes. Os invito a hacerlo con la plegaria de un autor cristiano de los primeros siglos: «Roguemos al Señor de la mies que mande obreros a su mies: obreros tales que traten rectamente la palabra de la verdad; obreros inconfundibles, obreros fieles, obreros que sean luz del mundo; obreros que no busquen la comida presente, que ha de perecer, sino aquel alimento que ha de durar para la vida eterna; obreros tales cuales eran los Apóstoles; obreros que imiten al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, solícitos de la salud de los hombres»[9].

3. Cualquier vocación en la Iglesia es una prueba palpable de la misericordia divina. Está muy por encima de las cualidades humanas, de la preparación cultural o de la posición social. No puede medirse con términos puramente naturales. Surge como fruto de la liberalidad de nuestro Padre celestial y de la correspondencia fiel de cada uno a la gracia. Para meditarlo más hondamente, nos proporcionan luces abundantes unas frases del Fundador del Opus Dei, donde se expresa con nitidez el núcleo del mensaje que Dios le confió para difundirlo entre todos los hombres.

Escribe el Beato Josemaría: «por exigencia de su común vocación cristiana -como algo que exige el único bautismo que han recibido- el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina. Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina, pues todos somos a los ojos de nuestro Padre Dios hijos de igual condición, cualquiera que sea el servicio o ministerio que a cada uno se asigne (...). Lo que importa -lo único que vale a los ojos de Dios- es demostrarle con obras de servicio nuestro amor»[10].

No cabe otra solución a los problemas de la humanidad. El remedio de todas las necesidades de los hombres -fijémonos en esta gran responsabilidad cotidiana- se halla en manos de los cristianos, llamados a ser santos y fermento de santidad en las incidencias de la vida ordinaria. Todos hemos de empeñarnos en llevar a la práctica lo que Jesucristo nos ha enseñado: éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como Yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que Yo os mando[11].

El Romano Pontífice nos ha propuesto un idéntico programa para los tiempos nuevos que acaban de comenzar. El gran desafío de la Iglesia en el siglo XXI es el desafío de la santidad. No una santidad construida a base de sucesos extraordinarios, sino una santidad tejida con las fibras del amor, edificada día a día en la normalidad del quehacer corriente. «Es un compromiso -escribe el Papa- que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los cristianos, de cualquier clase y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor”»[12].

Añade el Sumo Pontífice que poner toda la respuesta del cristiano bajo el signo de la santidad, implica consecuencias muy concretas; entre otras, que «sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial (...). Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas deben ir en esta dirección»[13].

Todos nos encontramos comprometidos en esta gran empresa, cada uno desde su situación personal en la Iglesia y en el mundo: unos como sacerdotes, otros como seglares. Ninguno debería quedarse atrás en esta tarea y, mucho menos, volver la espalda, porque equivaldría a traicionar a nuestro Redentor. Por el contrario, siguiendo la invitación del Santo Padre, hemos de empeñarnos en remar mar adentro, duc in altum[14], echando las redes de Cristo en todos los ángulos del planeta, en todas las profesiones nobles de los hombres, entre todo tipo de personas.

Antes de terminar, felicito de todo corazón a los parientes y amigos de los nuevos sacerdotes. Recemos todos por estos hombres, para que alcancen la santidad a la que Dios los llama. Pidamos a diario por el Santo Padre y por los Obispos -hoy especialmente por el de esta queridísima Diócesis de Barbastro-Monzón-, por los sacerdotes y los diáconos del mundo entero. Repitamos con fe: Señor, danos sacerdotes santos.

Qué abundante será la pesca -pesca divina- que pondremos a los pies de Cristo[15], si acudimos a la intercesión de la Virgen, Estrella de la nueva evangelización, en esta aventura humana y divina que vale la pena recorrer. Entre todos, devolveremos el mundo a Dios y pondremos a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Así sea.

[1] Primera lectura (cfr. Is 61, 1-3a).

[2] Salmo responsorial (Sal 22 [23] 1-3).

[3] Salmo responsorial (Sal 22 [23] 1. 3-4).

[4] Evangelio (Jn 15, 15).

[5] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25-III-2001, n. 3.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta 2-II-1945, n. 4.

[7] JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 25-III-2001, n. 6.

[8] Cfr. Mt 9, 37-38.

[9] PSEUDO CLEMENTE, Carta primera a las vírgenes, XIII, nn. 3-4.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta 2-II-1945, n. 8.

[11] Evangelio (Jn 15, 12-14).

[12] JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 30; cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.

[13] Ibid., n. 31.

[14] Lc 5, 4; cfr. Novo millennio ineunte, nn. 1, 58-59.

[15] Cfr. Jn 21, 9-12.

Romana, n. 33, Julio-Diciembre 2001, p. 176-179.

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