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En la Misa celebrada en la iglesia de la Sagrada Familia de Nazaret, Caracas, Venezuela (10-VIII-2001)

Queridísimos hermanos y hermanas:

Me faltan palabras para agradecer a Dios la oportunidad de estar en esta Santa Eucaristía con todos vosotros. Vienen a mi memoria tantas cosas que querría transmitiros y que son para mí una llamada a la fidelidad, porque este templo de la Sagrada Familia de Nazaret surgió a instancias del Beato Josemaría que tanto ha querido a este pueblo venezolano. Tratadle mucho, acudid a su intercesión, porque muy de veras os escucha a todos y cada uno para que busquéis ese encuentro cotidiano con el Señor.

También me pasa por la cabeza el recuerdo del primer sucesor del Beato Josemaría con cuyo aliento ha tomado cuerpo la construcción de este templo. Es estupenda la unidad y la Comunión de los Santos, que nos hace conscientes de que nunca nos separamos.

Estos dos hombres, figuras señeras del siglo XX, siguen desde el cielo velando por nosotros, asistiéndonos en nuestras necesidades y queriéndonos con la caridad que allí se vive.

De sus enseñanzas -y eso tenemos que vivirlo siempre- hemos aprendido en el Opus Dei, en la Prelatura del Opus Dei, que hemos de sabernos mujeres y hombres que ayudan con su vida a la persona del Santo Padre y a sus intenciones. Vaya por lo tanto nuestro cariño y nuestra petición por el Romano Pontífice, para que el Señor le proteja y le dé fuerza en el cumplimiento de su ministerio petrino. ¡Cuánto quiere el Papa a Venezuela! ¡Cuánto espera el Papa de la lucha por alcanzar la santidad de cada uno de los venezolanos!

Y va también mi gratitud más expresa al queridísimo Cardenal Ignacio Velasco, pastor de esta diócesis. Con su benevolencia yo me encuentro aquí celebrando esta Eucaristía, en la que -no lo olvidemos- está presente toda la Iglesia.

Ya esta llamada de atención tiene que servirnos a todos para vivir vigilantemente nuestra vida cristiana.

En este templo hermosísimo dedicado a la Sagrada Familia podemos considerar unas palabras que del alma venían a la boca del Beato Josemaría con determinada frecuencia: Sí, hijos míos, hermanos míos, cada uno de nosotros pertenece a esa familia de Nazaret. No les somos extraños. Nuestras vidas, nuestras inquietudes, nuestras penas, nuestras alegrías, están enteramente compartidas por Jesús, por María, por José. Adentrémonos en ese hogar al que todos pertenecemos, y queramos concordar nuestra vida con lo que allí se practica.

Vuelvo a insistir, y perdonadme la machaconería, pero yo he aprendido lo que sé de este siervo fiel que ya goza de Dios desde el año de 1975... Nos hacía considerar que en aquel Hogar no se conjugaba el yo, sino el tú o el vosotros. ¡Qué lección para que cada uno sepa poner su vida entera al servicio de los otros! Os aseguro que esa caridad os llenará cada día más de una fidelidad y de una felicidad grande, grande, que no tiene cabida en este mundo, porque ya nuestra vida entera tiene trascendencia divina si vivimos con Cristo.

Pertenecemos a esa familia y es preciso que en todos los lugares demos testimonio de esta realidad de que nos sentimos una sola cosa con Cristo. ¡Imitémosle! Ha venido a la tierra para abrirnos el camino divino de la santidad a través de nuestra vida ordinaria. Esa fue la semilla que puso en el corazón del Beato Josemaría en 1928, para que recordase a todo el mundo que Cristo ha tomado nuestra naturaleza, ha recorrido los senderos de esta tierra... Para recordarnos a todos que allí donde nos encontramos -en el trabajo profesional, en la familia, en los momentos de amistad, en los momentos de sana diversión- podemos estar haciéndonos santos.

Y yo os pregunto y me pregunto: ¿Cómo trato a Jesucristo? ¿Es mi amigo? ¿Es mi confidente? Y, sobre todo, ¿es mi punto de referencia?

Fijaos que el Papa ha recogido esas palabras de la escena del Evangelio que hemos escuchado: Duc in altum! Con Cristo no caben medianías, con Cristo no caben mediocridades. Como repetía una y otra vez el Beato Josemaría: nos llama constantemente a ese duc in altum! ¡Mar adentro! Mar adentro en el mar estupendo del trato y del amor de Dios. Y daos cuenta de que se repetirán también entre nosotros las maravillas de esa escena que hemos contemplado. Si nosotros echamos las redes del amor de Dios allí donde nos encontramos, el fruto será muy abundante, y no estaremos nosotros solos sino que tendremos que llamar a aquellos a los que servimos, y esos que hemos servido llamarán a su vez a otras muchas personas. Estamos bien persuadidos de que con Cristo podemos llegar muy lejos, podemos llegar a la santidad.

Y también, aparte de hacer esta siembra de caridad, os digo hermanas y hermanos míos, que tenemos que sentir nuestra indignidad como Pedro, que le dice: “Apártate de mí”; y al mismo tiempo, la seguridad de que Él no nos abandona. No nos quejemos, no pensemos que no estamos a la altura de la santificación, aunque atravesemos circunstancias difíciles personales. Podemos ser santos, y podremos obrar milagros de conversión en nuestra vida, en la vida de los demás, si vivimos con Cristo. Y le diremos entonces, no como Pedro sino conscientes de que actuamos en su nombre: ¡Señor, no te apartes de mí! ¡Déjame que me cobije en el amor tuyo, en la seguridad tuya!

Queramos de verdad, cada una y cada uno, cumplir esos mandatos de Dios para ser verdaderamente hijas e hijos de Dios. ¡Qué papel más importante tenéis todos y cada una y cada uno! No os sintáis nunca excluidos ni del amor de Dios ni de la responsabilidad de hacer su Iglesia en vuestro hogar, allí donde os encontráis en vuestro lugar de trabajo.

Para conseguir este fin, para alcanzar esta meta que -repito- está al alcance de nuestra mano, porque Dios la ha querido y Dios no nos pide imposibles: no penséis que la santidad es para unos pocos, es para todos los hijos de Dios... Pues para conseguir esta gran realidad, tenemos en este templo, inmediatamente, el ejemplo de esas dos figuras maravillosas. Criatura excelsa es María, criatura perfecta por su búsqueda de la santidad es José. Pertenecemos a esa Familia. Miremos a María, y démonos cuenta de esa particularidad que nos refiere el Evangelio: que ponderaba todos los gestos de Dios, Hijo suyo, para adentrarse en el misterio de esa Redención que había venido a traer su Hijo Jesucristo. Pedidle a María que sepáis ponderar todas las enseñanzas de Cristo para acomodar vuestra vida, hasta el último suspiro que tengamos, a lo que nos vaya pidiendo el Señor. Y a José, ¿sabéis como le llamaba el Beato Josemaría? “El santo de la alegría y del encogimiento de hombros”, porque le daba igual que le echasen todo el peso que el Señor quiso confiarle. Tuvo que pasar momento duros pero siempre estuvo a la disposición de los planes de Dios. Acudid a José, para que aprendamos todos de esa humildad alegre, fecunda, del que sirve sabiendo que es muy poca cosa, pero que está totalmente amado por el Señor.

Vuelvo a deciros que no olvidéis nunca que todos, cada una y cada uno de nosotros, pertenecemos a esta estupenda Familia de Nazaret.

Procuremos crear esa atmósfera allí donde nos encontremos y procuremos que esta buena nueva de los hijos de Dios se traslade hasta el último rincón de Venezuela. Quered mucho a vuestro país, lo merece.

Esto exige de cada uno de vosotros la responsabilidad del comportamiento bueno. ¿Y cómo nos comportaremos bien? Amando la contrición y la Confesión. Haced un apostolado fecundo y constante de este sacramento de la alegría y del perdón de Dios. Hablad sin respetos humanos. Pedid que la gente se ponga a bien con Dios. Encomendadles y, si es preciso, desarrollad una catequesis personal para que entiendan que las cinco llagas de Cristo, que son como las credenciales del amor que nos ha tenido, no ha querido que se cerraran, para que allí pudiéramos cobijarnos y obtener su perdón cuando por desgracia nos hayamos apartado un poco o un mucho. Sed practicantes de este sacramento, sed catequistas de este sacramento. No tengáis el respeto humano de no hablar del perdón de Dios. Decidlo, decidlo muy alto, para que toda la gente se sienta querida, comprendida, y bien recibida en esta Familia de Nazaret.

¡Que Dios os bendiga!

Romana, n. 33, Julio-Diciembre 2001, p. 173-176.

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