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En el Jubileo de los profesores universitarios, en la Parroquia del Beato Josemaría, Roma (7-IX-2000)

En la presencia de Jesús Sacramentado, que nos preside desde el Tabernáculo, damos hoy un nuevo paso en la preparación del Jubileo de los profesores universitarios, que culminará el próximo domingo con la Santa Misa del Papa en la Plaza de San Pedro.

Tomando pie del pasaje evangélico que hemos escuchado, quisiera proponeros tres puntos de meditación. Para que nuestra reflexión no se desarrolle en una perspectiva intemporal, sino en estrecha conexión con los problemas actuales, nos dejaremos guiar por algunos textos del magisterio de Juan Pablo II y por algunas luces tomadas de la predicación del Beato Josemaría, que reflejan el gran corazón y la mentalidad exquisitamente universitaria, abierta y universal, de este santo sacerdote, a quien la gracia de Dios me concedió tratar muy de cerca durante bastantes años.

1. La ciencia ha de ser iluminada por la Verdad

Comenzamos nuestra meditación con la pregunta que un doctor de Israel, un sabio de su tiempo, dirige a Jesús. Nicodemo va al encuentro de Cristo movido por una íntima inquietud. Sin creer todavía en Él, entrevé en su doctrina y en su persona algo trascendente. Lo reconoce como Maestro. Vino a Él de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él” (Jn 3, 2).

La participación de los profesores universitarios, como corporación, en las celebraciones jubilares, tiene un sentido especial: es un compromiso que va más allá de los individuos singulares. El deseo de renovación interior propio del Jubileo se proyecta sobre la actividad universitaria, que es colectiva y personal al mismo tiempo. Invoquemos, pues, ante todo al Espíritu Santo, para que os ayude con su gracia a valorar vuestra misión y así entender, a la luz de la Revelación cristiana, cuáles son las necesidades más reales —más profundas— de la humanidad a las que la universidad debe ofrecer una respuesta. Pidámosle que nos conceda una comprensión más verdadera de la cultura y del arte, de la ciencia y de la técnica, porque estas realidades humanas —que son expresión de nuestra dignidad— alcanzan su plenitud solamente cuando se abren sin reservas a la sabiduría que procede de Dios.

La universidad como institución nació del corazón de la tradición cristiana, del empeño nativo de la fe por promover la formación científica de la inteligencia. Nació ex corde Ecclesiæ —del corazón de la Iglesia[1]— para favorecer la búsqueda de la verdad. Sus frutos han plasmado la historia del pensamiento y han forjado nuestra civilización, con sus luces y sombras. Hoy día, mientras el mundo emerge con fatiga de la crisis de las ideologías, existen las premisas para reconocer que la ciencia no puede limitarse a buscar verdades parciales, no debe contentarse con la adquisición de certezas verificables, sino que ha de mirar siempre a la Verdad suprema, para no caer en el ciego abismo de la esclavitud al poder. Ego sum Veritas (Gv 14, 6), ha dicho Jesús. Ningún hombre puede impedir que estas palabras resuenen en el interior de su conciencia. El hombre de cultura no se traiciona a sí mismo cuando asume la tarea, el desafío, de investigar el misterio de Dios y de la persona en cuanto criatura de Dios.

En la Encíclica Fides et Ratio, Juan Pablo II invita a reflexionar sobre la verdad entera (cfr. n. 6). No sobre una verdad, sino sobre la Verdad que ha sido revelada por Dios. Nuestra dignidad de criaturas racionales nos impone el deber de asumir una actitud ante ella: de esta valentía y de esta ambición —verdaderamente digna de cultivar— depende el sentido de nuestra vida y de nuestro trabajo, de todos los instantes de nuestra existencia. El hombre no es un conjunto de fríos circuitos cerebrales: es persona, dotado de conciencia y libertad, porque es imagen de Dios. Sólo la búsqueda consciente de la sintonía con la Ley divina —tarea quizás fatigosa, pero que no se halla en contraste con nuestro ser más profundo— hace al hombre libre: Veritas liberabit vos (Jn 8, 32).

El diálogo de Jesús con Nicodemo es emblemático. ¡Ojalá nos dispongamos también nosotros con frecuencia a estos coloquios personales con el Señor! ¡Ojalá le dirigiéramos nuestras preguntas y nos dejásemos interrogar por Él! Aprenderíamos que nuestro saber tiene la necesidad absoluta de confluir en la ciencia de la santidad, que hunde sus raíces en el misterio de la Cruz y se edifica sobre el fundamento de la humildad.

A Nicodemo, y a cada uno de nosotros, nos responde Cristo: ¿Tú eres maestro en Israel e ignoras estas cosas? (Jn 3, 10). Reconozcamos con sinceridad que aún hemos de recorrer mucho camino para llegar a la meta a la que el Señor nos llama. Pero es preciso que, desde sus primeros pasos, nuestra andadura discurra por las sendas de la humildad: la humildad intelectual no ofende a la inteligencia, porque la humildad es la verdad; al contrario, enriquece el estudio, la investigación y la docencia dándoles una perspectiva nueva e inagotable, más alta, porque los coloca en armonía con la sabiduría que viene de lo alto, radiante e inmarcesible, a la que fácilmente contemplan los que la aman y encuentran los que la buscan (Sb 6, 12).

Elevemos, pues, nuestra súplica al Señor con las palabras de la Escritura: Dios de los padres, Señor de la misericordia, que hiciste el universo con tu palabra, y con tu Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, administrase el mundo con santidad y justicia, y juzgase con rectitud de espíritu: dame la Sabiduría, que se sienta junto a tu trono, y no me excluyas del número de tus hijos (...). Envíala de los cielos santos, mándala de tu trono de gloria para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable, pues ella todo lo sabe y entiende. Ella me guiará prudentemente en mis empresas y me protegerá con su gloria (Sb 9,1-4.10-11).

2. Responsabilidad de la universidad en el servicio a la verdad

Con ocasión del VI centenario de la fundación de la universidad que frecuentó en su juventud, Juan Pablo II afirmó que «la vocación de toda universidad es el servicio a la verdad: descubrirla y transmitirla a otros». En aquel discurso, que os invito a releer y a meditar atentamente, el Papa hizo una confidencia: «Personalmente, después de años, veo cada vez mejor cuánto debo a la Universidad: el amor por la Verdad, la indicación de las sendas para buscarla». Y añadió: «En mi vida desempeñaron un papel importante los grandes profesores que conocí»[2].

Nos encontramos ante un punto crucial de nuestra reflexión: la importancia de los profesores en la formación de las jóvenes generaciones. Existe una diferencia enorme entre quien se presenta como simple “dispensador” de conocimientos y quien actúa como maestro: este último no sólo transmite el saber, sino que plasma personalidades maduras, las guía hacia la verdad plena, las lleva hasta el umbral del misterio de Cristo, ante el que cada uno decide con su propia libertad.

Al encarnarse y venir al mundo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad ha santificado in radice todas las realidades creadas y las actividades humanas honradas. El esfuerzo intelectual, el trabajo de estudio e investigación, reciben una perspectiva nueva y extraordinaria, de un valor muy superior al que le ofrece la simple valencia del progreso científico, por muy entusiasmante que éste sea. Cuando la vocación cristiana se descubre y se vive en el ámbito del trabajo profesional con toda la amplitud de sus contenidos, confiere a esa tarea el carácter de una auténtica misión salvífica. Fe y razón se encuentran en la cultura, si se han unido antes en la vida del profesor universitario: entonces, su responsabilidad en el interior de la comunidad científica se convierte en responsabilidad delante de Dios, en verdadero y propio compromiso vocacional.

No tenemos derecho a eludir esta responsabilidad. Como escribe Juan Pablo II, la vocación universitaria «obliga, ante todo, a una particular solicitud por el desarrollo de la propia humanidad», según la llamada que hemos recibido de Dios para ser santos. Y esto impone el deber de cultivar las virtudes. No basta una rectitud meramente formal del pensamiento: se requiere el esfuerzo por vivir «en el clima espiritual de las indispensables virtudes morales, como la sinceridad, la valentía, la humildad, la honradez, así como una auténtica solicitud por el hombre. Gracias a la sensibilidad moral —afirma el Papa— se conserva un vínculo muy esencial para la ciencia entre la verdad y el bien»[3].

Una concepción cristiana de la universidad adquiere especial relieve en el actual contexto histórico. Hoy, hablando en general, se ha superado aquella oposición sistemática a la fe característica de la cultura del Iluminismo. Ahora prevalece otra tendencia, que resulta más insidiosa para el destino de la verdad. Hoy el empeño científico parece que necesita el apoyo de factores económicos o de conveniencia política en el interior del complejo proceso de globalización; incluso, a veces, busca en ellos la orientación decisiva para sus opciones. Valores a los que no se puede renunciar, como —por ejemplo— la defensa de la vida, el respeto de la dignidad humana, la protección de la familia, están siendo amenazados en base a la lógica del mercado. La universidad no puede renunciar a su papel de servicio a la sociedad, no puede delegar en los centros de poder extra-académico su responsabilidad de cara a la verdad y al bien del hombre.

Recojámonos en oración y levantemos a Dios nuestros corazones. Señor, ante Ti se ha congregado este grupo de hombres y de mujeres, decididos a hacer de su vida profesional un servicio apasionado a la verdad. Han venido a Roma, junto a la Cátedra de Pedro, porque desean sinceramente beber en la fuente de la Sabiduría. Concédeles —concédenos a todos— la claridad de tu Verbo y el soplo de tu Espíritu, para que nunca desistan de buscar la verdad con plena honradez intelectual, para que hagan de su trabajo científico un reflejo fiel del esplendor de esa Luz que vino al mundo hace dos mil años para iluminar a todos los hombres (cfr. Jn 1, 9. 14). Ayúdales a no perder nunca la convicción de que «la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio»[4].

3. Qué significa santificar el trabajo universitario

Recordaba al principio que el Beato Josemaría amó con predilección a la universidad, porque estuvo siempre abierto a la verdad y al bien. En una ocasión, hablando a un grupo de profesores universitarios, dijo: «En vosotros (...) vemos hecho realidad el ideal humano que suscita el elogio de la Sabiduría divina. Sois unos preclaros cultivadores del Saber, enamorados de la Verdad, que buscáis con afán para sentir luego la desinteresada felicidad de contemplarla. Sois, en verdad, servidores nobilísimos de la Ciencia, porque dedicáis vuestras vidas a la prodigiosa aventura de desentrañar sus riquezas, pero además la tradición cultural del Cristianismo, que transmite a vuestras tareas plenitud humana, os empuja a comunicar después esas riquezas a los estudiantes, con abierta generosidad, en la alegre labor de magisterio, que es forja de hombres, mediante la elevación de su espíritu»[5].

Estas palabras del Fundador del Opus Dei condensan un programa de vida capaz de hacer confluir los esfuerzos de estudio y enseñanza de un profesor hacia una plenitud que sólo puede proceder del deseo de dar un completo sentido cristiano al propio trabajo. Haréis de la universidad un verdadero centro de cultura y de formación completa si sabéis santificar el trabajo universitario, santificaros vosotros mismos en el trabajo universitario y santificar a los demás mediante el trabajo universitario.

El cumplimiento de este programa requiere mantener una profunda unidad entre investigación y relaciones humanas dentro de la misma universidad, que es simultáneamente comunidad de saberes (universitas scientiarum) y de personas (universitas magistrorum et scholarium); un cuerpo que no puede cerrarse en sí mismo, sino que ha de relacionarse y cooperar con las demás comunidades análogas del mundo entero, para enriquecerse recíprocamente.

Santificar la tarea universitaria quiere decir, entonces, dos cosas:

1º) investigar, estudiar, escribir y enseñar a la luz de la verdad integral sobre el hombre y sobre la naturaleza, esforzándose por alcanzar una comprensión cada vez más profunda del sector específico de cada uno;

2º) respetar las exigencias de la caridad y de la justicia en el ejercicio de la actividad profesional, mediante el cumplimiento de los propios deberes y el servicio desinteresado a los demás.

¿Cuáles son los medios que permiten, un día y otro, dar esta apertura al propio trabajo?

— la oración —el Beato Josemaría recuerda que hemos de ser «contemplativos en medio del mundo»—, que permite afrontar el trabajo en constante diálogo filial con Dios Padre;

— el esfuerzo continuo por mantenerse actualizados en el propio campo, no por ansia de éxitos, sino para dar a Dios y a los demás lo mejor de nosotros mismos;

— una apertura de mente que impida perder de vista los límites intrínsecos de la propia disciplina;

— el empeño constante por incrementar el conocimiento de la doctrina y la moral de Cristo, a fin de comprender su íntima relación con las ciencias humanas en las que cada uno es experto.

Ésta es la sabiduría que la Iglesia propone a los científicos de nuestro tiempo. El Santo Padre reconoce que son verdaderamente proféticas las palabras del Concilio Vaticano II, a las que frecuentemente alude en sus encuentros con el mundo de la ciencia: «Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no forman hombres más instruidos en esta sabiduría»[6]. Y añade el Papa: «El gran desafío que se plantea a las instituciones académicas en el campo de la investigación y de la didáctica consiste en formar hombres no sólo competentes en su especialización o dotados de un saber enciclopédico, sino sobre todo llenos de auténtica sabiduría»[7].

Se trata de un programa inagotable. Por esto, es preciso contar siempre con nuevas fuerzas. El cristiano que se empeña en ese campo, se convierte en factor activo de cohesión social. El suyo es, pues, un trabajo de equipo que, con las aportaciones de los demás y en una perspectiva interdisciplinar, traza una imagen del mundo y del hombre informada por la dimensión trascendente de la persona. De este modo, el espíritu cristiano obra para la creación de una cultura genuinamente universal y humana, abierta al diálogo con todos y promotora de paz en el mundo.

El empeño universitario, afrontado de este modo, colabora efectivamente a la aplicación de la Redención. «Salvarán a este mundo nuestro —son palabras del Beato Josemaría— (...), no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu, reduciendo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que tienen fe en Dios y en el destino eterno del hombre, y saben recibir la verdad de Cristo como luz orientadora para la acción y la conducta»[8].

Es una invitación a la esperanza. Pidamos a la Eterna Sabiduría que ayude a todos los universitarios, a los hombres y mujeres de la cultura y de la ciencia, para que, dóciles a la acción del Espíritu Santo, se dejen instruir por el Maestro divino y puedan así enseñar a todos, sin distinciones, la verdad en la caridad y en la libertad: veritatem facientes in caritate (Ef 4, 15).

Virgen Santísima, Madre nuestra. Tú eres invocada por los cristianos como Sedes Sapientiæ, Trono de la Sabiduría, porque el Verbo de Dios se hizo carne en tu seno purísimo. Alcánzanos un amor ardiente a Jesucristo, tu Hijo, de modo que cumpliendo el mandato que Él confió a la Iglesia (cfr. Mt 28, 20), podamos ser también nosotros testigos y pregoneros de esa Verdad que salva. Así sea.

[1] Cfr. JUAN PABLO II, Const. ap. Ex corde Ecclesiæ, 15-VIII-1990.

[2] JUAN PABLO II, Discurso en el VI centenario de la Universidad Jaguellónica de Cracovia, 8-VI-1997.

[3] Ibid.

[4] Ibid.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Discurso en la investidura de doctores honoris causa por la Universidad de Navarra, 7-X-1967.

[6] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 15.

[7] JUAN PABLO II, Discurso en el VI centenario de la Universidad Jaguellónica de Cracovia, 8-VI-1997.

[8] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Discurso en la investidura de doctores honoris causa por la Universidad de Navarra, 9-V-1974.

Romana, n. 31, Julio-Diciembre 2000, p. 245-251.

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