envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Palabras en la vela de oración celebrada con motivo del Jubileo de los presbíteros (Roma, 17-5-2000).

Queridos hermanos en el sacerdocio:

Nos preparamos para celebrar nuestro jubileo precisamente en el día en que nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II cumplirá ochenta años y conmemoraremos su servicio a Dios y a las almas, especialmente desde que fue llamado a la sede de Pedro. Al alzar nuestro corazón a la Trinidad Santísima en acción de gracias, deseamos hacerlo con la renovación de nuestra fidelidad personal al don y misterio que hemos recibido: don de la vocación sacerdotal que ha enriquecido nuestra vida, misterio de predilección por parte de Jesús, que ha querido llamarnos amigos suyos (cfr. Jn 15, 15).

¿Qué nos dicen los santos sobre el sacerdocio? He sido invitado a recoger aquí algunas ideas de la predicación de un santo sacerdote de nuestro siglo, el Beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei. Me causa una alegría muy particular poder presentar este testimonio en el octavo aniversario de la beatificación de este sacerdote ejemplar, acaecida el 17 de mayo de 1992, porque —como afirma un documento pontificio— fue «luminoso ejemplo de celo para la formación sacerdotal»[1].

Cuando en algunos sectores de la comunidad eclesial se planteaban interrogantes sobre la identidad del sacerdote, el Beato Josemaría no dudaba en escribir: «¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental (...). Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser (...). En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor»[2].

Es necesario —escribió también el Beato Josemaría— que los «sacerdotes tengan, en su alma, una disposición fundamental: gastarse por entero al servicio de sus hermanos, convencidos de que el ministerio al que han sido llamados (...) es un gran honor, pero sobre todo una grave carga»[3]. Esto es lo que el pueblo cristiano espera de los sacerdotes, como consecuencia inmediata de la identificación sacramental con Cristo. «Los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece (...), que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesonario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios (...); que tenga consejo y caridad con los necesitados»[4].

«La vocación sacerdotal lleva consigo la exigencia de la santidad», se lee en un apunte manuscrito del Beato Josemaría. «Esta santidad no es una santidad cualquiera, una santidad común, ni aun tan sólo eximia. Es una santidad heroica». En consecuencia, el gran enemigo para el cumplimiento de nuestra misión en la Iglesia no es la carencia de medios, ni la hostilidad del ambiente, ni aun las fragilidades personales —propias de toda criatura humana—, el enemigo sería quitar de nuestra vida la orientación sincera y decidida al ejercicio de la caridad perfecta.

Por eso, la primera ocupación del sacerdote ha de ser cultivar su trato diario con Dios, que se alimenta y desarrolla en el ejercicio del ministerio, apoyándose en la unidad de vida que hace que el presbítero sea —con expresión del Beato Josemaría— «sacerdote cien por cien». La seguridad de la identificación sacramental del ministro sagrado con Cristo llevaba al Beato Josemaría a afirmar también: «El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina, que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: per ipsum, et cum ipso, et in ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y para las almas vivo yo. De su amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizás por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva»[5].

En una alocución, el Papa Juan Pablo II afirmaba: «Un sacerdote vale cuanto vale su vida eucarística, especialmente su Misa. Misa sin amor, sacerdote estéril; Misa fervorosa, sacerdote conquistador de almas»[6]. Ésta es la raíz de la fecundidad apostólica de la vida del sacerdote. En una ocasión, el Beato Josemaría nos confiaba: «Subo al altar con ansia, y más que poner las manos sobre el ara, lo abrazo con cariño y lo beso como un enamorado, que eso soy: ¡enamorado!»[7].

Ese amor lleva al sacerdote a cultivar santas pasiones en su alma, precisamente en el ejercicio del ministerio. El Fundador del Opus Dei señalaba «dos pasiones dominantes, aparte de amar mucho la Sagrada Eucaristía y por lo tanto la Misa, de hacer una Misa que dure todo el día, de no tener prisa. Esas dos pasiones dominantes son: atender a las almas en el confesonario y predicar abundantemente la Palabra de Dios»[8].

La predicación era para el Beato Josemaría transmisión de la Palabra de Dios contemplada y hecha vida propia: el sacerdote, cuando predica, debe hacer «su oración personal, cuajando en ruido de palabras (...) la oración de todos, ayudando a los demás a hablar con Dios (...), dando luz, moviendo los afectos, facilitando el diálogo divino»[9]. En cuanto a la administración del sacramento de la Penitencia, me limito a recordar estas palabras suyas: «sentaos en el confesonario todos los días (...), esperando allí a las almas como el pescador a los peces. Al principio quizá no venga nadie (...). Al cabo de dos meses no os dejarán vivir (...) porque vuestras manos ungidas estarán, como las de Cristo —confundidas con ellas, porque sois Cristo— diciendo: yo te absuelvo»[10].

Tendría que hablar de muchos otros aspectos de la enseñanza del Beato Josemaría sobre los sacerdotes —desde la fraternidad sacerdotal a la unión con el propio Obispo, de la labor de catequesis al espíritu de reparación, etc.—, pero ahora es imposible. Sólo quiero referirme brevísimamente a dos puntos que me parecen fundamentales en la actualidad. Primero, la vida de oración. «La oración crea al sacerdote y el sacerdote se crea a través de la oración», ha escrito el Papa[11]. El Beato Josemaría aseguraba: «El tema de mi oración es el tema de mi vida». Su vida sacerdotal se hallaba plenamente inmersa en la Iglesia; las necesidades de las almas eran alimento cotidiano de su oración.

Por otra parte, como repetidamente insistía este santo sacerdote: «Conviene que al sacerdote se le reconozca: el pueblo cristiano necesita de signos visibles»[12], escribía en 1956. Y explicaba: «Tenemos que mostrar que somos sacerdotes, de un modo que sea evidente para todos. Si no llevase una manifestación externa de mi sacerdocio, muchas personas que podrían acudir a mí en la calle, o en cualquier sitio, no vendrán porque no saben que soy ministro de Dios»[13]. El traje sacerdotal —concluía— «os ayudará a recordar y a hacer recordar a los demás, continuamente, que la ordenación sacerdotal, configurándoos de modo especial con Cristo Sacerdote, os ha constituido también de modo particular en alter Christus, en ipse Christus»[14].

Si nos esforzamos por ser fieles a todas las consecuencias de nuestra vocación sacerdotal, hasta las más pequeñas, nuestra Madre la Virgen, Madre especialmente de los sacerdotes, nos hará gustar siempre, en cualquier circunstancia, el amor que nos ha sido otorgado con nuestro sacerdocio, y que nos identificará cada vez más íntimamente con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

Romana, n. 30, enero-junio 2000, p. 63-66.

Enviar a un amigo