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En la oración vespertina con motivo del Jubileo, en la Plaza de San Pedro (Roma, 6-IV-2000).

Junto la piscina de Betzata, Jesús acaba de curar a un hombre que llevaba treinta y ocho años paralítico. A pesar de un milagro tan evidente, algunas autoridades no sólo rehúsan creer que Cristo sea el Hijo de Dios, sino que descartan incluso la hipótesis de que tenga una misión divina. Ante la objeción, según la ley de Moisés (cfr. Dt 19, 15), de que el testimonio de una persona en favor de su propia causa no es suficiente, el Señor responde: Si Yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería verdadero. Otro es el que da testimonio de mí (Jn 5, 31). ¿Quién es ese "otro", cuyo testimonio elimina cualquier duda? El Padre que me ha enviado, Él mismo da testimonio de mí (Ibid., 37). ¿Y cómo testifica Dios Padre a favor del Hijo que ha mandado al mundo? De dos modos diversos y complementarios: con obras y con palabras; a través de los milagros que llenaban de estupor a la muchedumbre, y mostrando que en Cristo se cumplían las profecías del Antiguo Testamento.

Todos los cristianos han sido llamados a difundir el mensaje de Cristo, cada uno en las circunstancias concretas con las que se entreteje su existencia cotidiana. Vosotros, estudiantes de la Libera Università Campus Biomedico y de la Universitat Internacional de Catalunya, debéis hacer presente a Jesús entre vuestros compañeros en las aulas, en las bibliotecas, en los laboratorios, en los lugares donde trabajáis codo a codo con ellos.

Para vencer el gran reto de la nueva evangelización, el Papa Juan Pablo II recuerda insistentemente que «se necesitan heraldos del Evangelio que sean expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo, sean contemplativos, enamorados de Dios»[1]. El mundo, en definitiva, necesita santos, hombres y mujeres que busquen ardientemente la unión con Dios en el cumplimiento de los deberes familiares, profesionales, sociales... Si queremos realizar nuestra parte en esa misión, tratemos de seguir de cerca el ejemplo del Maestro. Como subraya San Lucas en el prólogo a los Hechos de los Apóstoles, Jesús comenzó a hacer y a enseñar (Hch 1, 1).

Primero, hacer. Cada uno ha de esmerarse para que su conducta sea plenamente conforme con la fe. La autenticidad, la coherencia entre lo que creemos y lo que practicamos, la unidad de vida, es algo fundamental. No os dejéis extraviar por el engaño de quienes tratan de conformar la sociedad de espaldas a Dios. Con palabras del Beato Josemaría Escrivá, que han despertado de su sueño a muchos cristianos, os diré: «¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?»[2]. Nuestra identidad de discípulos de Cristo ha de reflejarse en todos los lugares donde nos encontremos, en todas las situaciones de nuestra vida, venciendo los respetos humanos.

El buen ejemplo tiene como primera manifestación el esfuerzo por realizar el trabajo con la máxima perfección de que seamos capaces. Si un cristiano es un trabajador mediocre, por mucha apariencia externa de devoción que muestre, a los ojos de los demás aparecerá como un "beato", incapaz de arrastrar a otras almas hasta Cristo. Como esta tarde me dirijo sobre todo a estudiantes, os recordaré otras palabras de este maestro de la espiritualidad de nuestro tiempo: «Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración»[3].

Sin embargo, aun siendo indispensable, el testimonio del ejemplo no basta. Un cristiano que se sabe "apóstol", enviado por Cristo a iluminar con la luz de la fe la sociedad que le rodea, también ha de saber exponer rectamente la doctrina por medio de la palabra. Pablo, el gran Apóstol de las gentes, cuando visitó Atenas, se consumía en su interior al ver la ciudad llena de ídolos (Hch 17, 16). Hablaba con todos los que encontraba en la sinagoga, en las calles y plazas, y no paró hasta que consiguió tomar la palabra en el Areópago, donde dio testimonio cristiano ante los intelectuales que allí se reunían. La Universidad es, ciertamente, uno de los lugares de mayor relevancia para difundir la doctrina de la Iglesia. Allí tenéis que ser auténticos testigos del Maestro. Para alcanzar este fin, se nos ha dado un instrumento maravilloso, de fácil acceso: el Catecismo de la Iglesia Católica. ¿Lo hemos leído y meditado más de una vez? ¿Habéis invitado a vuestros compañeros a conocerlo? Los testigos mudos están condenados a la esterilidad.

Además de profundizar en la doctrina cristiana y de ponerla por obra, debemos esforzarnos en la práctica de una virtud que es indispensable a cada hombre, a cada mujer, pero sobre todo a los intelectuales. Me refiero a la virtud de la humildad, que tiene una de sus primeras manifestaciones— el sometimiento de la razón a la autoridad de Dios y de la Iglesia. Yo no busco recibir gloria de los hombres (Jn 5, 41), dice el Señor en el Evangelio. Sólo con esa rectitud moral, los que se dedican al trabajo intelectual podrán mantenerse fieles a su compromiso con la verdad.

Terminemos nuestra reflexión con un pensamiento dirigido a la Virgen. María no encuentra más que una razón para explicarse por qué Dios la ha escogido como Madre de Jesús: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava (Lc 1, 48). Sigamos su ejemplo y estaremos siempre muy cerca de Cristo. Admitir nuestras limitaciones, nuestra nulidad ante Dios, es perfectamente compatible con el reconocimiento de los dones naturales y sobrenaturales que se nos han concedido. Más aún, la verdadera humildad exige ese reconocimiento. A condición de que, como María, estemos plenamente convencidos de que esos dones vienen de Dios y, por tanto, no nos pertenecen por derecho propio: se nos han otorgado gratuitamente. Sólo en esta óptica se entiende cómo la humilde Virgen de Nazaret pueda audazmente asegurar, en el Magnificat, que Dios ha realizado en Ella cosas grandes, y que, por tanto, todas las generaciones la llamarían bienaventurada (cfr. Lc 1, 46-55). María no se alaba a sí misma, sino que exalta la misericordia infinita del Señor. Pensadlo y sacad las justas consecuencias.

Quiero saludar a los numerosos peregrinos franceses que se han unido a nosotros esta tarde para rezar. Pido al Señor y a su Madre Santísima que vuestra peregrinación a la Sede de Pedro, en este Año Jubilar, nos impulse a todos a una profunda conversión interior. Esta conversión se manifestará en obras de vida cristiana; y así, tanto en la familia como en el trabajo, seréis —como recuerda el Papa en la Bula de convocación del Jubileo— «fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios»[4].

Me dirijo a los participantes de la Universitat Internacional de Catalunya, y me encomiendo y os encomiendo a la Virgen de Montserrat, para que seamos justos en la fe y servidores de los demás.

Queridísimos estudiantes y peregrinos, al término de esta celebración confiamos a la Virgen la persona y las intenciones del Santo Padre en este Año Jubilar.

Romana, n. 30, enero-junio 2000, p. 60-63.

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