envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la Basílica de San Eugenio, en Roma (12-IX-1999)

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. El Señor me ha ungido. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad (...); para consolar a todos los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza, aceite de gozo en vez de vestido de luto, alabanza en vez de espíritu abatido[1].

Jesucristo, enviado por el Padre y ungido por el Espíritu Santo, ha venido a renovar la tierra. Los Padres de la Iglesia afirman que la Redención obrada por Cristo se puede comparar de alguna manera a una nueva intervención divina creadora; más aún, la sobrepasa con abundancia. En efecto, mediante el don de la filiación divina, el hombre ha sido llamado a la mayor intimidad con Dios, hecho partícipe de la misma Vida de la Santísima Trinidad. El Señor, que nos ha ganado esta dignidad en la Cruz, ha confiado a la Iglesia el encargo de proseguir su misión salvífica, y para esto ha conferido principalmente a los sacerdotes el poder de irrigar a las almas con su gracia, mediante la palabra y los sacramentos.

Renovar la tierra con la misericordiosa potencia del amor salvífico de Cristo: ésta es la tarea que, con el Orden Sagrado, se confía hoy a estos fieles de la Prelatura del Opus Dei, candidatos al sacerdocio. Han de llevar la esperanza de una vida santa, el don de la paz a los corazones, la libertad de los lazos del pecado, la certeza del premio que aligera el peso en medio de las pruebas. Quiere Dios que del corazón de los hombres se alce, no el lamento de la tristeza, sino un perenne canto de alabanza. Se trata de un encargo maravilloso e inmenso, una tarea a la que no es posible poner límites. No sólo porque la obra de la Redención recomienza en cada hombre y en cada mujer que nace a la vida y pide a la Iglesia los medios para encontrar a Cristo y vivir de Él, sino porque hay muchos lugares —países enteros— en los que el Evangelio debe abrirse todavía camino, como el mismo Jesucristo proclama: tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor[2].

2. Me dirijo ahora a vosotros, queridos diáconos. Al recibir hoy la ordenación como presbíteros, manifestáis vuestra voluntad precisa de dedicar toda la vida —libre y gozosamente, sin escatimar nada— al servicio de las almas, para llevarlas al encuentro con Cristo, para que renazcan en Él y vivan por Él. Seréis instrumentos vivos de Jesucristo, que por medio de vosotros atraerá a Sí los corazones con la misma fuerza que manifiestan los milagros del Evangelio. Como decía en una ocasión el Beato Josemaría, por medio de vuestras palabras el Señor restituirá la vista «a ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios»[3]; devolverá el oído a los sordos, a muchos «que no deseaban saber de Dios»[4]. Cuando administréis el Sacramento de la Penitencia, veréis como los cojos, «que se encontraban atados por sus apasionamientos»[5], recuperan de repente la capacidad de caminar con alegría hacia el Cielo; los mudos recobrarán el uso de la palabra y anunciarán las maravillas de Dios; los muertos, «en los que el pecado había destruido la vida»[6], volverán a ser miembros vivos y fecundos del Cuerpo Místico de Cristo.

La eficacia del ministerio sacerdotal llega infinitamente más lejos de la capacidad humana. El sacerdote contempla cada día, a lo vivo, auténticos milagros de la gracia. Es testigo del amor del Salvador por todas las criaturas. Y esta realidad le obliga a ser, a su vez, portador de la caridad de Cristo. El sacerdote actúa en la persona y en el nombre de Cristo, de modo especial al administrar los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; pero es preciso que se deje empapar por el Señor en todo su ser, hasta convertirse en imagen viva del amor de Jesucristo por las almas.

Leamos un párrafo de una homilía del Fundador del Opus Dei: «Jesucristo tiene el Corazón oprimido por sus ansias redentoras, porque no quiere que nadie pueda decir que no le ha llamado, porque se hace el encontradizo con los que no le buscan.

«¡Es Amor! No hay otra explicación. ¡Qué cortas se quedan las palabras, para hablar del Amor de Cristo! Él se abaja a todo, admite todo, se expone a todo —a sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad de la indiferencia de tantos—, con tal de ofrecer, aunque sea a un hombre solo, la posibilidad de descubrir los latidos de un Corazón que salta en su pecho llagado»[7]

¡Aunque sea a un hombre solo!: cada alma vale toda la Sangre de Cristo. Y, como Jesús, el sacerdote está llamado a entregarse por cada persona. El Santo Padre ha escrito: «En virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús buen Pastor y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral»[8]. Ésta es «don gratuito del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a la respuesta libre y responsable del presbítero»[9]. La caridad pastoral constituye una dimensión esencial de la vida espiritual y del ministerio del sacerdote. Es, ciertamente, un don de Dios, pero también un compromiso diario a dejar que el Espíritu Santo le plasme en el celo por la salvación de las almas. El Papa la define así: «El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación de sí, la total donación de sí a la Iglesia, compartiendo el don de Cristo y a su imagen»[10]. Sólo haciendo de vuestra vida, jornada tras jornada, una entrega completa de vosotros mismos; sólo dejando que el amor a las almas determine siempre vuestro modo de pensar y de obrar, vuestra manera de relacionaros con los demás en todas las circunstancias[11]; sólo así os convertiréis en imágenes vivas de Jesucristo.

El servicio sacerdotal requiere, pues, una dedicación total, que sólo es posible a quien vive de amor. Hemos escuchado lo que Jesús dice de sí mismo: doy mi vida por las ovejas[12]. Más adelante, en el mismo Evangelio de Juan, el Señor comenta: nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos[13]. El Señor amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella[14]. El sacerdocio es una libre elección de amor; en él, las almas constituyen el interés principal y se llega a amar a la Iglesia universal, y a la porción de la Iglesia que se nos confía, con toda la intensidad de que se es capaz. Vosotros recibís la ordenación sacerdotal para servir, en primer lugar, a los fieles de la Prelatura y ayudarlos en sus apostolados. De este modo, unidos al Prelado y —a través de él— al Papa y a todos los Pastores de la Iglesia, serviréis a la Iglesia entera. Vuestra entrega por amor os alcanzará la gracia de vivir su dinamismo hasta sus exigencias más radicales.

3. Deseo aludir a una sola de estas exigencias: la humildad. La llamada a ser una epifanía del amor de Dios por los hombres requiere del sacerdote la profunda determinación de olvidarse de sí mismo. Todos sus intereses personales —programas, ambiciones legítimas, incluso derechos— han de quedar subordinados a las exigencias del ministerio. El sacerdote es de Cristo —más aún, es Cristo— y ha de anunciar a Cristo, exponer fielmente la doctrina de la Iglesia, no sus personales opiniones. Por otra parte, el sacerdote pertenece a las almas, a todas las almas: ha de comprender las exigencias de cada uno y adaptarse al modo de ser y a la sensibilidad de cada uno; debe proclamar íntegramente las verdades de la fe y de la moral, sanar el error, denunciar el pecado, pero siempre con un enorme respeto a las personas. Sólo lo conseguirá si es capaz de renunciar al consenso de la gente y al propio lucimiento, si busca como único fin de su vida hacer felices a los demás. Me refiero, como es obvio, a la verdadera felicidad, a esa paz espiritual que sólo se experimenta en unión con Cristo. Lo conseguirá si no olvida ni por un instante que las almas tienen sed de Cristo, no de comunicadores más o menos convincentes; y que sólo en el Evangelio —anunciado con la autoridad de la Iglesia— se encuentra la verdad salvadora.

Solamente la persona humilde sabe servir y aceptar sus propios límites; sólo ella es capaz de perseverar en el esfuerzo y de ser dócil a la gracia, sin llenarse de orgullo en los éxitos ni desanimarse en las derrotas. Sólo quien es humilde es fecundo. El Beato Josemaría escribió: «Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde. El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu claridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario. —Que me conozca: que me conozca y que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada»[15].

Queridísimos candidatos al sacerdocio: deseo recordar a vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, que vuestra llamada es un regalo también para ellos. El Señor se os muestra hoy más cercano que nunca, mientras recoge los frutos de lo que habéis sembrado desde hace tanto tiempo en el corazón de los nuevos sacerdotes. Dadle gracias y escuchad lo que os pide a cada uno mediante esta ordenación sacerdotal: os reclama que sostengáis, con vuestra fidelidad a la vocación cristiana, el camino de vuestro hijo, de vuestro hermano, de vuestro amigo, al servicio de la Iglesia.

Recemos por la Iglesia, por el Papa, por el Vicario de la diócesis de Roma, por todos los Obispos y sacerdotes del mundo. Rezamos de modo particular por vosotros, que os disponéis a recibir el Sacramento del Orden. Imploremos al Señor de la mies —hoy de un modo más intenso— para que envíe muchas vocaciones sacerdotales a su Iglesia.

Mientras suplicamos al Señor que os colme de amor y de humildad, recurramos a la intercesión del Beato Josemaría, para que confíe nuestras invocaciones a la Virgen Santísima, Madre de todos los sacerdotes. Así sea.

[1] Primera lectura (Is 61,1-3)

[2] Evangelio (Jn 10, 16)

[3] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 131

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 131.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 131.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 131.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Homilia sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973

[8] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Pastores davo vobis, 25-III-1992, n. 22.

[9] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Pastores davo vobis, 25-III-1992, n. 23.

[10] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Pastores davo vobis, 25-III-1992, n. 23.

[11] Cfr. JUAN PABLO II, Homilía, 7-X-1989.

[12] Evangelio (Jn 10, 15)

[13] Jn 15, 13.

[14] Ef 5, 15.

[15] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 273.

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 237-240.

Enviar a un amigo